a historia comienza en mayo de
1664, Benita
(Benoîte), una
pastora de 17 años que trabajaba cuidando el rebaño y mientras rezaba el Rosario, ve a una
hermosa señora sobre un peñasco, que lleva de la mano a
un niño de belleza singular. "¡Hermosa señora! —le
dice—, ¿Qué está haciendo ahí arriba?
¿Quiere comer conmigo? Tengo algo de pan bueno, lo
remojaríamos en la fuente". La señora sonrió, pero
no le dijo nada. "¡Hermosa señora! —insiste Benita— ¡Podría darnos por favor a ese niño, que tanto nos alegraría?". La señora sonríe, toma a su niño en brazos y desaparece en una cueva. Más
adelante La Virgen le
reveló: «Soy la
Señora María, la Madre de
Jesús». Benita cuenta sus visiones a la dueña del
rebaño, quien no le cree, pero una mañana la sigue en
secreto hasta el pequeño valle de Fours. Una vez allí, no
ve a la Señora, pero oye las palabras que Esta dirige a
Benita. Le pide que advierta a la
dueña del rebaño de los peligros que corre su alma: "Tiene una mancha en la
conciencia. Que haga penitencia". Afectada por
aquello, ésta se corrige, vuelve a frecuentar los sacramentos y
vive el resto de sus días muy cristianamente. Durante cuatro
meses, cada día, Benita llevaba a su rebaño cerca del
lugar donde
encontró a la «Bella Señora». La Señora se muestra todos los días,
conversa con gran
familiaridad con la joven, educándola para su futura
misión y
preparándola para convertirse en testigo de la
gracia de la conversión. El 29 de agosto
pregunta a la Visitante cómo se llama, y ella le responde: "Mi
nombre es María". Durante el invierno de 1664-1665,
Benita sube hasta Laus muy a menudo, donde ve cada vez a la
Virgen, quien le recomienda "rezar
continuamente por los pecadores".
A partir del
otoño, la Virgen
María la saluda en la aldea de Laus, frente a
Saint-Étienne. Le pide entonces la construcción de una
iglesia, con una casa para los sacerdotes. El objetivo de esta
iniciativa, que tomará cuerpo rápidamente, es atraer a
los
cristianos deseosos de vivir un camino de conversión,
especialmente por el sacramento de la confesión. La
noticia de las apariciones se propaga entre los aldeanos, gracias a las
veladas de las noches de invierno. El 18 de septiembre de
1665, cuando Benita tiene dieciocho años, las apariciones
y la peregrinación son reconocidas oficialmente por parte de la
autoridad diocesana y, a partir del otoño de ese año,
empieza la construcción de una iglesia para poder acoger a los
peregrinos, que cada vez son más numerosos. Nuestra Señora
se revela en Laus como reconciliadora
y refugio de los pecadores, y por
eso aporta señales para convencer a éstos de la necesidad
de convertirse; entonces dice a la pastora que el aceite de la
lámpara de la capilla (que arde ante el Santo Sacramento)
obrará curaciones en los enfermos que se lo apliquen, (como
ocurriera en
el milagro de la Virgen del Pilar en España) si
recurren con fe a su intercesión. La historia completa La
tarde
del uno de Mayo de 1664, cuando Benita cuidaba las ovejas vió
que se le presentaba repentinamente un anciano espléndidamente
vestido, a quien ella habían notado ya varias veces en estas
praderas. Se pusieron a conversar y se dio a conocer como San
Mauricio, que había fallecido por las cercanías, para
cuyo honor una vez levantaran una capilla, ahora ruinosa debido a las
guerras. Él le
pidió a la pastora que visitara el valle contiguo con su
rebaño de ahora en adelante, porque allí ella
vería a la Señora. Benita
algo extrañada le dijo: "Nuestra Señora está en el
cielo". Y el anciano le contestó que Ella podía bajar a
la tierra cuando quería. Para asegurarle a la niña que lo
que decía era cierto le dio un palo y le
aseguró que a la simple vista de él se defendería
contra los lobos que acechaban continuamente al rebaño.
Cuatro carnívoros aparecieron en realidad, sin embargo
sólo se alejaron con la visión del palo. Por fin Nuestra Señora se le apareció como pronosticara el santo anciano. Durante dos meses ella guardó silencio. Su corazón se llenaba más y más del deleite divino y ansiaba cada día más las reuniones con la Madre del cielo. A veces se levantaba por las noches e iba corriendo al punto de reunión. Curiosamente las ovejas siempre le seguían y crecían notablemente, a pesar de que era un lugar de escasez de pasto. También ocurrió, que La Virgen la enviaba en algunas ocasiones a la iglesia para que ella rezara allí, y mientras tanto, Ella misma cuidaba a las ovejas. Después
de dos meses La Señora empezó a educar a la pastora. Ella
la trataba con una confidencialidad encantadora. Le
enseñó los misterios del Rosario y a rezar las
Letanías Lauretanas. Por
supuesto Benita no podía ocultar la transformación en su
rostro del placer y la dicha que le causaban las confidencias de la
Madre de Dios. Ella, que tenían un temperamento impetuoso, ahora
se había tornado silencioso y leve; sus palabras y sus
movimientos eran de una
delicadeza poco común y la gracia de su rostro irradió el
silencio alegre de sus deleites divinos. La evidecia de sus cambios
inculcaban el respeto y la confianza en todos, eso acentuaba la
credibilidad de la gente y la
acercaba a ellos. Las personas se preguntaban "¿Será
que es más dichosa porque realmente ve a La virgen?". Y estaban
consumidos por el deseo de una explicación sobre estos sucesos.
En su entorno crecía la expectación. El
juez
de la región de Avençon, François
Grimmaud, alertado, siguió los
eventos. En agosto de 1664, en Saint Etienne, él
llamó a Benita y la sometió a un interrogatorio
detallado. El juez
la encontró de naturaleza sincera e indudablemente incapaz para
inventar todo lo que atestiguaba tan razonablemente.
Finalmente le pidió que en la próxima reunión con
"La Bella Señora", le preguntase su nombre. Benita
ejecutó la orden concienzudamente. La Señora
expresó el deseo enseguida: Que le gustaría que, al
día siguiente, 29 de agosto, el sacerdote del pueblo organizara
una
procesión en el Valle de los Hornos, con él delante
rezando las Letanías Lauretanas. Así se cumplió y
el juez
François Grimmaud tomó parte en él,
arrodillándose luego, rezando al lado de Benita ante la gruta,
sin
embargo, nadie más que la pastora vió la aparición. Cuando
Benita pidió a la Señora su nombre, Ella dió la
respuesta: "Soy María, la
Madre de Jesús". Luego
añadió: "No me
volverás a ver más
aquí". Durante semanas Benita dió vueltas con su
rebaño buscando a La que era su dicha. Finalmente
el 24 de septiembre, día de su cumpleaños, La
Señora se le
apareció sobre una colina, a la otra orilla del río, que
había crecido enérgicamente. Benita lo cruzó con
gran
apuro sobre su cabra más grande. Cuando llegó al lugar,
llamado Pindreau,
La Virgen María le dio la orden de seguir hasta Le Laus y
encontrar una capilla pequeña allí, de la que agradables
olores emanarían. "Me
verás muy a menudo allí y podrás hablar
frecuentemente conmigo". Largo
tiempo la pastora recorrió los campos, hasta que, finalmente
encontró la capilla, cubierta de paja, como una cabaña
abandonada,
apenas se distinguía. Era la que Nuestra amada Señora en
la aparición quería consagrar y la misma que el anciano
le había mencionado. Allí Nuestra
Señora recibió el merecido Altar. Más tarde, Ella
le mostró
su plan: Aquí en honor de Ella y de su Hijo, se
levantaría una iglesia grande y una casa para sacerdotes. "Pedí a mi hijo que me diera Le
Laus para la conversión de los pecadores, y Él
consintió en mi petición. Muchos encontrarán el
camino de regreso a Él, aquí". El
rumor
de las apariciones se extendió rápidamente. En
multitudes, las
personas peregrinaron hasta allí. Y muchos se curaron
milagrosamente en
recompensa por su Fe. Ansiosamente la gente exigió la iglesia
deseada por La Madre de Dios. A la
vista de las peticiones de la multitud, vino el
canónigo Gaillard, así como el arzobispo delegado de
las parroquias de Pfarreien, un doctor en teología y escritores
de
los informes posteriores sobre los eventos. En agosto de 1664 la
comitiva llegó a Le Laus, e informaron al administrador
espiritual de la diócesis, el Vicario General Lambert. En el
otoño del mismo año, le acompañaron a Le Laus un
secretario jesuita y unos 20 dignatarios de la Iglesia, adicionales.
Todos ellos estaban en contra de las apariciones. El Vicario general
consideró el propósito de confidencial, y se cerro la
capilla y se prohibieron las peregrinaciones. Decidieron interrogar a
la
pastora. Benita
se
sobresaltó a la vista de la magnífica comitiva y quiso
esconderse. Sin embargo, La Virgen María le enseñó
cómo responder para quedar bien y soportar el discurso de los
hombres espirituales. Ella le prometió ayudarla en todo ello. El interrogatorio duró horas. La pastora soportó todos los intentos de causarle confusión y empujarla a la mentira, pero ella respondía con el silencio y la inteligencia. Las amenazas le angustiaban. El Vicario general, se compadeció de ella y le dió la orden de preguntar a la supuesta aparición que les indicara la verdad a través de milagros o una señal. Por
la
noche, la comisión se preparó para partir hacia el lugar
de las apariciones. Allí,
una lluvia torrencial empezó a caer repentinamente. Se
inundó el pequeño valle y los hombres se vieron forzados
a pasar la noche en el pueblo. El Vicario general
celebró la misa en la mañana siguiente. Había
terminado la Misa, cuando recibió de La Señora las
señales: una mujer del pueblo de San Julian, conocida por todos,
que había sufrido una parálisis incurable de las piernas
durante seis años y solamente con la ayuda de un carro
pequeño podía moverse, saltó repentinamente de su
cama poniéndose de pie, la
parálisis había desaparecido. Ella hizo después
caminando, la procesión de 60km con júbilo. Profundamente
embargado, el Vicario general dijo que ahí estaba la Mano de
Dios y dio, entonces, el permiso para la
construcción de la iglesia. En
1666,
empezaba la construcción del Santuario; tres años
después, era consumado. Su erección se realizó en
muy poco tiempo y durante las guerras en curso. Vivían en la
pobreza más amarga. Pero en Le Laus, el más
pequeño de
los milagros era grande. No se hizo ningún otro santuario en los
países visitados por La Virgen, como el de Le Laus. El premio se
concedió, y se proveyó del dinero necesario para su
inmediata construcción y levantamiento. La
Señora aseguró y supervisó la construcción
hasta en el
más pequeño detalle. Las contribuciones de la gente
humilde cubrían los gastos, como Ella lo habían
pronosticado. Los peregrinos remolcaban troncos de árbol, rocas
de los barrancos cercanos y todo el material requerido para la
construcción, de modo que los obreros sólo
tenían que ensamblarlos. La sana fe de la gente, levantó
la Iglesia, fiándose en la palabra de una niña. En
los
años posteriores, tuvo lugar la construcción del edificio
del claustro para sacerdotes. Una escuela de canto para niños de
coro se añadió más tarde, en la que todavía
hoy
aproximadamente 30 niños de la diócesis ensayan. Es
un suplemento pequeño del Seminario. Le
Laus se hizo pronto uno de los más conocidos Santuarios de
Europa. Se comparó con Loretto. El 8 de septiembre de 1671, se
contaron 6000 visitas, por ejemplo; en el año 1721, llegaron a
ser 200 visitas diarias. Teniendo en cuenta que en la época no
se disponía de los medios de transporte actuales. Los
incontables milagros confirman el mensaje dado a Benita. Principalmente
ocurrieron por el aceite. Esto es lo que alimenta la luz eterna
del Santuario. Desde el principio, la Virgen le dio la fuerza para
curar a distancia. "El aceite de la
lámpara que arde en la
capilla ante el Sagrario, si se aplica y se eleva una plegaria
anhelando fervientemente mi intercesión, causa la
curación." En 1854, Monseñor Depéry obtuvo de
Pío IX autorización para coronar la estatua de Nuestra
Señora de Laus, en ceremonia del 23 de mayo de 1855. El 18 de
marzo de 1894, al Santuario le fue concedido el título de
Basílica Menor por León XIII. En el año 1692 el
Santuario sufrió los ataques de la guerra. La iglesia estaba
intacta, pero los edificios del claustro fueron quemados. Nuestra
Señora puso los medios para su reconstrucción. De 1692 a
1712 tuvieron que sufrir a los jansenistas que prohibieron las
peregrinaciones y a Benita que hablase con los fieles peregrinos, que
frecuentase los sacramentos y que entrase en la Iglesia,
acusándola de brujería. Los ángeles
advertían a la pastora de los peligros y ella cerraba siempre
cuidadosamente con llave su puerta y, por el temor, no salía por
las noches. La compañía constante de La Señora y
los Ángeles la reconfortaban durante esos duros años, le
daban valor y le mostraban cómo debía actuar. Sus adversarios negaban los eventos sobrenaturales de Le Laus. Sin embargo el pueblo seguía de parte de ella. Resistió todas las prohibiciones a la peregrinación. También Benita resistió. María le había dicho: "Tus enemigos serían felices si perdieras las esperanzas". Venerable
Benoîte
Rencurel Benita Rencurel
nació el 16 de
septiembre de 1647 en Saint-Étienne d´Avançon
(Alpes
del sur de Francia), su padre, Guillermo Rencurel falleció
cuando ella tenía 7
años. La pobreza obligó a su madre y a sus tres hijas a
ponerlas a
trabajar a una temprana edad. Benita nunca aprendió a leer ni a
escribir
y su única
instrucción era el sermón de la Misa dominical. Benita
se convierte en miembro de la Tercera Orden dominica A la vez, recibe el carisma del conocimiento de conciencias (consiste en conocer los pensamientos, intenciones y deseos de las personas, como lo tenía San Pío de Pietrelcina), don que emplea en las conversiones y anima con frecuencia a los sacerdotes adscritos al Santuario a recibir a los peregrinos con dulzura, paciencia y caridad, empleando una bondad especial para con los más pecadores a fin de animarlos al arrepentimiento. Además de las
apariciones marianas, Benita es bendecida
con cinco apariciones de Cristo,
y diferentes apariciones de
ángeles y santos. Entre 1669 y 1679, Jesús se le revela en un
estado de
sufrimiento. Un viernes de julio de 1673, Jesús ensangrentado,
le dice: "Hija mía, me
muestro en este estado para que
participes de los dolores de mi Pasión". Pero
también la vidente sufre un tiempo de tribulaciones y de
oscuridad. Benita padece fuertes
tentaciones contra la confianza en Dios y la castidad; el demonio la
ataca incluso físicamente, pero ella, refugiándose en la
oración, consigue resistir. El espíritu infernal revela
en una ocasión el motivo de sus ataques, exclamando:
«¡Ella
es la causa de que pierda tantas almas!». Benita, en el
siglo de Luis
XIV, del jansenismo y de las guerras de religión, fue durante 54
años «uno de los resortes más escondidos y
más potentes de la historia de Europa», según
decía Jean Guitton, escritor y filósofo. Ella no era perfecta, pero tres virtudes aparecieron evidentemente en ella: la devoción, la pureza y la caridad. Sentía una devoción especial por La Madre de Dios. Incansablemente, rezaba el Rosario. Los testigos describieron a Benita como una mujer de personalidad sólida, llena de buen sentido y confianza total en la Virgen María. Sobre el deseo de La Madre de Dios, la pastora dejó el sombrero del ganado y se volcó devotamente al servicio de la peregrinación. Ella se sacrificaba de manera heroica. Por el bien del pecador, se sometía a las mortificaciones más amargas. Rezaba durante las noches, se castigaba, se abstenía de la comida más necesaria, favoreció la necesidad mental y corporal de todos, reprendió al arisco, apoyó al débil y al que perdía las esperanzas. Después
de más de dos
décadas de sufrimientos y constantes apariciones consoladoras de
la Virgen,
Benita recibe la Comunión el día de Navidad de 1718 y
tres días más tarde se confiesa y recibe la
Unción de Enfermos. Hacia las ocho de la noche, Benita se
despide de los que
la rodean y, tras besar un crucifijo y con la vista mirando al
cielo, fallece en paz a los 71
años, el 28 de
diciembre de 1718. Por
último,
el 16 de octubre de 1872, el Papa Pío IX la proclamó
Venerable
Sierva de Dios. El Obispo de
Gap y
Embrun, Jean Michel di Falco, en el año 2003 retoma la causa de
beatificación de Benita, admitida por Juan Pablo II. La
pastora que vio a La Virgen María en
Laus, aún hoy a una gran distancia en el tiempo, es motivo
de veneración por muchos y reconocida por
todos como una santa, por el fervor de su
oración, su paciencia y dulzura en la acogida a los
peregrinos, y por su fiel obediencia a la Iglesia.
Conversiones y curaciones En vida de Benita el santuario de Nuestra Señora de Laus se hizo conocido, hoy recibe a más de 120 mil peregrinos al año. En la época, las autoridades eclesiásticas dudaban de los hechos, hasta que el vicario general de Embrun, Antoine Lambert, investiga y es testigo de la curación de una mujer de 22 años, afectada por parálisis por seis años, quien en la noche del 18 al 19 de abril de 1665, estando en su cama siente que puede mover las piernas. En la mañana corre a la misa que celebraba Lambert, quien exclama: “¡El dedo de Dios está aquí! ¡El dedo de Dios está aquí!” Las primeras curaciones de Laus comprendían tanto a adultos como a niños, entre las que destacan graves deficiencias visuales, sanadas al aplicar el aceite de la lámpara del Santuario. En la actualidad las curaciones físicas y espirituales con el aceite, siguen sucediendo. En el 2000, una mujer belga afectada por una grave hernia discal prominente, la iban a operar de urgencia, a lo que respondió: “No doctor, no me opere, María me va sanar!” El cirujano sonrió y le dijo con ironía: “¿Todavía cree en milagros?” “Sí doctor”, respondió; y tras cuatro meses, al ver que no regresaba, el cirujano la llama para pasarla por un escáner y se sorprende de la sanación. “¿Doctor, ahora cree en los milagros?”, preguntó, a lo que el médico respondió: “Sí señora, lo que usted tenía sólo era curable con cirugía”. Tras la muerte de Benita, el Santuario
prosiguió como la Virgen lo anunciara, Ella había dicho
que
los huesos de Benita
harían milagros y que los enfermos vendrían de todas
partes a obtener curación. “He elegido este lugar para la conversión de los pecadores”, había dicho la Virgen. Mientras que un ángel le había dicho: “Laus es obra de Dios. Ni hombre ni demonio con toda su malicia y rabia, la podrán destruir, pues subsistirá siempre floreciendo. Hasta el fin del mundo hará grandes frutos por todas partes”. Las conversiones de los
pecadores son numerosas, y los religiosos evidencian en Laus
confesiones
de una rara calidad. El 4 de mayo de 2008 se obtuvo del Vaticano el reconocimiento de las apariciones. Reconocimiento de las apariciones El 4
de mayo la Iglesia reconoció, después de siglos, las
apariciones de la Virgen María (Nuestra Señora de Laus o
Notre-Dame du Laus) a Benoîte Rencurel, ocurridas entre 1644 y
1718 en Le Laus, en los altos Alpes franceses. Aunque el caso estaba
bien
documentado desde el principio, debido a las guerras fue postergado el
trámite de aprobación por el Vaticano.
El 4 de mayo, durante una misa en el Santuario de Laus, presidida por monseñor Jean-Michel di Falco Léandri, obispo de la diócesis de Gap y de Embrun, Francia, proclamó oficialmente el reconocimiento del carácter sobrenatural de las apariciones de la Virgen. Monseñor di Falco, quien ha firmado el decreto de reconocimiento, recordó que éstas son las primeras apariciones marianas reconocidas oficialmente en el siglo XXI por el Vaticano y la Iglesia de Francia. «Es la primera vez que un acontecimiento tan singular ocurre desde las apariciones de Lourdes en 1862. Desde los primeros meses que siguieron a las apariciones, los peregrinos llegaron en gran número. Pero el reconocimiento no se había hecho», explica Monseñor di Falco. "Reconozco el origen sobrenatural de las apariciones y los hechos y dichos, experimentados y narrados por Benita Rencurel. Animo a todos los fieles a venir y orar; y buscar renovación espiritual en este Santuario", dijo el prelado. "En la Iglesia Católica nadie está obligado a creer en las apariciones, incluso en aquellas reconocidas oficialmente; pero se les reconoce como ayuda en la fe y la vida diaria". El Partido Comunista francés, describió el anuncio de la ceremonia como "un intento de marketing de la Iglesia" y denunció la anunciada presencia del Secretario para asuntos de desarrollo regional, Hubert Falco, como una "violación de la separación entre Iglesia y estado". El ministro Falco, quien no es pariente del obispo, señaló que su presencia era un ejercicio de libertad religiosa, que llevaba a cabo "como simple persona de fe". El Santuario se ha desarrollado en torno a la Basílica, edificada en el lugar en el que la Virgen María se apareció a una pastora de 17 años, Benita Rencurel, de 1664 a 1718, en una aldea aislada en la falda de la montaña, a 900 metros de altura. Este centro espiritual de la diócesis de Gap se ha convertido con los siglos en una meta de peregrinación más allá incluso de las fronteras francesas. A partir del otoño, la Virgen María la saluda en la aldea de Laus, frente a Saint-Étienne. Le pide entonces la construcción de una iglesia, con una casa para los sacerdotes. El objetivo de esta iniciativa que tomará cuerpo rápidamente es atraer a los cristianos deseosos de vivir un camino de conversión, especialmente por el sacramento de la confesión. Benita se convierte entonces en miembro de la Tercera Orden dominica. Benita, en el siglo de Luis XIV, del jansenismo y de las guerras de religión fue durante 51 años «uno de los resortes más escondidos y más potentes de la historia de Europa», según decía Jean Guitton, escritor y filósofo, dado que ella no sabía leer ni escribir. Desde los orígenes de las peregrinaciones, las curaciones físicas y morales fueron reconocidas en gran número, especialmente por las unciones del aceite de la lámpara del Santuario aplicadas con fe, según el consejo que la Virgen María misma ofreció a Benita. Carta que explica los acontecimientos de Laus Estimadísimo Amigo de la Abadía San José:
«El
pecado del siglo xx es la pérdida de la noción del
pecado», declaraba el Papa Pío XII el 26 de octubre de
1946. Medio siglo más tarde, la crisis del sacramento de la
Penitencia, abandonado por tantos católicos, nos demuestra que
aquella apreciación del Papa sigue siendo muy actual. Sin
embargo, «a los ojos de la fe, ningún mal es más
grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los
pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero»
(Catecismo
de la Iglesia Católica, CEC 1488). Pero nuestra
época no es la primera en padecer una crisis del sacramento de
la Penitencia. La Santísima Virgen María ha sido con
frecuencia mensajera de Dios para los hombres, a fin de apartarlos del
pecado y de devolverlos al amor de su Creador. A lo largo de los
últimos siglos, ha intervenido varias veces, especialmente en La
Saleta, Lourdes y Fátima; pero anteriormente ya se había
dignado manifestarse a una pobre muchacha de los Alpes llamada Benita
Rencurel.
El 16 de septiembre de 1647, Benita Rencurel ve la luz en el pequeño municipio de Saint-Étienne d'Avançon (Alpes del sur – Francia). Sus padres, buenos católicos, se ganan modestamente la vida con el trabajo de sus manos. Cuando Benita nace, ya tienen una hija, Magdalena, y una tercera, María, que nacerá cuatro años más tarde. El padre, Guillermo Rencurel, muere cuando Benita, llena de vida y de alegría, tiene sólo siete años. Para la viuda y sus tres hijas, aquella desaparición supone la miseria material. Como en Saint-Étienne d'Avançon no hay escuela, Benita nunca podrá aprender a leer ni a escribir. Su única instrucción le llega a través del sermón de la Misa dominical, de donde aprende que María es la muy misericordiosa Madre de Dios, lo que despierta en ella el deseo de verla. Benita, alma contemplativa, gusta de rezar largamente. «Mi nombre es María» Un día de mayo de 1664, la joven, que trabaja de pastora para unos campesinos de los alrededores, guarda las ovejas en un pequeño valle de pendientes perforadas por fallas parecidas a cuevas poco profundas. Benita, que está rezando el Rosario, avista a una hermosa Señora sobre un peñasco que lleva de la mano a un niño de belleza singular. «¡Hermosa Señora! – le dice –, ¿qué estáis haciendo ahí arriba? ¿Queréis merendar conmigo? Tengo algo de pan bueno, lo remojaríamos en la fuente». La Señora sonríe ante su sencillez, pero no le dice nada. «¡Hermosa Señora! ¡Podríais darnos por favor a ese Niño, que tanto nos alegraría?». La Señora sonríe de nuevo sin responder. Después de permanecer algún tiempo con Benita, toma a su Niño en brazos y desaparece en el antro del peñasco, donde la pastora la ha visto varias veces entrar y salir. Durante cuatro meses, la Señora se muestra todos los días, conversando con gran familiaridad con la joven. Para prepararla en su futura misión, la educa, corrigiendo su vivacidad y brusquedad, su testarudez y su apego a las cosas y a los animales. Benita le cuenta sus visiones a la dueña del rebaño, quien en un principio no la cree, pero que una mañana la sigue en secreto hasta el pequeño valle de Fours. Una vez allí, no consigue ver a la Señora, pero oye las palabras que Ésta dirige a Benita. La aparición pide a Benita que advierta a su dueña de los peligros que corre su alma: «Tiene una mancha en la conciencia. Que haga penitencia». Afectada por aquello, ésta se corrige, vuelve a frecuentar los sacramentos y vive el resto de sus días muy cristianamente. El 29 de agosto, Benita pregunta a la visitante cómo se llama, y Ella le responde: «Mi nombre es María». Pero, al mismo tiempo, la Virgen le anuncia que las apariciones cesarán durante un tiempo indeterminado. De hecho, Benita pasa un mes sin ver a la Señora; esa ausencia, que la priva de apreciables consuelos, contribuye a purificar su alma. Por fin una mañana, a finales de septiembre, la
pastora, que acaba de detener sus corderos y cabras a la orilla de un
río, vislumbra delante de ella, resplandeciente como un hermoso
sol, a María. Se apresura a reunirse con ella pero, al ver que
el viejo puente que franquea el río está roto, atraviesa
el curso de agua a lomos de una gran cabra. Cuando llega junto a la
aparición, pregunta: "Señora, ¿por qué me
habéis privado durante tanto tiempo del
honor de vuestra presencia?" "En adelante, cuando quieras verme acude a
la capilla que se encuentra en el lugar de Laus", responde la
Señora mientras le indica el camino que debe seguir. Al
día siguiente, Benita se dirige a la aldea de Laus y llega a la
pequeña capilla. Entra inmediatamente y ve en el altar a la
Virgen María, que la felicita por haber buscado sin
impacientarse. Aunque radiante de haber vuelto a ver a Nuestra
Señora, Benita se encuentra confusa al percatarse de la pobreza
y suciedad del lugar, y propone cortar su delantal en dos para poner un
mantel a sus pies. La Señora le contesta que muy pronto no
faltará nada, que podrá ver lienzos, cirios y otros
ornamentos, y añade que quiere que se construya una iglesia en
su honor y en el de su querido Hijo, donde muchos pecadores y pecadoras
se convertirán. Durante el invierno de 1664-1665, Benita sube
hasta Laus muy a menudo, donde ve cada vez a la Virgen, quien le
recomienda «rezar continuamente por los pecadores». Nuestra
Señora nos da a entender con ello que los pecadores se hallan en
un estado lamentable. Dios está ofendido por sus pecados, pero
quiere prodigarles su Misericordia, que no puede aceptarse sino
libremente. La noticia de las apariciones se propaga entre los aldeanos, gracias a las veladas de las noches de invierno. A partir de San José (19 de marzo), los peregrinos acuden a Nuestra Señora de Laus. Muchos de ellos han alcanzado favores por su intercesión, y vienen para confesarse y para hacer el propósito de cambiar de vida. El médico que examina la llaga El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de
la
misericordia de Dios con los pecadores. Sin embargo, «Dios nos ha
creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros»
(S. Agustín). La acogida de la misericordia divina exige de
nosotros la confesión de nuestras faltas. Si decimos:
«no tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no
está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo
es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda
injusticia (1 Jn 1, 8-9) (cf. CEC 1846-1847). Esa confesión de los pecados es un efecto de la gracia, pues Dios, igual que hace un médico cuando examina la llaga antes de curarla, proyecta una luz viva sobre el pecado. «Reconocer el propio pecado, es más, reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios. Es la experiencia ejemplar de David, quien, tras haber cometido el mal a los ojos del Señor, al ser reprendido por el profeta Natán, exclama: Reconozco mi culpa, mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliatio et Pænitentia, 2 de diciembre de 1984, n. 13). Dios ha dado al hombre libertad para amarlo y servirlo.
El
pecado, que es un abuso de esa libertad, consiste en todo acto, palabra
o deseo contrario a la ley de Dios. No obstante, no todos los pecados
son de la misma gravedad. Hay que distinguir entre el pecado mortal (o
grave) y el pecado venial. El pecado venial enfría el amor de
Dios en nuestros corazones, pero sin privarnos de la vida de la gracia.
El pecado mortal, como infracción grave de la ley de Dios (por
ejemplo la blasfemia, la idolatría, la irreligión, la
herejía, el cisma, el perjurio, el aborto, la
anticoncepción, el adulterio, la fornicación), aparta al
hombre de su Creador, haciéndole preferir un bien creado. Para
que un pecado sea mortal no basta con que exista materia grave, sino
que es necesario, además, que el acto sea cometido con pleno
conocimiento y deliberado consentimiento. «El pecado mortal es
una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también
el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la
privación de la gracia santificante, es decir, del estado de
gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de
Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna
del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer
elecciones para siempre, sin retorno» (CEC 1861). El
Apóstol San Juan describía de este modo la suerte de
quienes mueren en pecado mortal: Pero los cobardes, los
incrédulos, los abominables, los asesinos, los impuros, los
hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán
su parte en el lago que arde con fuego y azufre que es la muerte
segunda (Ap 21, 8). Esta verdad adquiere más relieve en la medida en que, para cada ser humano, la muerte es una certeza, y que después de la muerte seremos juzgados cada uno de nosotros. Porque es necesario que todos seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal (2 Cor 5, 10). En consecuencia, después de la muerte no habrá tiempo para convertirse; es ahora cuando hay que hacer penitencia. «Desdichados quienes mueran en pecado mortal» (San Francisco de Asís). Un aceite milagroso En septiembre de 1665, el vicario general de Embrun,
Antonio
Lambert, inicia una investigación sobre las apariciones de Laus.
Después de terminar el interrogatorio de la vidente, éste
celebra la Misa. Aquella mañana se halla presente Catalina Vial,
mujer que padece una grave enfermedad nerviosa desde el principio del
pliegue de sus piernas, de tal suerte que los talones tocan la parte
baja de la espalda. Sus padres lo han intentado todo para curarla, pero
ha resultado en vano, y han traído a la enferma a Laus para
rezar una novena a Nuestra Señora. Durante la noche siguiente a la conclusión de la novena, Catalina ya puede extender las piernas, sintiéndose curada. Por la mañana, es conducida a la capilla, en el momento en que el vicario general termina la Misa. Se oye un grito: «¡Milagro!». Una vez acabada la Misa, el eclesiástico interroga a la que ha sido curada milagrosamente y a los testigos, y luego afirma: «Aquí está el dedo de Dios». De esa manera, el 18 de septiembre de 1665, cuando Benita tiene dieciocho años, las apariciones y la peregrinación son reconocidas oficialmente por parte de la autoridad diocesana y, a partir del otoño de ese año, empieza la construcción de una iglesia bastante grande para poder acoger a los peregrinos, que cada vez son más numerosos. Nuestra Señora se revela en Laus como reconciliadora y refugio de los pecadores, y por eso aporta señales para convencer a éstos de la necesidad de convertirse. La Virgen anuncia entonces a Benita que el aceite de la lámpara de la capilla (que arde ante el Santo Sacramento) obrará curaciones en los enfermos que se lo apliquen, si recurren con fe a su intercesión. De hecho, son muchas las curaciones que se producen en poco tiempo: una niña recupera la vista de un ojo y una persona es curada de una úlcera en una mano. Todavía en nuestros días se producen milagros en las personas que, confiando en la intercesión de Nuestra Señora, se aplican con devoción el aceite de Laus. Una tabla de salvación Benita se toma en serio la misión que ha recibido
de la
Santísima Virgen: preparar a los pecadores para que reciban el
sacramento de la Penitencia. Por eso anima con frecuencia a los dos
sacerdotes adscritos al santuario a recibir a los peregrinos con
dulzura, paciencia y caridad, empleando una bondad especial para con
los más pecadores a fin de incitarlos al arrepentimiento.
«Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor
de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que,
después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave... El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una
nueva
posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la
justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este
sacramento como «la segunda tabla de salvación
después del naufragio que es la pérdida de la
gracia». Sólo Dios perdona los pecados. Porque
Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: El Hijo
del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra y
ejerce ese poder divino: Tus pecados están perdonados.
Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús
confiere este poder a los hombres para que lo ejerzan en su
nombre» (CEC 1446, 1441). En este sacramento, el sacerdote, que ocupa el lugar de Cristo juez y médico, debe ser informado acerca del estado del penitente. En consecuencia, «es necesario que el fiel, además de ser consciente de los pecados cometidos, de la contricción y de la voluntad de no recaer, confiese sus pecados. En este sentido, el Concilio de Trento declaraba que era necesario, «de derecho divino, que se confiesen todos y cada uno de los pecados mortales»» (Juan Pablo II, Motu proprio Misericordia Dei, 7 de abril de 2002). Esa obligación no es un lastre que se impone al
penitente de manera arbitraria, sino un medio de liberación para
encontrar la paz en el corazón. Si, mediante el pecado, nos
hemos alejado de nuestro Padre del Cielo, el sacramento de la
Penitencia nos permite volver a Él y echarnos en sus brazos
misericordiosos. De ese modo, la confesión es una ocasión
de reencuentros amorosos entre el hijo y su Padre. «No es el
pecador quien se vuelve hacia Dios para pedirle perdón, sino que
es Dios quien corre tras el pecador y quien le hace regresar a
Él» –decía el santo Cura de Ars. Y el
mismo santo añadía lo siguiente: «Para recibir el
sacramento de la Penitencia son necesarias tres cosas: la Fe que nos
descubre a Dios presente en el sacerdote, la esperanza que nos hace
creer que Dios nos concederá la gracia del perdón, y la
Caridad que nos mueve a amar a Dios y que introduce en el
corazón el remordimiento de haberlo ofendido». Benita anima también a los confesores a que adviertan a los penitentes de que no deben acercarse a la Sagrada Comunión sino después de una buena confesión, preparada mediante un examen de conciencia a la luz de los diez Mandamientos y del Sermón de la Montaña. En efecto, «quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave no debe recibir el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, incluso si experimenta una gran contricción» (cf. CEC 1457). La tarea de Benita no resulta fácil, ya que la Virgen le pide que amoneste a las mujeres y a las muchachas de vida escandalosa, que llegan incluso hasta el infanticidio; a los gentilhombres injustos o perversos, a los sacerdotes y religiosos infieles a sus compromisos sagrados. Pero la vidente lo lleva a cabo perfectamente: anima a los penitentes y advierte a quienes no se atreven a confesar los pecados, orientándolos hacia un confesor adecuado. «Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador» (CEC 1465). Benita se sacrifica sobre todo por los pecadores, rezando mientras se confiesan, y para reparar sus pecados y conseguir gracias para ellos, se entrega a severas penitencias, hasta el punto de comprometer su salud. Un tiempo propicio para reconciliarse Sin embargo, no todos ven con buenos ojos los
acontecimientos
de Laus; algunos llegan incluso a atribuir las apariciones al demonio.
Por lo tanto, se hace necesaria una nueva investigación
diocesana, que acaba por convencer al nuevo vicario general, Juan
Javelly, de la autenticidad de las apariciones. A aquellos que se
quejan de que todo el mundo se va a Laus, éste les responde:
«No es Benita la que hace que se pierda la devoción (es
decir, la práctica religiosa) de nuestra iglesia, sino que la
causa son nuestros pecados: hemos puesto tan poco entusiasmo y cuidado
en mantenerla que la devoción se ha trasladado al otro extremo
de la diócesis. Lejos de retirarla, ni de hacerle nada a esa buena muchacha, cuya virtud conozco, lo que debemos hacer es tener cuidado de que la devoción no desaparezca (de la diócesis de Embrun), y colaborar con ella para que se conserve allí, no sea que la perdamos del todo». Tanto en sus oraciones como en su apostolado, Benita es aconsejada sin cesar por Nuestra Señora: «¡Ánimo, hija mía! Ten paciencia... cumple de buena gana tu tarea... no sientas ningún rencor hacia los enemigos de Laus». También su ángel de la guarda la instruye: «Cuando estamos alegres, todo lo que hacemos resulta agradable a Dios, pero cuando nos enfadamos, nada de lo que hacemos le complace». Entre 1669 y 1679, Benita es favorecida con cinco apariciones de Cristo, que se le revela en un estado de sufrimiento. Un viernes de julio de 1673, el Salvador, ensangrentado, le dice: «Hija mía, me muestro en este estado para que participes de los dolores de mi Pasión». El Señor Jesús quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. CEC 618). San Pedro nos advierte: Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas (1 P 2, 21). El tiempo de la Pasión nos recuerda que son nuestros pecados los que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la Cruz. «Sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia (Hb 6, 6)» (CEC 598). Pero, con su muerte, Cristo nos libra del pecado, y con su Resurrección nos da acceso a una vida nueva. Así, la Pascua es un tiempo propicio para recibir el sacramento de la Penitencia y reconciliarse con Dios. «Ella es la causa de que pierda tantas almas» A partir de 1684, el lugar de peregrinación de
Laus se
encuentra en su máximo apogeo. Las tropas que se hallan en la
guarnición de Gap, se dirigen en masa a Laus. Los soldados,
afectados por la gracia, se confiesan, cambian de vida y se convierten
en mensajeros de Laus, en toda Francia pero también en el
extranjero. Pero después de aquel tiempo de éxito le
sucede otro de tribulaciones y de oscuridad. Benita padece fuertes
tentaciones contra la confianza en Dios y la castidad; el demonio la
ataca incluso físicamente, pero ella, refugiándose en la
oración, consigue resistir. El espíritu infernal revela
en una ocasión el motivo de sus ataques, exclamando: «Ella
es la causa de que pierda tantas almas». A finales de julio de 1692, Benita y los sacerdotes de Laus se ven obligados a refugiarse en Marsella para huir de la invasión de las tropas del duque de Saboya, que devastan la región de Gap. La paz civil acaba restableciéndose, pero Benita continúa sufriendo tribulaciones purificadoras. Efectivamente, pues el sucesor del padre Javelly, adversario de la peregrinación de Laus, nombra dos nuevos responsables del santuario que manifiestan poco entusiasmo por el cuidado de las almas, haciendo además circular en cadena que Laus no es más que un engaño. A partir de 1700, le prohíben a la pastora que hable a los peregrinos, y su reputación es amenazada. Sin embargo, Benita no carece de consuelo, pues recibe con frecuencia la visita de la Virgen y de su ángel, quienes la reconfortan. Finalmente, en 1711, el lugar de peregrinación es confiado a una nueva comunidad, la de los «Padres gardistas», quienes se revelan como hombres de oración que inculcan a los peregrinos de Laus la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y el recurso a María, refugio de los pecadores. Después de veinte años de calvario, Benita
puede
de nuevo ejercer su misión en paz, de tal modo que una multitud
de peregrinos acude a ella. Pero tantas austeridades y tribulaciones
han conseguido vencer su salud. Tras guardar cama durante un mes,
recibe el santo viático el día de Navidad de 1718. Tres
días más tarde, se confiesa y recibe con gran consuelo la
Extremaunción. Hacia las ocho de la noche, Benita se despide de
los que la rodean y, luego, tras besar un crucifijo y con la vista
mirando al cielo, fallece en paz y va a reunirse en el Cielo con su
Esposo Jesús y su Santísima Madre María. El proceso de beatificación de la Sierva de Dios Benita Rencurel, introducido en 1871, ha sido reanudado recientemente por la diócesis de Gap. Tras haber sido administrado sucesivamente por los Padres gardistas, las Oblatas de María Inmaculada y las Misioneras de Nuestra Señora de Laus, el Santuario está hoy a cargo del clero diocesano, con la asistencia de una comunidad de Hermanos de San Juan. El santuario de Laus es un centro espiritual que, fiel a su misión, acoge a peregrinos que acuden a ponerse bajo la protección maternal de María para recibir el sacramento del perdón. Pidamos a la Madre de Misericordia que renueve en los cristianos la estima y la frecuentación de este sacramento, que es un medio privilegiado, instituido por el propio Salvador, para recuperar la gracia de Dios y la paz del alma. Dom
Antoine Marie osb
Publicada
con licencia expresa por escrito, para La Capilla De Oración
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