Cada
día me cuesta más envejecer, y a mi mujer no digamos. Nos
cuesta porque no nos deja nuestra numerosa prole. A nosotros nos
encantaría ser un matrimonio que, llegada la edad senatorial, se
pasea al sol en invierno y a la sombra en verano, y que en la temporada
baja se permite el lujo de pasarse quince días en las islas
Canarias. Pero con una familia tan numerosa no queda más remedio
que retrasar el envejecimiento todo lo que se pueda.
No se trata de una peculiaridad nuestra; según leo en una de
esas revistas que cuentan cosas raras, las tres personas más
ancianas del mundo son tres mujeres que han tenido de doce hijos para
arriba y una infinidad de nietos. La más anciana de todas parece
ser que es una mexicana, a la que se le calculan unos ciento veinte
años, que en cada cumpleaños es entrevistada por la
prensa para que cuente la impresión que le ha producido el
cumplir un año más. Este año, un periodista,
supongo que aburrido de preguntarle siempre lo mismo, le dijo:
«Oiga, ¿pero es que usted no piensa morirse nunca?»
«No puedo -se excusó la mujer humildemente-; ahora tengo
un bisnieto con problemas que me necesita mucho.»
Es sobradamente conocido que la vida media de la mujer supera a la del
hombre en media docena de años. Hasta hace poco, los malpensados
lo atribuían a que las mujeres se dan mejor vida y por eso les
dura más; pero la sociología moderna ha demostrado que
duran más porque son más necesarias. El hombre resulta de
cierta utilidad durante un determinado período de su vida; la
mujer, siempre.
Ciñéndonos al caso que nos ocupa, que es el nuestro, la
situación es la siguiente: mis hijos varones, ya hombres hechos
y derechos, hace un montón de años que no me consultan
sobre lo que deben hacer en su trabajo profesional. Por contra, es
impensable que mis hijas tomen decisiones sin consultarlas previamente
con su madre. Excepto preguntarle con quién deben de casarse,
que eso lo hacen con quien les da la gana, el resto pasa por el tamiz
materno: desde si van a dar a luz con epidural, hasta el color de los
baldosines del nuevo cuarto de baño.
Cuando digo todo, es todo y con carácter exclusivo. Por ejemplo,
telefonea una de mis hijas casadas y tomo yo la llamada: «Hola,
papá, ¿está mamá?» «No, hija,
ha salido. ¿Querías algo?» Respuesta:
«Sí, quería consultarle una cosa.»
«¿Y no puedo ayudar yo?», me ofrezco amablemente. La
voz al otro lado de la línea vacila, para acabar diciendo:
«No, tú no lo vas a saber. Llamaré más
tarde.» Reconocerán ustedes que es duro llegar a mi edad
sin que se me conceda la oportunidad de poder evacuar una consulta a
mis hijas. Con la cantidad de cosas que sé, nunca sé lo
que ellas necesitan saber. También es mala suerte.
Una recentísima llamada telefónica de una lectora de
Telva me confirma la teoría que estoy formulando sobre que la
longevidad de las personas está en relación directa con
su imprescindibilidad. Se trata de una señora de Dos Hermanas,
Sevilla, que me llama para decirme que ha hablado con mi hija Lourdes
-la que ha adoptado un niño colombiano- y que había
iniciado la tramitación para adoptar tres niñas de la
India. «¿Tres de una vez?», no puedo por menos de
asombrarme. «Sí -me contesta-; es preferible tenerlos
seguidos. Es mi experiencia; he tenido doce hijos, pero ya están
todos criados.» Como es natural, me hago repetir la cifra, y
confirmado lo de los doce hijos, no me queda más remedio que
descararme un tanto y preguntarle: «Perdóname,
¿pero es que tú eres rica por tu casa?»
«¡En absoluto! -se franquea la encantadora criatura-. Mi
marido es ingeniero agrónomo, funcionario del Ministerio, y
siempre hemos vivido de su sueldo. Bien es cierto que cada hijo vino
con un pan debajo del brazo, excepto el último, que llegó
con una panadería.» «¿Qué clase de
panadería?», pregunto cauteloso. «Se murió
una tía que nos dejó herederos. Por eso me he decidido a
adoptar esas tres niñas.» Tardo en reaccionar y termino
por descararme del todo: «Por favor, ¿cuántos
años tienes?» «Cincuenta -me contesta-, pero por la
calle no me echan más de treinta y cinco.»
¿Qué se puede hacer ante un caso así? Pues lo que
yo hice: pedirle una foto, a ser posible dedicada.
Estas llamadas, que yo califico de gozosas, las suelo comentar en
familia, y alguna de mis hijas, de las que todavía andan
peleando para que el niño se tome todo el biberón, me
dice:
-¿No estará un poco loca esa señora?
-A Dios gracias, hija; a Dios gracias.
Porque son locuras que le reconcilian a uno con la vida, máxime
cuando esa vida puede ser larga como consecuencia de mi
condición de marido consorte, de una mujer que tiene que estar
evacuando constantemente consultas de sus hijas y nietas.