XXV
Jesús
sobre el Gólgota - Sexta y séptima caídas
Se pusieron en marcha. Jesús, doblado bajo su
carga y bajo los golpes de los verdugos, subió con mucho trabajo
el rudo camino que se dirigía al norte, entre las murallas de la
ciudad y el monte Calvario. En el sitio en donde el camino tuerce al
mediodía se cayó por sexta vez y esta caída fue
muy dolorosa. Los malos tratamientos que aquí le dieron llegaron
a su colmo. El Salvador llegó a la roca del Calvario, donde
cayó por séptima vez. Simón Cirineo, maltratado
también y agobiado por el cansancio, estaba lleno de
indignación: hubiera querido aliviar todavía a
Jesús, pero los alguaciles lo echaron, llenándole de
injurias. Se reunió poco después a los discípulos.
Echaron también a toda la gente que había venido por mera
curiosidad.
Los fariseos a caballo habían seguido caminos cómodos,
situados al lado occidental del Calvario. El llano que hay en la
elevación, el sitio del suplicio, es de forma circular y
está rodeado de un
terraplén cortado por cinco caminos. Estos cinco caminos se
hallan
en muchos sitios del país, en los cuales se baña, se
bautiza,
en la piscina de Betseda: muchos pueblos tienen también cinco
puertas.
Hay en esto una profunda significación profética, a causa
de
la abertura de los cinco medios de salvación en las cinco llagas
del
Salvador. Los fariseos a caballo se pararon delante de la llanura al
lado
occidental, donde la cuesta es suave: el lado por donde conducen a los
condenados,
es áspero y rápido. Cien soldados romanos se hallaban
alrededor
del llano. Mucha gente, la mayor parte de baja clase, extranjeros,
esclavos,
paganos, sobre todo mujeres, rodeaban el llano y las alturas
circunvecinas,
no temiendo contaminarse.
Eran las doce menos cuarto cuando el Señor dio la última
caída y echaron a Simón. Los alguaciles insultando a
Jesús,
le decían: "Rey de los judíos, vamos a componer tu
trono".
Pero Él mismo se acostó sobre la Cruz y lo extendieron
para
tomar su medida; en seguida lo condujeron setenta pasos al norte, a una
especie
de hoyo abierto en la roca, que parecía una cisterna: lo
empujaron
tan brutalmente, que se hubiera roto las rodillas contra la piedra, si
los
ángeles no lo hubiesen socorrido. Le oí gemir de un modo
que
partía el corazón. Cerraron la entrada y dejaron
centinelas.
Entonces comenzaron sus preparativos. En medio del llano circular
estaba
el punto más elevado de la roca del Calvario; era una eminencia
redonda,
de dos pies de altura, a la cual se subía por escalones.
Abrieron
en ella tres hoyos, adonde debían plantarse las tres cruces, e
hicieron
otros preparativos para la crucifixión.
XXVI
María
y las santas mujeres van al Calvario
La
Virgen, después de su doloroso encuentro con Jesús,
habíase retirado a una casa vecina; pero su amor maternal y el
deseo ardiente de estar
con su Hijo crecía cada instante. Se fue a casa de
Lázaro, donde
estaban las otras santas mujeres y diecisiete de ellas se juntaron con
Ella
para seguir el camino de la Pasión. Las vi cubiertas con sus
velos
ir a la plaza sin hacer caso de las injurias del pueblo, besar el suelo
en
donde Jesús había cargado con la Cruz y así seguir
adelante
por todo el camino que había llevado. María buscaba los
vestigios
de sus pasos y mostraba a sus compañeras los sitios consagrados
por
alguna circunstancia dolorosa. De este modo la devoción
más
tierna de la Iglesia fue escrita por la primera vez en el
corazón maternal
de María con la espada que predijo el viejo Simeón.
Pasó
de Ella a sus compañeras y de éstas hasta nosotros.
Estas santas mujeres entraron en casa de Verónica, porque
Pilatos volvía por la misma calle con su escolta, examinaron
llorando la cara de Jesús estampada en el sudario y admiraron la
gracia que había hecho a esta santa mujer. En seguida se
dirigieron todas juntas hacia el Gólgota.
Subieron al Calvario por el lado occidental, por donde la subida es
más
cómoda. La Madre de Jesús, su sobrina María, hija
de
Cleofás, Salomé y Juan, se acercaron hasta el llano
circular;
Marta, María Helí, Verónica, Juana Chusa, Susana y
María,
madre de Marcos, se detuvieron a cierta distancia con Magdalena, que
estaba
como fuera de sí. Más lejos estaban otras siete y algunas
personas
compasivas que establecían las comunicaciones de un grupo al
otro.
¡Qué espectáculo para María el ver este
sitio del suplicio, los clavos, los martillos, las cuerdas, la terrible
Cruz,
los verdugos empeñados en hacer los preparativos para la
crucifixión! La ausencia de Jesús prolongaba su martirio:
sabía que estaba todavía vivo, deseaba verlo y temblaba
al pensar en los tormentos
a que lo vería expuesto. Desde por la mañana hasta las
diez
hubo granizo por intervalos, mas a las doce una niebla encarnada
oscureció el sol.
CRUCIFIXIÓN
XXVII
Jesús
despojado de sus vestiduras y clavado en la Cruz
Cuatro
alguaciles fueron a sacar a Jesús del sitio en donde le
habían encerrado. Le dieron golpes llenándole de ultrajes
en estos últimos pasos que le quedaban por andar y
arrastráronle sobre la elevación. Cuando las santas
mujeres vieron al Salvador dieron dinero a un hombre para que le
procurase el permiso de dar a Jesús el vino aromatizado de
Verónica. Mas los alguaciles las engañaron y se quedaron
con el vino, ofreciendo al Señor una mezcla de vino y mirra.
Jesús mojó sus labios, pero no bebió. En seguida
los alguaciles quitaron a Nuestro Señor su capa y como no
podían sacarle la túnica sin costuras que su Madre le
había hecho, a causa de la corona de espinas,
arrancaron con violencia esta corona de la cabeza, abriendo todas sus
heridas.
No le quedaba más que un lienzo alrededor de los riñones.
El
Hijo del hombre estaba temblando, cubierto de llagas y despedazados sus
hombros
hasta los huesos. Habiéndole hecho sentar sobre una piedra le
pusieron
la corona sobre la cabeza y le presentaron un vaso con hiel y vinagre;
mas
Jesús volvió la cabeza sin decir palabra.
Después
que los alguaciles extendieron al Divino Salvador sobre la Cruz y
habiendo estirado su brazo derecho sobre el brazo derecho de la Cruz,
lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre su pecho
sagrado, otro le abrió la mano, y el tercero apoyó sobre
la carne un clavo grueso y largo, y lo clavó con un martillo de
hierro. Un gemido dulce y claro salió del pecho de Jesús
y su sangre saltó sobre los brazos de sus verdugos. Los clavos
era muy largos, la cabeza chata y del diámetro de una moneda
mediana, tenían tres esquinas y eran del grueso de un dedo
pulgar a la cabeza: la punta salía detrás de la Cruz.
Habiendo clavado la mano derecha del Salvador, los verdugos vieron que
la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto;
entonces ataron una cuerda a su brazo izquierdo y tiraron de él
con toda su fuerza, hasta que la mano llegó al agujero. Esta
dislocación violenta de sus brazos lo atormentó
horriblemente, su pecho se levantaba y sus rodillas se estiraban. Se
arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo, le ataron el brazo para hundir
el segundo clavo en la mano izquierda; otra vez se oían los
quejidos del Señor en medio de los martillazos. Los brazos de
Jesús quedaban extendidos horizontalmente, de modo que no
cubrían los brazos de la Cruz.
La Virgen Santísima sentía todos los dolores de su Hijo:
Estaba cubierta de una palidez mortal y exhalaba gemidos de su pecho.
Los
fariseos la llenaban de insultos y de burlas. Habían clavado a
la
Cruz un pedazo de madera para sostener los pies de Jesús, a fin
de
que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos y para que los
huesos
de los pies no se rompieran cuando los clavaran. Ya se había
hecho
el clavo que debía traspasar los pies y una excavación
para
los talones. El cuerpo de Jesús se hallaba contraído a
causa
de la violenta extensión de los brazos. Los verdugos extendieron
también sus rodillas atándolas con cuerdas; pero como los
pies no llegaban al pedazo de madera, puesto para sostenerlos, unos
querían
taladrar nuevos agujeros para los clavos de las manos; otros vomitando
imprecaciones
contra el Hijo de Dios, decían: "No quiere estirarse, pero vamos
a ayudarle". En seguida ataron cuerdas a su pierna derecha, y lo
tendieron
violentamente, hasta que el pie llegó al pedazo de madera. Fue
una
dislocación tan horrible, que se oyó crujir el pecho de
Jesús,
quien, sumergido en un mar de dolores, exclamó: "¡Oh Dios
mío!
¡Oh Dios mío!".
Después ataron el pie izquierdo sobre el derecho y
habiéndolo abierto con una especie de taladro, tomaron un clavo
de mayor dimensión para atravesar sus sagrados pies. Esta
operación fue la más dolorosa de todas. Conté
hasta treinta martillazos. Los gemidos de Jesús eran una
continua oración, que contenía ciertos pasajes de los
salmos que se estaban cumpliendo en aquellos momentos. Durante toda su
larga Pasión el divino Redentor no ha cesado de orar. He
oído y repetido con Él estos pasajes y los recuerdo
algunas
veces al rezar los salmos; pero actualmente estoy tan abatida de dolor,
que no puedo coordinarlos. El jefe de la tropa romana había
hecho
clavar encima de la Cruz la inscripción de Pilatos. Como los
romanos
se burlaban del título de Rey de los judíos, algunos
fariseos
volvieron a la ciudad para pedir a Pilatos otra inscripción.
Eran
las doce y cuarto cuando Jesús fue crucificado y en el mismo
momento
en que elevaban la Cruz, el templo resonaba con el ruido de las
trompetas
que celebraban la inmolación del cordero pascual.
XXVIII
Exaltación
de la Cruz
Los verdugos, habiendo crucificado a
Nuestro
Señor, alzaron la Cruz dejándola caer con todo su peso en
el hueco de una peña con un estremecimiento espantoso.
Jesús dio un grito doloroso, sus heridas se abrieron, su sangre
corrió abundantemente. Los verdugos, para asegurar
la Cruz, la alzaron nuevamente, clavando cinco cuñas a su
alrededor.
Fue un espectáculo horrible y doloroso el ver, en medio de los
gritos
e insultos de los verdugos, la Cruz vacilar un instante sobre su base y
hundirse temblando en la tierra; mas también se elevaron hacia
ella
voces piadosas y compasivas. Las voces más santas del mundo, las
de
las santas mujeres y de todos aquellos que tenían el
corazón puro, saludaron con acento doloroso al Verbo humanado
elevado sobre la Cruz. Sus manos vacilantes se elevaron para
socorrerlo; pero cuando la Cruz se hundió
en el hoyo de la roca con grande estruendo, hubo un momento de silencio
solemne;
todo el mundo parecía penetrado de una sensación nueva y
desconocida
hasta entonces. El infierno mismo se estremeció de terror al
sentir
el golpe de la Cruz que se hundió y redobló sus esfuerzos
contra
ella. Las almas encerradas en el limbo lo oyeron con una alegría
llena
de esperanza: para ellas era el anuncio del Triunfador que se acercaba
a
las puertas de la Redención. La sagrada Cruz se elevaba por
primera
vez en medio de la tierra, cual otro árbol de vida en el
Paraíso, y de las llagas de Jesús salían cuatro
arroyos sagrados para fertilizar la tierra y hacer de ella el nuevo
Paraíso. El sitio donde estaba clavada la Cruz era más
elevado que el terreno circunvecino; los pies del Salvador bastante
bajos para que sus amigos pudieran besarlos. El rostro del Señor
miraba al noroeste.
XXIX
Crucifixión
de los ladrones
Mientras
crucificaban a Jesús, los dos ladrones estaban tendidos de
espaldas a poca distancia de los guardas que lo vigilaban. Los acusaban
de haber asesinado a una mujer con sus hijos, en el camino de
Jerusalén a Jopé. Habían estado mucho tiempo en la
cárcel antes de su condenación. El ladrón de la
izquierda tenía más edad, era un gran criminal, el
maestro y el corruptor del otro; los llamaban ordinariamente Dimas y
Gesmas. Formaban parte de una compañía de ladrones
de la frontera de Egipto, los cuales en años anteriores,
habían hospedado una noche a la Sagrada Familia, en la huida a
Egipto.
Dimas era aquel niño leproso, que en aquella ocasión fue
lavado en el agua que había servido de baño al
niño
Jesús, curando milagrosamente su enfermedad. Los cuidados de su
madre
para con la Sagrada Familia fueron recompensados con este milagro.
Dimas
no conocía a Jesús; pero como su corazón no era
malo,
se conmovía al ver su paciencia más que humana.
Entretanto los verdugos ya habían plantado la Cruz del Salvador
y se daban prisa para crucificar a los dos ladrones; pues el sol se
oscurecía ya y en toda la naturaleza había un movimiento
como cuando se acerca una tormenta. Arrimaron escaleras a las dos
cruces ya plantadas y clavaron las piezas transversales. Sujetados los
brazos de los ladrones a los de
las cruces, les ataron los puños, las rodillas y los pies,
apretando
las cuerdas con tal vehemencia que se dislocaron las coyunturas. Dieron
gritos terribles y el buen ladrón dijo cuando lo subían:
"Si
nos hubieseis tratado como al pobre Galileo, no tendríais el
trabajo
de levantarnos así en el aire".
Mientras tanto los ejecutores habían hecho partes de los
vestidos de Jesús para repartírselos. No pudiendo saber a
quién le tocaría su túnica inconsútil
trajeron una mesa con números, sacaron unos dados que
tenían figura de habas y la sortearon. Pero un criado de
Nicodemus y de José de Arimatea vino
a decirles que hallarían compradores de los vestidos de
Jesús; consintieron en venderlos y así conservaron los
cristianos estos
preciosos despojos.
XXX
Jesús
crucificado y los dos ladrones
Los
verdugos,
habiendo plantado las cruces de los ladrones, aplicaron escaleras a la
Cruz
del Salvador, para cortar las cuerdas que tenían atado su
Sagrado
Cuerpo. La sangre, cuya circulación había sido
interceptada por la posición horizontal y compresión de
los cordeles, corrió con ímpetu de las heridas y fue tal
el padecimiento, que Jesús inclinó la cabeza sobre su
pecho y se quedó como muerto durante unos siete minutos.
Entonces hubo un rato de silencio: se oía otra vez el sonido de
las trompetas del templo de Jerusalén. Jesús tenía
el pecho ancho, los brazos robustos; sus manos bellas y, sin ser
delicadas, no se parecían a las de un hombre que las emplea en
penosos trabajos. Su cabeza era de una hermosa proporción, su
frente alta y ancha; su cara formaba un lindo óvalo; sus
cabellos, de un color de cobre oscuro, no eran muy espesos. Entre las
cruces de los ladrones y la de Jesús había bastante
espacio para que un hombre a caballo pudiese pasar. Los dos ladrones
sobre sus cruces ofrecían un espectáculo muy repugnante y
terrible, especialmente el de la izquierda, que no cesaba de proferir
injurias y blasfemias contra el Hijo de Dios.
XXXI
Primera
palabra de Jesús en la Cruz
Acabada
la crucifixión de los ladrones, los verdugos se retiraron y los
cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta, bajo el
mando de Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después
con el nombre de Ctesifón; el segundo jefe se llamaba Casio y
recibió después el nombre de Longinos. En estos momentos
llegaron doce fariseos, doce saduceos, doce escribas y algunos
ancianos, que habían pedido inútilmente a Pilatos que
mudase la inscripción de la Cruz y cuya rabia se había
aumentado por la negativa del gobernador. Pasando por delante de
Jesús, menearon desdeñosamente la cabeza, diciendo:
"¡Y bien, embustero; destruye el templo y levántalo en
tres días! - ¡Ha salvado a otros y no se puede salvar a
sí mismo! - ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la Cruz! –
Si es el Rey de Israel, que baje de la Cruz, y
creeremos en Él". Los soldados se burlaban también de
Él.
Cuando Jesús se desmayó, Gesmas, el ladrón de la
izquierda, dijo: "Su demonio lo ha abandonado". Entonces un soldado
puso en la punta de un palo una esponja con vinagre, y la arrimó
a los labios de Jesús, que pareció probarlo. El soldado
le dijo: "Si eres el Rey de los judíos, sálvate tú
mismo". Todo esto pasó mientras que la primera tropa dejaba el
puesto a la de Abenadar. Jesús levantó un
poco la cabeza, y dijo: "¡Padre mío, perdónalos,
pues
no saben lo que hacen!". Gesmas gritó: "Si tú eres
Cristo, sálvate y sálvanos".
Dimas, el buen ladrón, estaba conmovido al ver que Jesús
pedía por sus enemigos. La Santísima Virgen, al
oír
la voz de su Hijo, se precipitó hacia la Cruz con Juan,
Salomé
y María Cleofás. El centurión no los
rechazó.
Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la
oración
de Jesús, una iluminación interior: reconoció que
Jesús
y su Madre le habían curado en su niñez y dijo en voz
distinta
y fuerte: "¿Cómo podéis injuriarlo cuando pide por
vosotros?
Se ha callado, ha sufrido paciente todas vuestras afrentas, es un
Profeta,
es nuestro Rey, es el Hijo de Dios". Al oír esta
reprensión
de la boca de un miserable asesino sobre la Cruz, se elevó un
gran
tumulto en medio de los circunstantes: tomaron piedras para
tirárselas;
mas el centurión Abenadar no lo permitió.
Mientras tanto la Virgen se sintió fortificada con la
oración de su Hijo y Dimas dijo a su compañero, que
continuaba injuriándolo: "¿No tienes temor de Dios,
tú que estás condenado al mismo suplicio? Nosostros lo
merecemos justamente, recibimos el castigo
de nuestros crímenes; pero éste no ha hecho ningún
mal. Piensa en tu última hora y conviértete". Estaba
iluminado
y tocado: confesó sus culpas a Jesús, diciendo:
"Señor, si me condenáis, será con justicia; pero
tened misericordia de mí". Jesús le dijo: "Tú
sentirás mi Misericordia". Dimas recibió en este momento
la gracia de un profundo arrepentimiento. Todo lo que acabo de contar
sucedió entre las doce y las doce y media y pocos minutos
después de la Exaltación de la Cruz; pero
pronto hubo un gran cambio en el alma de los espectadores, a causa de
la
mudanza de la naturaleza.
XXXII
Eclipse
de sol – Segunda y tercera palabras de Jesús
Cuando Pilatos pronunció
la inicua sentencia, cayó un poco
de granizo; después el Cielo se aclaró hasta las doce, en
que vino una niebla colorada que oscureció el sol: a la sexta
hora,
según el modo de contar de los judíos, que corresponde a
las
doce y media, hubo un eclipse milagroso del sol. Yo vi cómo
sucedió,
mas no encuentro palabras para expresarlo. Primero fui transportada
como
fuera de la tierra: veía las divisiones del cielo y el camino de
los
astros, que se Cruzaban de un modo maravilloso; vi la luna a un lado de
la
tierra, huyendo con rapidez, como un globo de fuego. En seguida me
hallé
en Jerusalén y vi otra vez la luna aparecer llena y
pálida
sobre el monte de los Olivos; vino del Oriente con gran rapidez y se
puso
delante del sol oscurecido con la niebla. Al lado occidental del sol vi
un
cuerpo oscuro que parecía una montaña y que lo
cubrió
enteramente. El disco de este cuerpo era de un amarillo oscuro y estaba
rodeado
de un círculo de fuego, semejante a un anillo de hierro hecho
ascua.
El cielo se oscureció y las estrellas aparecieron despidiendo
una
luz ensangrentada.
Un terror general se apoderó de los hombres y de los animales:
los que injuriaban a Jesús bajaron la voz. Muchos se daban
golpes de
pecho, diciendo: "¡Que la sangre caiga sobre sus verdugos!".
Otros
de cerca y de lejos, se arrodillaron pidiendo perdón y
Jesús,
en medio de sus dolores, volvió los ojos hacia ellos. Las
tinieblas
se aumentaban y la Cruz fue abandonada de todos, excepto de
María
y de los caros amigos del Salvador. Dimas levantó la cabeza
hacia
Jesús, y con una humilde esperanza, le dijo:
"¡Señor,
acordaos de mí cuando estéis en vuestro reino!".
Jesús
le respondió: "En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo
en
el Paraíso".
María pedía interiormente que Jesús la dejara
morir con Él. El Salvador la miró con una ternura
inefable y volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María: "Mujer,
este es tu hijo". Después dijo a Juan: "Esta es tu Madre". Juan
besó respetuosamente el pie
de la Cruz del Redentor. La Virgen Santísima se sintió
acabada de dolor, pensando que el momento se acercaba en que su Divino
Hijo debía separarse de ella. No sé si Jesús
pronunció expresamente todas estas palabras; pero yo
sentí interiormente que daba a María por Madre a Juan y a
Juan por hijo a María.
En tales visiones se perciben muchas cosas y con gran claridad que no
se hallan escritas en los Santos Evangelios. Entonces no parece
extraño que Jesús, dirigiéndose a la Virgen, no la
llame Madre mía, sino Mujer; porque aparece como la mujer por
excelencia, que debe pisar la cabeza de la serpiente, sobre todo, en
este momento en el que se cumple esta promesa por la muerte de su Hijo.
También se comprende muy claramente que, dándola por
Madre a Juan, la da por Madre a todos los que creen en su nombre y se
hacen hijos de Dios. Se comprende también que la más
pura, la más humilde, la más obediente de las mujeres,
que habiendo dicho al ángel: "Ved aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra", se
hizo Madre del Verbo hecho hombre: oyendo la voz de su Hijo moribundo
obedece y consiente en ser la Madre espiritual de otro hijo, repitiendo
en su corazón estas mismas palabras con una humilde obediencia y
adopta por hijos suyos a todos los
hijos de Dios, a todos los hermanos de Jesucristo. Es más
fácil sentir todo esto por la gracia de Dios, que expresarlo con
palabras y entonces me acuerdo de lo que me había dicho una vez
el Padre Celestial: "Todo está revelado a los hijos de la
Iglesia que creen, que esperan y que aman".
XXXIII
Estado
de la ciudad y del templo - Cuarta y quinta
palabra
de Jesús
Era
poco
más o menos la una y media; fui transportada a la ciudad para
ver
lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de
inquietud; las
calles estaban oscurecidas por una niebla espesa; los hombres, tendidos
por
el suelo con la cabeza cubierta; unos se daban golpes de pecho, y otros
subían
a los tejados, mirando al cielo y se lamentaban. Los animales aullaban
y
se escondían; las aves volaban bajo y se caían. Pilatos
mandó
venir a su palacio a los judíos más ancianos y les
preguntó
qué significaban aquellas tinieblas; les dijo que él las
miraba
como un signo espantoso, que su Dios estaba irritado contra ellos,
porque
habían perseguido de muerte al Galileo, que era ciertamente su
Profeta
y su Rey; que él se había lavado las manos; que era
inocente
de esa muerte; mas ellos persistieron en su endurecimiento, atribuyendo
todo
lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural. Sin
embargo,
mucha gente se convirtió y todos aquellos soldados que
presenciaron
la prisión de Jesús en el monte de los Olivos, que
entonces
cayeron y se levantaron.
La multitud se reunía delante de la casa de Pilatos y en el
mismo sitio en que por la mañana habían gritado:
"¡Que muera! ¡que sea crucificado!", ahora gritaba:
"¡Muera el juez inicuo! ¡que su sangre recaiga sobre sus
verdugos!". El terror y la angustia llegaban a su como en el templo. Se
ocupaban en la inmolación del
cordero pascual, cuando de pronto anocheció. Los
príncipes
de los sacerdotes se esforzaron en mantener el orden y la tranquilidad,
encendieron
todas las lámparas; pero el desorden aumentaba cada vez
más.
Yo vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro
para
esconderse.
Cuando me encaminé para salir de la ciudad, los enrejados de las
ventanas temblaban y sin embargo no había tormenta. Entretanto
la tranquilidad
reinaba alrededor de la Cruz. El Salvador estaba absorto en el
sentimiento
de un profundo abandono; se dirigió a su Padre Celestial,
pidiéndole
con amor por sus enemigos. Sufría todo lo que sufre un hombre
afligido,
lleno de angustias, abandonado de toda consolación divina y
humana,
cuando la fe, la esperanza y la caridad se hallan privadas de toda luz
y
de toda asistencia sensible en el desierto de la tentación y a
solas
en medio de un padecimiento infinito. Este dolor no se puede expresar.
Entonces
fue cuando Jesús nos alcanzó la fuerza de resistir a los
mayores
terrores del abandono, cuando todas las afecciones que nos unen a este
mundo
y a esta vida terrestre se rompen y que, al mismo tiempo, el
sentimiento
de la otra vida se oscurece y se apaga: nosotros no podemos salir
victoriosos
de esta prueba sino uniendo nuestro abandono a los méritos del
suyo
sobre la Cruz. Jesús ofreció por nosotros su
misericordia, su pobreza, sus padecimientos y su abandono: por eso el
hombre, unido a
Él en el seno de la Iglesia, no debe desesperar en la hora
suprema,
cuando todo se oscurece, cuando toda luz y toda consolación
desaparecen.
Jesús hizo su testamento delante de Dios y dio todos sus
méritos
a la Iglesia y a los pecadores. No olvidó a nadie; pidió
aún
por esos herejes que dicen que Jesús, siendo Dios, no
sintió
los dolores de su Pasión; y que no sufrió lo que hubiera
padecido
un hombre en el mismo caso. En su dolor nos mostró su abandono
con
un grito, y permitió a todos los afligidos que reconocen a Dios
por
su Padre un quejido filial y de confianza.
A las tres, Jesús gritó en alta voz: "¡Eli, Eli,
lamma sabactani!". Lo que significa: "¡Dios mío!
¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?". El
grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio
que reinaba alrededor de la Cruz: los fariseos se volvieron hacia
Él y uno de ellos le dijo: "Llama
a Elías". Otro dijo: "Veremos si Elías vendrá a
socorrerlo". Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada
pudo detenerla. Vino al pie de la Cruz con Juan, María, hija de
Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba
y gemía, un grupo de
treinta hombres de la Judea y de los contornos de Jopé pasaban
por
allí para ir a la fiesta y cuando vieron a Jesús
crucificado y los signos amenazadores que presentaba la naturaleza,
exclamaron llenos de horror: "¡Mal halla esta ciudad! Si el
templo de Dios no estuviera en ella, merecería que la quemasen
por haber tomado sobre sí tal iniquidad". Estas palabras fueron
como un punto de apoyo para el pueblo y todos los que tenían los
mismos sentimientos se reunían.
Los circunstantes se dividieron en dos partidos: los unos lloraban y
murmuraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones. Sin
embargo, los fariseos ya no ostentaban la misma arrogancia que antes y
más bien, temiendo una insurrección popular, se
entendieron con el centurión Abenadar. Dieron órdenes
para cerrar la puerta más cercana de la ciudad y cortar toda
comunicación. Al mismo tiempo enviaron un expreso a
Pilatos y Herodes, para pedir al primero quinientos hombres y al
segundo,
sus guardias para impedir una insurrección. Mientras tanto, el
centurión Abenadar mantenía el orden e impedía los
insultos contra Jesús, para no irritar al pueblo. Poco
después de las tres, paulatinamente desaparecieron las
tinieblas. Los enemigos de Jesús recobraron su
arrogancia conforme la luz volvía. Entonces fue cuando dijeron:
"¡Llama a Elías!".
Por
la
pérdida de sangre el sagrado cuerpo de Jesús estaba
pálido y sintiendo una sed abrasadora, dijo: "Tengo sed". Uno de
los soldados mojó una esponja en vinagre y habiéndola
rociado de hiel, la puso en la punta de su lanza para presentarla a la
boca del Señor. De estas palabras que dijo recuerdo solamente
las siguientes: "Cuando mi voz no se oiga más, la boca de los
muertos hablará". Entonces algunos gritaron: "Blasfema
todavía". Mas Abenadar les mandó estarse quietos.
MUERTE Y SEPULTURA DE JESÚS
XXXIV
Sexta
y séptima palabras. Muerte de Jesús
La hora
del Señor había llegado: un sudor frío
corrió
sus miembros, Juan limpiaba los pies de Jesús con su sudario.
Magdalena, partida de dolor, se apoyaba detrás de la Cruz. La
Virgen Santísima de pie entre Jesús y el buen
ladrón, miraba el rostro de su Hijo moribundo. Entonces
Jesús dijo: "¡Todo está consumado!". Después
alzó la cabeza y gritó en alta voz: "Padre
mío, en tus manos encomiendo mi espíritu". Fue un grito
dulce
y fuerte, que penetró el cielo y la tierra: enseguida
inclinó
la cabeza y rindió el espíritu.
Juan
y las santas mujeres cayeron de cara sobre el suelo. El
centurión Abenadar tenía los ojos fijos en la cara
ensangrentada de Jesús, sintiendo una emoción muy
profunda. Cuando el Señor murió, la tierra tembló,
abriéndose el peñasco entre la Cruz de Jesús y la
del mal ladrón. El último grito del Redentor hizo temblar
a todos los que le oyeron. Entonces fue cuando la gracia iluminó
a Abenadar. Su corazón, orgulloso y duro, se partió como
la roca del Calvario; tiró su lanza, se dio golpes en el pecho
gritando con el acento de un hombre nuevo: "¡Bendito sea el Dios
Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; éste era
justo; es verdaderamente el Hijo de Dios!". Muchos soldados, pasmados
al oír las palabras de su jefe, hicieron como él.
Abenadar, convertido del todo, habiendo rendido homenaje al Hijo de
Dios, no quería estar más al servicio de sus enemigos.
Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, quien
tomó el mando y habiendo dirigido algunas palabras a los
soldados, se fue en busca de los discípulos del Señor,
que se mantenían ocultos en las grutas de Hinnón. Les
anunció la muerte del Salvador y se volvió a la ciudad a
casa de Pilatos.
Cuando Abenadar dio testimonio de la divinidad de Jesús, muchos
soldados hicieron como él: lo mismo hicieron algunos de los que
estaban
presentes y aún algunos fariseos de los que habían venido
últimamente. Mucha gente se volvía a su casa
dándose
golpes de pecho y llorando. Otros rasgaron sus vestidos y se cubrieron
con
tierra la cabeza. Era poco más de las tres cuando Jesús
rindió
el último suspiro. Los soldados romanos vinieron a guardar la
puerta
de la ciudad y a ocupar algunas posiciones para evitar todo movimiento
tumultuoso.
Casio y cincuenta soldados se quedaron en el Calvario.
XXXV
Temblor
de tierra – Aparición de los muertos en Jerusalén
Cuando
Jesús expiró, vi su alma rodeada de mucha luz, entrar en
la tierra, al pie de la Cruz; muchos ángeles, entre ellos
Gabriel, la acompañaron. Estos ángeles arrojaron de la
tierra al abismo una multitud de malos espíritus. Jesús
envió desde el limbo muchas almas a sus cuerpos para que
atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de Él.
En el templo, los príncipes de los sacerdotes habían
continuado el sacrificio, interrumpido por el espanto que les causaron
las tinieblas y creían triunfar con la vuelta de la luz; mas de
pronto la tierra tembló, el ruido de las paredes que se
caían y del velo del templo que se rasgaba, les infundió
un terror espantoso. Se vio de repente aparecer en el santuario al sumo
sacerdote Zacarías, muerto entre el templo y el altar,
pronunciar palabras amenazadoras; habló de la muerte del otro
Zacarías, padre de Juan Bautista, de la de
Juan Bautista y en general de la muerte de los profetas. Dos hijos del
piadoso sumo sacerdote Simón el Justo se presentaron cerca del
gran púlpito y hablaron igualmente de la muerte de los profetas
y del sacrificio que
iba a cesar. Jeremías se apareció cerca del altar y
proclamó con voz amenazadora el fin del antiguo sacrificio y el
principio del nuevo.
Estas apariciones, habiendo tenido lugar en los sitios en donde
sólo los sacerdotes podían tener conocimiento de ellas,
fueron negadas
o calladas y prohibieron hablar de ellas bajo severísimas penas.
Pero pronto se oyó un gran ruido: las puertas del santuario se
abrieron y una voz gritó: "Salgamos de aquí". Nicodemus,
José de Arimatea y otros muchos abandonaron el templo. Muertos
resucitados se
veían asimismo que andaban por el pueblo. Anás que era
uno
de los enemigos más acérrimos de Jesús, estaba
casi
loco de terror: huía de un rincón a otro, en las piezas
más retiradas del templo. Caifás quiso animarlo, pero fue
en vano: la
aparición de los muertos lo había consternado.
Dominado Caifás por el orgullo y la obstinación, aunque
sobrecogido por el terror, no dejó traslucir nada de lo que
sentía, oponiendo su férrea frente a los signos
amenazadores de la Ira Divina. No pudo, a pesar de sus esfuerzos, hacer
continuar la ceremonia. Dijo y mandó decir a los otros
sacerdotes que estos signos de la ira del cielo habían sido
ocasionados por los secuaces del Galileo, que muchas cosas
provenían de los sortilegios de ese hombre que, en su muerte
como en su vida había agitado el reposo del templo.
Mientras todo esto pasaba en el templo, el mismo sobresalto reinaba en
muchos sitios de Jerusalén. No sólo en el Templo hubo
apariciones
de muertos: también ocurrieron en la ciudad y sus alrededores.
Entraron en las casas de sus descendientes y dieron testimonio de
Jesús con palabras severas contra los que habían tomado
parte en su muerte.
Pálidos o amarillos, su voz dotada de un sonido extraño e
inaudito,
iban amortajados según la usanza del tiempo en que
vivían:
al llegar a los sitios en donde la sentencia de muerte de Jesús
fue
proclamada, se detuvieron un momento y gritaron: "¡Gloria a
Jesús
y maldición a sus verdugos!". El terror y el pánico
producidos
por estas apariciones fue grande: el pueblo se retiró por fin a
sus
moradas, siendo muy pocos los que comieron por la noche el Cordero
pascual.
XXXVI
José
de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús
Apenas
se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, el gran
consejo de los judíos pidió a Pilatos que mandara romper
las piernas a los crucificados, para que no estuvieran en la cruz el
sábado.
Pilatos dio las órdenes necesarias. En seguida José de
Arimatea
vino a verle; pues con Nicodemus habían formado el proyecto de
enterrar a Jesús en un sepulcro nuevo, que había hecho
construir a poca distancia del Calvario. Habló a Pilatos,
pidiéndole el cuerpo de Jesús. Pilatos se
extrañó que un hombre tan honorable pidiese con tanta
instancia el permiso de rendir los últimos honores al que
había hecho morir tan ignominiosamente. Hizo llamar al
centurión Abenadar, vuelto ya después de haber conversado
con los discípulos y le preguntó si el Rey de los
judíos había expirado. Abenadar le contó la muerte
del Salvador, sus últimas palabras, el temblor de tierra y la
roca abierta por el terremoto. Pilatos pareció extrañar
sólo que Jesús hubiera muerto tan pronto,
porque ordinariamente los crucificados vivían más tiempo;
pero interiormente estaba lleno de angustia y de terror por la
coincidencia
de esas señales con la muerte de Jesús. Quizá
quiso
en algo reparar su crueldad dando a José de Arimatea el permiso
de
tomar el cuerpo de Jesús. También tuvo la mira de dar un
desaire
a los sacerdotes, que hubiesen visto gustosos a Jesús enterrado
ignominiosamente
entre dos ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar
sus
órdenes, que fue Abenadar. Le vi asistir al descendimiento de la
Cruz.
XXXVII
Abertura
del costado de Jesús – Milagro de la vista de Casio
Mientras
tanto el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El
pueblo
atemorizado se había dispersado; María, Juan, Magdalena,
María
hija de Cleofás y Salomé, estaban de pie o sentadas en
frente
de la Cruz, la cabeza cubierta y llorando. Se notaban algunos soldados
recostados sobre el terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a
caballo, iba
de un lado a otro. El cielo estaba oscuro y la naturaleza
parecía
enlutada.
Pronto llegaron seis alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y barras
de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se
acercaron a
la Cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco y la Virgen
Santísima temía que ultrajasen aún el cuerpo de su
Hijo. Aplicaron las escalas a la Cruz para asegurarse de que
Jesús estaba muerto. Habiendo visto que el cuerpo estaba
frío y rígido lo dejaron y subieron a las cruces de los
ladrones. Dos alguaciles les quebraron los brazos por encima y por
debajo de los codos con sus martillos. Gesmas daba gritos horribles y
le pegaron tres golpes sobre el pecho para acabarlo de matar. Dimas
lanzó un gemido y expiró, siendo el primero de los
mortales que volvió a ver a su Redentor.
Los verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús. El
modo horrible como habían fracturado los miembros de los
ladrones hacía temblar a las santas mujeres por el cuerpo del
Salvador. Mas el subalterno Casio, hombre de veinticinco años,
cuyos ojos bizcos excitaban la
befa de sus compañeros, tuvo una inspiración
súbita.
La ferocidad bárbara de los verdugos, la angustia de las santas
mujeres
y el ardor grande que excitó en él la Divina gracia, le
hicieron
cumplir una profecía. Empuñó la lanza y dirigiendo
su
caballo hacia la elevación donde estaba la Cruz, se puso entre
la
del buen ladrón y la de Jesús. Tomó su lanza con
las
dos manos y la clavó con tanta fuerza en el costado derecho del
Señor, que la punta atravesó el corazón, un poco
más abajo
del pulmón izquierdo. Cuando la retiró salió de la
herida una cantidad de sangre y agua que llenó su cara, que fue
para él baño de salvación y de gracia. Se
apeó y de rodillas, en tierra, se dio golpes de pecho,
confesando a Jesús en alta voz. La Virgen Santísima y sus
amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos en Jesús, vieron con
inquietud la acción de ese hombre y se precipitaron hacia la
Cruz dando gritos. María cayó en los
brazos de las santas mujeres, como si la lanza hubiese atravesado su
propio
corazón, mientras Casio, de rodillas, alababa a Dios; pues los
ojos
de su cuerpo y de su alma se habían curado y abierto a la luz.
Todos estaban conmovidos profundamente a la vista de la sangre del
Salvador, que había caído en un hoyo de la peña,
al pie de la
Cruz. Casio, María, las santas mujeres y Juan recogieron la
sangre
y el agua en frascos y limpiaron el suelo con paños. Casio, que
había recobrado toda la plenitud de su vista, estaba en una
humilde contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro
que había obrado en él, se hincaron de rodillas,
dándose golpes de pecho y confesaron a Jesús. Casio,
bautizado con el nombre de Longinos, predicó la fe como
diácono y llevó siempre sangre de Jesús sorbe
sí. Esta se había secado y se halló en su
sepulcro, en Italia, en una ciudad a poca
distancia del sitio donde vivió Santa Clara. Hay un lago con una
isla
cerca de esta ciudad. El cuerpo de Longinos debe haber sido
transportado
a ella. Los alguaciles que, mientras tanto, habían recibido
orden
de Pilatos de no tocar el cuerpo de Jesús, no volvieron.
XXXVIII
El
descendimiento
En
el momento en que la Cruz se quedó sola y rodeada de algunos
guardias, vi a cinco personas que habían venido de Betania por
el valle acercarse al Calvario, elevar los ojos hacia la Cruz y
alejarse furtivamente. Creo que eran discípulos. Tres veces me
encontré en las inmediaciones a dos hombres deliberando y
consultándose. Eran José de Arimatea y Nicodemo. La
primera vez los vi en las inmediaciones de la crucifixión,
quizá cuando mandaron a comprar las vestiduras que iban a
repartirse los esbirros; otra vez, cuando, después de ver que la
muchedumbre se dispersaba fueron al sepulcro a preparar algunas cosas.
La tercera fue cuando volvían a la Cruz mirando a todas partes,
como si esperasen una ocasión favorable. Entonces quedaron de
acuerdo en como bajarían el Cuerpo del Salvador de la Cruz y se
volvieron a la ciudad.
Su siguiente paso fue ocuparse de transportar los objetos necesarios
para embalsamar el Cuerpo del Señor. Sus criados cogieron
algunos instrumentos para desenclavarlo de la Cruz. Nicodemo
había comprado cien libras de raíces, que
equivalían a treinta y siete libras de nuestro peso, como me han
explicado. Sus servidores llevaban una parte de esos aromas en
pequeños recipientes hechos de corcho colgados del cuello sobre
el pecho. En uno de esos corchos había unos polvos y llevaban
también algunos paquetes de hierbas en sacos de pergamino o de
piel. José tomó consigo además una caja de
ungüento; en fin, todo lo necesario.
Los criados prepararon fuego en una linterna cerrada y salieron de la
ciudad antes que sus señores, por otra puerta
encaminándose después hacia el Calvario. Pasaron por
delante de la casa donde la Virgen, Juan y las santas mujeres
habían ido a coger diversas cosas para embalsamar el Cuerpo de
Jesús. Juan y las santas mujeres siguieron a los criados a corta
distancia. Había cinco mujeres, algunas llevaban debajo de los
mantos largos, lienzos de tela. Las mujeres tenían la costumbre,
cuando salían por la noche o para hacer secretamente alguna
acción piadosa, de envolverse con una sábana larga.
Comenzaban por un brazo y se iban rodeando el resto del cuerpo con la
tela tan estrechamente que apenas podían caminar. Yo las he
visto así ataviadas. En esa ocasión presentaban un
aspecto mucho más extraño a mis ojos. Iban vestidas de
lujo. José y Nicodemo llevaban también vestidos de lujo,
de mangas negras y cintura ancha. Sus mantos que se habían
echado sobre su cabeza, eran anchos, largos y de color pardo. Les
servían para esconder lo que llevaban.
Se encaminaron hacia la puerta que conduce al Calvario. Las calles
estaban desiertas, el terror general hacía que todo el mundo
permaneciese encerrado en sus casas. La mayoría de ellos
empezaban a arrepentirse, y muy pocos celebraban la fiesta. Cuando
José y Nicodemo llegaron a la puerta, la hallaron cerrada y todo
alrededor, el camino y las calles lleno de soldados. Eran los mismos
que los fariseos habían solicitado a las dos, cuando
temían una insurrección, y hasta entonces no
habían recibido orden ninguna de regresar. José
presentó la orden firmada por Pilatos para dejarlo pasar
libremente. Los soldados la encontraron conforme mas le dijeron que
habían intentado abrir ya la puerta antes, sin poderlo conseguir
y que, sin duda el terremoto debía de haberla desencajado por
alguna parte, y que por esa razón, los esbirros encargados de
romper las piernas a los crucificados habían tenido que pasar
por otra puerta. Pero cuando José y Nicodemo probaron, la puerta
se abrió sola, dejando a todos atónitos.
El
cielo estaba todavía oscuro y nebuloso; cuando llegaron al
Calvario se encontraron con sus
criados y las santas mujeres que lloraban sentadas en frente de la
Cruz. Casio y muchos soldados, que se habían convertido, estaban
a cierta distancia, tímidos y respetuosos. José y
Nicodemus contaron a La Virgen y a Juan todo lo que habían hecho
para librar a Jesús de una muerte ignominiosa y cómo
habían obtenido que no rompiesen los huesos al Señor y la
profecía se había cumplido. Hablaron también de la
lanzada de Casio.
Entre tanto llegó el centurión Abenadar y luego
comenzaron en medio de la tristeza y de un profundo recogimiento,
su dolorosa y piadosa obra del descendimiento de Jesús y el
embalsamamiento del sagrado Cuerpo del Señor.
La
Santísima Virgen y Magdalena esperaban sentadas al pie de la
Cruz, a la derecha, entre la cruz de Dimas y la de Jesús; las
otras mujeres estaban ocupadas en preparar los paños, los
aromas, el agua, las esponjas y las vasijas. Casio se acercó
también y le contó a Abenadar la milagrosa
curación
de la vista. Todos se sentían muy conmovidos, llenos de tristeza
y de amor y al mismo tiempo silenciosos y solemnes; sólo cuando
la prontitud y la atención que exigían esos cuidados
piadosos, lo permitían, se oían lamentos y gemidos
ahogados. Sobretodo Magdalena, se hallaba entregada enteramente a su
dolor, y nada podía consolarla ni distraerla, ni la presencia de
los demás ni alguna otra consideración.
Nicodemus y José pusieron las escaleras detrás de la
Cruz, subieron con unos lienzos, ataron el Cuerpo de Jesús por
debajo de los brazos y de las rodillas al tronco de la Cruz con las
piezas de lino y fijaron asímismo los brazos por las
muñecas. Entonces, fueron arrancando los clavos,
martilleándolas por detrás. Las manos de Jesús no
se movieron mucho a pesar de los golpes, y los clavos salieron
fácilmente de las llagas, que se habían abierto
grandemente debido al peso del Cuerpo. La parte inferior del Cuerpo,
que, al expirar Nuestro Señor había quedado cargado sobre
las rodillas, reposaba en su posición natural, sostenida por una
sábana atada a los brazos de la Cruz. Mientras José
sacaba el clavo izquierdo y dejaba ese brazo, sujeto por el lienzo caer
sobre el Cuerpo, Nicodemo iniciaba la misma operación con el
brazo derecho, y levantaba con cuidado su cabeza, coronada de espinas,
que había caído sobre el hombro de ese lado. Entonces
arrancó el clavo derecho, y dejó caer despacio el brazo,
sujeto con una tela, sobre el Cuerpo. Al mismo tiempo, el
centurión Abenadar arrancaba con esfuerzo el gran clavo de los
pies. Casio recogió religiosamente los clavos y los puso a los
pies de la Virgen.
Sin perder un segundo, José y Nicodemo llevaron la escalera a la
parte delante de la Cruz, la apoyaron casi recta y muy cerca del
Cuerpo; desataron el lienzo de arriba y lo colgaron a uno de los
ganchos que habían colocado previamente en la escalera, hicieron
lo mismo con los otros dos lienzos, y bajándolos de gancho en
gancho, consiguieron ir separando despacio el Sagrado Cuerpo de la Cruz
hasta llegar enfrente del centurión, que, subido en un banco, lo
rodeó con sus brazos por debajo de las rodillas, y lo fue
bajando, mientras josé y Nicodemus, sosteniendo la parte
superior del Cuerpo iban bajando escalón por escalón con
las mayores precauciones; como cuando se lleva el cuerpo de un amigo
gravemente herido, así el Cuerpo del Salvador fue llevado hasta
abajo. Fue un espectáculo muy tierno;
tenían el mismo cuidado, las mismas precauciones como si
hubiesen temido causar algún dolor a
Jesús: parecían haber concentrado sobre el Sagrado
Cuerpo, todo el amor y la veneración que habían sentido
hacia el Salvador durante su vida. Todos los circunstantes
tenían los ojos fijos en
el
grupo y y el Cuerpo del Señor y contemplaban todos sus
movimientos; a cada instante levantaban
las
manos al cielo, derramaban lágrimas y daban señales del
más
profundo dolor. Todos estaban penetrados de un respeto profundo,
hablando
sólo en voz baja para ayudarse o avisarse los unos a otros.
Mientras los martillazos se oían, María, Magdalena y
todos los que estaban presentes a la crucifixión, tenían
el corazón partido. El ruido de esos golpes les recordaba los
padecimientos de Jesús; temblaban al recordar el
grito penetrante de sus sufrimientos y al mismo tiempo se
afligían del silencio de su boca divina, prueba incontestable de
su muerte.
Habiendo descendido
del todo
los tres hombres el Santo Cuerpo, lo envolvieron desde las rodillas
hasta la cintura y lo pusieron en los
brazos de su Madre, que los tendía hacia el Hijo poseída
de dolor y
de
amor.
El
embalsamamiento
La
Virgen Santísima se sentó sobre una amplia tela extendida
sobre el suelo; con la rodilla derecha un poco levantada y un hatillo
de ropas en la espalada. Lo habían dispuesto todo para facilitar
a la Madre de alma profundamente afligida, la Madre de los dolores. Las
tristes honras fúnebres que iban a dispensar al Cuerpo de su
Hijo. La sagrada cabeza de Jesús estaba reclinada sobre las
rodillas de la Madre; su Cuerpo, tendido sobre una sábana. La
Virgen Santísima sostenía por
última
vez en sus brazos el Cuerpo de su querido Hijo, a quien no había
podido dar ninguna prueba de su amor en todo su martirio;
contempló sus
heridas, cubrió de ósculos su cara ensangrentada,
mientras
Magdalena reposaba la suya sobre sus pies.
Mientras los hombres se retiraron a una hondonada pequeña al
suroeste del Calvario, a preparar todo para el embalsamamiento del
cadáver. Casio, con algunos de los soldados que se habían
convertido al Señor, se mantenía a una distancia
respetuosa. Toda la gente malintecionada se había vuelto a la
ciudad y los soldados presentes formaban únicamente una guardia
de seguridad para impedir que nadie interrumpiese los últimos
honores que iban a ser rendidos a Jesús. Algunos de esos
soldados prestaban su ayuda cuando se lo pedían. Las santas
mujeres entregaban vasijas, esponjas, paños, ungüentos y
aromas, cuando les era requerido y el resto del tiempo
permanecían atentas a corta distancia. Magdalena no se apartaba
del Cuerpo de Jesús, pero Juan daba continuo apoyo a La Virgen e
iba de aquí para allá, servía de mensajero entre
las mujeres y los hombres, ayudando a unas y otros. Las mujeres
tenían a su lado botas incipientes a su lado de boca ancha y un
jarro de agua, puesto sobre un fuego de carbón. Entregaban a
María y a Magdalena, conforme lo necesitaban, vasijas llenas de
agua y esponjas que exprimían después en los recipientes
de cuero.
La Virgen Santísima conservaba un valor admirable en su
indecible dolor. Era absolutamente imposible dejar el Cuerpo de su Hijo
en el estado en que lo había dejado el suplicio, por lo que
procedió con inefable dedicación a lavarlo y a limpiarle
las señales de los ultrajes que había recibido. Le
quitó, con la mayor precaución la corona de
espinas, abriéndola por atrás y contando una por una las
espinas clavadas en la cabeza de Jesús, para no abrir las
heridas al intentar arrancarlas. Puso la corona junto a los clavos,
entonces La Virgen fue sacando los restos de espinas que
habían quedado, con una especie de pinzas redondas y las
enseñó con tristeza a sus compañeras.
El divino Rostro de Nuestro Señor, apenas se podía
conocer, tan desfigurado estaba con las llagas que lo cubría, la
barba y el cabello estaban apelmazados por la sangre. María le
alzó suavemente la cabeza y con esponjas mojadas fue
lavándole la sangre seca. Conforme lo hacía, las
horribles crueldades ejercidas sobre Jesús se hacían
más visibles en el Rostro de Jesús y se acrecentaban
herida tras herida. Lavó las llag
llagas
de la cabeza, la sangre que cubría los ojos, la nariz y las
orejas de Jesús, con una pequeña esponja y un paño
extendido sobre los dedos de su mano derecha. Lavó del mismo
modo, su boca entreabierta, la lengua, los dientes y los labios.
Limpió y desenredó lo que restaba del cabello del
Salvador y lo dividió en tres parte, una sobre cada sien y la
tercera sobre su nuca.
Tras haberle limpiado la cara, La Santísima Virgen se la
cubrió después de haberla besado, luego se ocupó
del cuello, de los hombros y el cuello, de los brazos y de las manos.
Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los miembros
estaban dislocados y no podían doblarse. El hombro que
había llevado la Cruz, era una llaga enorme, toda la parte
superior del Cuerpo estaba cubierta de heridas y desgarrada por los
azotes. Cerca del pecho izquierdo se veía una
pequeña abertura, por donde había salido la punta de la
lanza de Casio. Y en el lado derecho, el ancho corte por donde
había entrado la lanza por donde había entrado la lanza
que le había atravesado el corazón.
La Virgen María lavó todas las llagas de Jesús.
Mientras Magdalena, de rodillas le ayudaba en algún momento,
pero si apartarse de los pies de Jesús que bañaba con
lágrimas y secaba con sus cabellos. La cabeza, el pecho y los
pies del Salvador estaban ya limpios: el Sagrado Cuerpo, blanco y
azulado como carne sin sangre, lleno de manchas moradas y rojas,
allí donde se le había arrancado la piel reposaba sobre
las rodillas de la Madre, que fue abriendo las partes elevadas,
después se encargó de embalsamar todas las heridas,
empezando por la cara.
Las santas mujeres arrodilladas frente a María, le presentaron
una caja donde sacaba algún ungüento precioso con el que
untaba las heridas y también el cabello. Tomó en su mano
izquierda las manos de su Hijo, las besó con amor y llenó
con ungüento y perfume las heridas de los clavos. Ungió
también las orejas, la nariz y la herida del costado. No tiraban
el agua que habían usado, sino que la vertían dentro de
las botas de cuero, en las que exprimían las esponjas. Yo vi
muchas veces a Casio ir a por agua a la fuente de Gihón, que
estaba bastante cerca. Cuando La Virgen hubo ungido todas las heridas,
envolvió la cabeza del Salvador en paños, mas no
cubrió todavía la cara; le cerró los ojos
entreabiertos y dejó reposar un tiempo su mano sobre ellos.
Cerró su boca y abrazó el Sagrado Cuerpo de
su Hijo y dejó caer su cara sobre la de Él.
José
y Nicodemo llevaban un rato esperando en respetuoso silencio cuando Juan,
acercándose a la Virgen, le suplicó que se separase de su
Hijo para que le pudieran embalsamar, porque se acercaba el
sábado. María abrazó el Cuerpo de su Hijo y se
despidió de Él en los términos más tiernos.
Entonces los hombres cogieron la sábana donde estaba depositado
el Cuerpo y así lo tomaron de los brazos de su Madre y lo
llevaron aparte para embalsamar lo. María Santísima de
nuevo abandonada a su dolor, que habían aliviado un poco los
tiernos cuidados dispensados al Cuerpo de Nuestro Señor, se
derrumbó ahora con la cabeza cubierta en brazos de las santas
mujeres. Magdalena como si hubieran querido robarle a su amado
corrió algunos pasos hacia Él con los brazos abiertos,
pero tras un momento volvió junto a la Santísima Virgen.
El Sagrado Cuerpo fue trasladado a un sitio más bajo y
allí lo depositaron encima de una roca plana, que era un lugar
adecuado para embalsamar lo. Vi como primero pusieron sobre la roca un
lienzo de malla, seguramente para dejar que corriese el agua; tendieron
el Cuerpo sobre ese lienzo calado y mantuvieron otra sábana
extendida sobre Él. José y Nicodemo se arrodillaron y,
debajo de esta cubierta, le quitaron el paño con el que lo
habían cubierto al descenderlo de la Cruz y el lienzo de la
cintura, y con esponjas le lavaron todo el Cuerpo, lo untaron con
mirra, perfume y espolvorearon las heridas con unos polvos que
había comprado Nicodemo y, finalmente envolvieron la parte
inferior del Cuerpo.
Entonces llamaron a las santas mujeres, que se habían quedado al
pie de la Cruz. María Santísima se arrodilló cerca
de la cabeza de Jesús, puso debajo un lienzo muy fino que le
había dado la mujer de Pilatos, y que llevaba Ella alrededor de
su cuello, bajo su manto; después, con la ayuda de las santas
mujeres lo ungió desde los hombros hasta la cara con perfumes,
aromas y perfumes aromáticos. Magdalena echó un frasco de
bálsamo en la llaga del costado y las santas mujeres pusieron
también hierbas en las llagas de las manos y de los pies.
Después, los hombres envolvieron el resto del Cuerpo, cruzaron
los brazos de Jesús sobre su pecho y envolvieron su Cuerpo en la
gran sábana blanca hasta el pecho, ataron una venda alrededor de
la cabeza y de todo el pecho. Finalmente colocaron al Dios Salvador en
diagonal sobre la gran sábana de seis varas que había
comprado José de Arimatea y lo envolvieron con ella; una punta
de la sábana fue doblada desde los pies hasta el pecho y la otra
sobre la cabeza y los hombros; las otras dos, envueltas alrededor del
Cuerpo.
Cuando la Santísima Virgen, las santas mujeres, los hombres,
todos los que, arrodillados rodeaban el Cuerpo del Señor para
despedirse de Él, se operó delante de sus ojos un
conmovedor milagro: el Sagrado Cuerpo de Jesús, con sus heridas,
apareció representado sobre el lienzo que lo cubría, como
si hubiese querido recompensar su celo y su amor y dejarles su retrato
a través de los velos que lo cubrían. Abrazaron su
adorable Cuerpo llorando y reverentemente besaron la milagrosa imagen
que les había dejado. Su asombro aumentó cuando, alzando
la sábana, vieron que todas las vendas que envolvían el
Cuerpo estaban blancas como antes y que solamente en la sábana
superior había quedado fijada la milagrosa imagen. No eran
manchas de las heridas sangrantes, puesto que todo el Cuerpo estaba
envuelto y embalsamado, era un retrato sobrenatural, un testimonio de
la divinidad creadora, que residía siempre en el Cuerpo de
Jesús. Esta sábana quedó después de la
Resurrección en poder de los amigos de Jesús; cayó
también dos veces en manos de los judíos y fue venerada
más tarde en diferentes lugares. Yo la he visto en Asia, en casa
de cristianos no católicos; he olvidado el nombre de la ciudad,
que estaba situada en un lugar cercano al país de los tres Reyes
Magos. (Véase
Sábana Santa)
XXXIX
Jesús
colocado en el sepulcro
Los
hombres pusieron el Sagrado Cuerpo sobre unas parihuelas de cuero,
tapadas con un cobertor oscuro. Eso me recordaba el Arca de la Alianza.
Nicodemus y José llevaban sobre sus hombros los palos de delante
y Abenadar y Juan los de atrás. En seguida venían la
Virgen, María de Helí, Magdalena y María la de
Cleofás, después las mujeres que habían estado al
pie de la Cruz sentadas a cierta distancia: Verónica, Juana
Chusa, María madre de Marcos, Salomé mujer de Zebedeo,
María Salomé, Salomé de Jerusalén, Susana y
Ana sobrina de San José; Casio y los soldados cerraban la
marcha. Las otras mujeres habían quedado en Betania con
Lázaro y Marta. Dos soldados con antorchas iban delante para
alumbrar la gruta del sepulcro. Anduvieron así cerca de siete
minutos, cantando salmos con voces dulces y melancólicas. Vi
sobre una altura del otro lado del valle a Santiago el mayor, hermano
de Juan, que los vio pasar y se fue a contar a los demás
discípulos lo que había visto. Se detuvieron a la entrada
del jardín de José, que abrieron arrancando algunos
palos, que sirvieron después de palancas para llevar a la gruta
la piedra que debía tapar el sepulcro.
Cuando llegaron a la peña, trasladaron el Santo Cuerpo a una
tabla cubierta con una sábana. La gruta que había sido
excavada recientemente, había sido barrida por los esbirros de
Nicodemus; se veía limpio en el interior y agradable a la vista.
Las santas mujeres se sentaron en frente de la entrada. Los cuatro
hombres introdujeron el Cuerpo del Señor, llenaron de aromas una
parte del sepulcro, extendieron una sábana sobre la cual
pusieron el Cuerpo. Le testimoniaron una última vez su amor con
sus lágrimas y salieron de la gruta. Entonces entró la
Virgen, se sentó al lado de la cabeza y se echó llorando
sobre el Cuerpo de su Hijo. Cuando salió de la gruta, Magdalena
entró precipitadamente; había cogido en el jardín
flores y ramos que echó sobre Jesús; cruzó las
manos y besó, llorando, los pies sagrados de Jesús; pero
habiéndole dicho los hombres que debían cerrar el
sepulcro, se volvió con las otras mujeres.
Doblaron las puntas de la sábana sobre el pecho de Jesús
y pusieron encima de todo una tela oscura y salieron. La piedra gruesa
destinada a cerrar el sepulcro que estaba aun lado de la gruta era muy
pesada y solo con las palancas pudieron hacerla rodar hasta la entrada
del sepulcro. La entrada de la gruta dentro de la que estaba el
sepulcro era de ramas entretejidas. Todo lo que se hizo dentro de la
gruta, tuvo que hacerse con antorchas porque la luz del día
nunca penetraba en ella.
LX
Los
judíos ponen guardia en el sepulcro
Todos
volvieron a la ciudad; José y Nicodemus encontraron en
Jerusalén a Pedro, a Santiago el Mayor y a Santiago el Menor. Vi
después a la Virgen Santísima y a sus compañeras
entrar en el Cenáculo; Abenadar fue también introducido y
poco a poco la mayor parte de los Apóstoles y de los
discípulos se reunieron en él. Tomaron algún
alimento y pasaron todavía unos momentos reunidos llorando y
contando lo que habían visto. Los hombres cambiaron de vestido y
los vi después, debajo de una lámpara, orar.
En
la noche del viernes al sábado vi a Caifás y a los
principales judíos consultarse respecto de las medidas que
debían adoptarse, vistos los prodigios que habían
sucedido y la disposición del pueblo. Al salir de esta
deliberación, fueron por la noche a casa de Pilatos y le dijeron
que como ese "seductor" había asegurado que resucitaría
el tercer día, era menester guardar el sepulcro tres
días; porque si no, sus discípulos podían llevarse
su Cuerpo y esparcir la voz de su Resurrección. Pilatos, no
queriendo mezclarse en ese negocio, les dijo: "Tenéis una
guardia: mandad que guarde el sepulcro como queráis". Sin
embargo, les dio a Casio, que debía observarlo todo, para hacer
una relación exacta de lo que viera.
Vi salir de la ciudad a unos doce, antes de levantarse el sol; los
soldados que los acompañaban no estaban vestidos a la romana,
eran soldados del templo. Llevaban faroles puestos en palos para
alumbrarse en la oscura gruta donde se encontraba el sepulcro.
Así que llegaron, se aseguraron de la presencia del cuerpo de
Jesús; después ataron una cuerda atravesada delante de la
puerta del sepulcro y otra segunda sobre la piedra gruesa que estaba
delante y lo sellaron todo con un sello semicircular.
Los fariseos volvieron a Jerusalén y los guardas se pusieron
enfrente de la puerta exterior. Casio no se movió de su puesto.
Había recibido grandes gracias interiores y la inteligencia de
muchos misterios. No acostumbrado a ese estado sobrenatural, estuvo
todo el tiempo como fuera de sí, sin ver los objetos exteriores.
Se transformó en un nuevo hombre y pasó todo el
día haciendo penitencia y oración.
RESURRECCIÓN DE JESÚS
La
Resurrección
Cuando
se acabó el sábado, Juan fue con las santas mujeres, las
consoló. Pero no podía contener sus propias
lágrimas por lo que se quedó con ellas solo un corto
espacio de tiempo. Entonces, Pedro y Santiago el menor fueron
también a verlas con el mismo propósito de confortarlas.
Ellas prosiguieron con su pena después de que ellos se fueran.
Vi el alma de Nuestro Señor entre dos ángeles ataviados
de guerreros; era luminosa, resplandeciente como el sol del
mediodía, la vi atravesar la piedra y unirse con el Sagrado
Cuerpo. Vi moverse sus miembros, y el Cuerpo del Señor, unido
con su alma y con su divinidad, salir de su mortaja brillante de luz.
En ese mismo instante me pareció que una forma monstruosa, con
cola de serpiente y una cola de dragón salía de la tierra
debajo de la peña, y que se levantaba contra Jesús. Creo
que también tenía una cabeza humana. Vi que en la mano
del Resucitado ondeaba un estandarte. Jesús pisó la
cabeza del dragón y pegó tres golpes en la cola con el
palo de su bandera. Desapareció primero el cuerpo,
después la cabeza del dragón y quedó solo la
cabeza humana. Yo había visto muchas veces esta misma
visión antes de la Resurrección y una serpiente igual a
la que estaba emboscada en la concepción de Jesús. Me
recordó también la serpiente del paraíso, pero
esta todavía era más horrorosa. Creo que era una
alegoría de la profecía: "El hijo de la mujer
romperá la cabeza de la serpiente", y me pareció un
símbolo de la victoria sobre la muerte, pues cuando Nuestro
Señor aplastó la cabeza del dragón, ya no vi el
sepulcro.
Jesús resplandeciente, se elevó por medio de la
peña. La tierra tembló. no de los ángeles
guerreros, se precipitó del cielo al sepulcro como un rayo,
apartó la piedra que cubría la entrada y se sentó
sobre ella. Los soldados cayeron como muertos y permanecieron en el
suelo sin dar señales de vida. Casio, viendo la luz brillar en
el sepulcro se acercó, tocó los lienzos vacíos y
se fue con la intención de anunciar a Pilato lo sucedido. Sin
embargo aguardó un poco porque había sentido el terremoto
y había visto al ángel apartar la piedra a un lado y el
sepulcro vacío. Mas no había visto a Jesús.
Mientras
la Santísima Virgen oraba interiormente llena de un ardiente
deseo de ver a Jesús, un ángel vino a decirle que fuera a
la pequeña puerta de Nicodemus, porque Nuestro Señor
estaba cerca. El corazón de María se inundó de
gozo; se envolvió en su manto y se fue, dejando allí alas
santas mujeres sin decir nada a nadie. Le vi encaminarse deprisa hacia
la pequeña puerta de la ciudad por donde había entrado
con sus compañeras al volver del sepulcro. Caminaba con pasos
apresurados, cuando la vi detenerse de pronto en un sitio solitario.
Miró a lo alto de la muralla de la ciudad y el alma de Nuestro
Señor, resplandeciente, bajó hasta su Madre
acompañada de una multitud de almas y patriarcas. Jesús,
volviéndose hacia ellos dijo: "He aquí a María, he
aquí a mi Madre". Pareció darle un beso y luego
desapareció.
En el mismo instante en que un ángel entraba en el sepulcro y la
tierra temblaba vi a Nuestro Señor resucitado
apareciéndose a su Madre en el Calvario; estaba hermoso y
radiante. Su vestido que parecía una copa, flotaba tras
Él, era de un blanco azulado, como el humo visto a la luz del
sol. Sus heridas resplandecían, y se podían ver a
través de los agujeros de las manos.Rayos luminosos
salían de las puntas de sus dedos. Las almas de los patriarcas
se inclinaron ante la Madre de Jesús. El Salvador mostró
sus heridas a su Madre, que se posternó para besar sus pies, mas
Él la levantó y desapareció. Se
veían luces de antorchas a lo lejos cerca del sepulcro, y el
horizonte se esclarecía hacia el oriente, encima de
Jerusalén.
La
Santa Virgen cayó de rodillas y besó el lugar donde
había aparecido su Hijo. Debían ser las nueve de la
noche. Sus
rodillas y sus pies quedaron marcados sobre la piedra. La visión
que había tenido la había llenado de un gozo indecible. Y
regresó confortada junto a las santas mujeres, a quienes
halló ocupadas en preparar ungüentos y perfumes. No les
dijo lo que había visto, pero sus fuerzas se habían
renovado, consoló a las demás y las fortaleció en
su fe. La
Santa Virgen se unió a la preparación de los
bálsamos que las santas mujeres habían empezado a
elaborar en su ausencia. La intención de ellas era ir al
sepulcro antes del amanecer del día siguiente, y verter esos
perfumes en el Cuerpo de nuestro Señor.
Las
santas mujeres
Estaban las mujeres cerca de la pequeña puerta de Nicodemus
cuando Nuestro Señor resucitó pero no vieron nada de los
prodigios que habían acontecido en el sepulcro. Tampoco
sabían que habían puesto allí una guardia, porque
no habían ido la víspera a causa del sábado.
Mientras se acercaban se preguntaban entre sí con inquietud:
"¿Quién nos apartará la piedra de la entrada?"
Querían echar agua de nardo y aceite aromatizado con flores
sobre el Cuerpo de Jesús. Querían ofrecer a Nuestro
Señor lo más precioso que pudieran encontrar para honrar
su sepultura. La que había llevado más cosas era
Salomé, no la madre de Juan, sino una mujer rica de
Jerusalén, pariente de san José.
Decidieron que, cuando llegaran, dejarían sus perfumes sobre la
piedra y esperarían a que alguien pasara para apartarla. Los
guardias seguían tendidos en el suelo y las fuertes convulsiones
que los sacudían, demostraban cuán grande había
sido su terror. La piedra estaba corrida hacia la derecha de la
entrada, de modo que se podía penetrar en el sepulcro sin
dificultad. Los lienzos que habían servido para envolver a
Jesús estaban sobre el sepulcro. La gran sábana estaba en
su sitio pero sin su Cuerpo. Las vendas habían quedado sobre el
borde anterior del sepulcro, las telas con que María
Santísima había envuelto la cabeza de su Hijo estaban en
donde había reposado esta.
Vi a las santas mujeres acercarse al jardín, pero, cuando
vieron las luces y los soldados tendidos alrededor del sepulcro,
tuvieron miedo y se alejaron un poco. Pero Magdalena, sin pensar en el
peligro, entró precipitadamente en el huerto y Salomé la
siguió a cierta distancia. Otras dos, menos osadas se quedaron
en la puerta. Magdalena, al acercarse a los guardias, se sintió
sobrecogida y esperó a Salomé; las dos juntas pasaron
entre los soldados caídos en el suelo y entraron en la gruta del
sepulcro. Vieron la puerta apartada de la entrada y cuando, llenas de
emoción penetraron en el sepulcro, encontraron los lienzos
vacíos. El sepulcro resplandecía y un ángel estaba
sentado a la derecha sobre la piedra. No sé si Magdalena
oyó las palabras del ángel, mas salió perturbada
del jardín y corrió rápidamente a la ciudad, donde
se hallaban reunidos los discípulos. No sé tampoco si el
ángel habló a María Salomé, que
había quedado en la entrada del sepulcro, pero la vi salir
también muy deprisa del jardín, detrás de
Magdalena, y reunirse con las otras dos mujeres anunciándoles lo
que había sucedido. Se llenaron de sobresalto y de
alegría al mismo tiempo, y no se atrevieron a entrar.
Casio que había esperado un rato, pensando quizá que
podía ver a Jesús, fue a contárselo todo a Pilato.
Al salir se encontró con las santas mujeres, les contó lo
que había visto y las exhortó a que fueran a asegurarse
por sus propios ojos. Ellas se animaron y entraron en el huerto. A la
entrada del sepulcro vieron a dos ángeles vestidos de blanco. Se
asustaron y se cubrieron los ojos con las manos y se postraron en el
suelo; pero uno de los ángeles les dijo que no tuvieran miedo y
que no buscaran allí al crucificado porque había
resucitado y estaba vivo. Les mostró el sudario vacío y
les mandó decir a los discípulos lo que habían
visto y oído añadiendo que Jesús les
predecería en Galilea y que recordaran sus palabras: "El Hijo
del hombre será entregado en manos de los pecadores que lo
crucificarán pero Él resucitará al tercer
día. Entonces los ángeles desaparecieron. Las santas
mujeres temblando pero llenas de gozo se volvieron hacia la ciudad.
Estaban sobrecogidas y emocionadas; no se apresuraban sino que se
paraban de vez en cuando para mirar a ver si veían a Nuestro
Señor o si volvía Magdalena.
Mientras tanto Magdalena había ya llegado al cenáculo,
estaba fuera de sí y llamó a la puerta con fuerza.
Algunos discípulos estaban todavía acostados. Pedro y
Juan le abrieron. Magdalena les dijo desde fuera: "Se han llevado el
Cuerpo del Señor y no sabemos a dónde lo han llevado".
Después de estas palabras se volvió corriendo al huerto.
Pedro y Juan entraron alarmados en la casa y dijeron algunas palabras a
los otros discípulos. Después la siguieron corriendo;
Juan más deprisa que Pedro.
Magdalena entró en el jardín y se dirigió al
sepulcro. Llegaba trastornada por su dolor y sus carreras, cubierta de
rocío con el manto caído y sus hombros descubiertos al
igual que sus largos cabellos. Como estaba sola no se atrevió a
bajar a la gruta y se detuvo un instante en la entrada. Se
arrodilló para mirar adentro del sepulcro y al echar hacia
atrás sus cabellos que caían por su cara vio dos
ángeles vestidos de blanco sentados a ambos extremos del
sepulcro. Oyó la voz de uno de ellos que decía: "Mujer,
¿por qué lloras?" Ella gritó en medio de su dolor,
pues no repetía más que una cosa y no tenía
más que un pensamiento al saber que el Cuerpo de Jesús no
estaba allí: "Se han llevado a mi Señor y no sé
dónde lo han puesto". Después de estas palabras se puso a
buscar frenéticamente aquí y allá
pareciéndole que iba a encontrar al Salvador, presintiendo
confusamente que iba a encontrarlo y que estaba cerca de ella. Ni la
aparición de los ángeles podía distraerla de este
pensamiento. Parecía que no se diera cuenta de que eran
ángeles y no podía pensar más que en su Maestro:
"Jesús no está ahí, ¿dónde
está Jesús?". La vi moverse de un lado a otro como el que
ha perdido la razón.
El cabello le caía sobre amos lados sobre la cara, se lo
recogió con las manos echándoselo hacia atrás y
entonces, a diez pasos del sepulcro, en el oriente, donde el
jardín sube hacia la ciudad vio aparecer una figura vestida de
blanco, entre los arbustos a la luz del sepulcro y corriendo hacia
él oyó que le dirigía estas palabras: "Mujer
¿por qué lloras?" Creyó que era el huertano porque
llevaba una azada en la mano y sobre la cabeza un sombrero ancho, que
parecía hecho de corteza de árbol. Yo había visto
bajo esta forma al jardinero de la parábola de Jesús que
contara en Betania a las santas mujeres poco antes de su Pasión.
No resplandecía sino que era como un simple hombre vestido de
blanco a la luz del crepúsculo. Él le preguntó de
nuevo: "¿Por qué lloras?" Entonces ella en medio de sus
lágrimas respondió: "Porque se han llevado a mi
Señor y no sé a dónde. Si lo has visto dime
dónde está y yo iré a por Él." Y
volvió a dirigir la vista frenéticamente a su alrededor.
Entonces Jesús le dijo con su voz de siempre:
"¡Magdalena!" Ella reconociendo su voz y olvidando
crucifixión, muerte y sepultura, como si siguiera vivo dijo
volviéndose repentinamente hacia Él:
"¡Rabí!" postrándose de rodillas ante Él,
con sus brazos extendidos hacia los pies del Resucitado. Pero Él
la detuvo diciéndole: "No me toques, pues aún no he
subido hacia mi Padre. Ve a decirles a mis hermanos que subo hacia mi
Padre y Vuestro Padre, hacia mi Dios y Vuestro Dios" y
desapareció.
Jesús le dijo que no le tocara a causa de la impetuosidad de
ella, que pensaba que Él vivía la misma vida que antes.
En cuanto a las palabras de "aún no he subido a mi Padre"
quería expresar que aún no había dado las gracias
al Padre por la obra de la Redención, a quién pertenecen
las primicias de la alegría. Pero ella en el ímpetu de su
amor, ni siquiera se daba cuenta de las cosas grandes que habían
pasado. Lo único que quería era poder besar sus pies como
antes.
Después de un momento de perturbación Magdalena
corrió al sepulcro, donde seguían los ángeles, que
le repitieron las mismas palabras que habían dicho alas otras
mujeres, que no buscaran allí al Crucificado porque había
resucitado como había predicho. Segura entonces del milagro
salió a buscar a las santas mujeres encontrándolas en el
camino que conduce al Gólgota.
Toda esta escena no duró más de tres minutos. Eran las
dos y media cuando Nuestro Señor se había aparecido a
Magdalena y Juan y Pedro llegaban al jardín justo cuando ella
acababa de irse. Juan entró el primero deteniéndose a la
entrada del sepulcro. Miró por la piedra apartada y vio que
estaba vacío. Después llegó Pedro y entró
en la gruta donde vio los lienzos doblados. Juan le siguió e
inmediatamente creyó que había resucitado y ambos
comprendieron claramente todas las palabras que les había dicho.
Pedro escondió los lienzos bajo su manto y volvieron corriendo.
Los ángeles seguían allí pero creo que Pedro no
los vio. Juan dijo más tarde a los discípulos de
Emaús que había visto desde fuera a un ángel.
En ese momento los guardias revivieron, se
levantaron y recogieron sus picas y faroles. Estaban aterrorizados. Yo
los vi correr hasta llegar a las puertas de la ciudad. Mientras tanto
Magdalena contó a las santas mujeres que había visto a
Nuestro Señor y lo que los ángeles le habían
dicho; luego se volvió a Jerusalén y las mujeres al
jardín creyendo que allí encontrarían a los dos
Apóstoles. Cuando ya estaban cerca Jesús se les
apareció vestido de blanco y les dijo: "Yo os saludo". Ellas se
echaron a sus pies anonadadas. Él les dijo algunas palabras y
parecía indicarles algo con la mano. Luego desapareció.
Entonces las santas mujeres corrieron al cenáculo y contaron a
los discípulos que quedaran allí, lo que habían
visto. Ellos no querían creerlas ni a ellas ni a Magdalena,
calificando todo lo que les decían de sueños de mujeres,
hasta que volvieron Pedro y Juan. Al regresar estos se habían
encontrado también con Tadeo y Santiago el menor, que los
habían seguido y estaban muy conmovidos, ya que Nuestro
Señor se les había aparecido a ellos también cerca
del cenáculo. Yo había visto a Jesús pasar delante
de Pedro y de Juan y me pareció que Pedro lo vio porque lo vi
sobrecogerse súbitamente. No sé si Juan lo
reconoció.
Casio fue a ver a Pilato una hora tras la Resurrección cuando
aún el Gobernador romano estaba durmiendo. Le contó
emocionado cuanto había visto en el huerto. Le relató
sobre el temblor de la peña y cómo un ángel
había apartado la piedra del sepulcro y que los lienzos quedaran
vacíos. Le dijo que Jesús de Narzaret era efectivamente
el Mesías, el Hijo de Dios y que, verdaderamente había
resucitado. Pilato escuchó todo el relato con terror escondido y
sin querer demostrarlo dijo a Casio: "Eso son supersticiones, has
cometido una necedad acercándote tanto al sepulcro del Galileo,
sus dioses se han apoderado de ti y te han hecho ver todas esas
visiones fantásticas que ahora me cuentas. Te aconsejo que no
digas nada de esto a los sacerdotes, porque ellos podrían
perjudicarte". Hizo como si creyera que los discípulos hubieran
robado y escondido el Cuerpo de Jesús mientras los guardias se
habían dormido borrachos y que contaban esas supercherías
para no declarar y reconocer su negligencia. Cuando Pilato hubo dicho
todo esto y Casio se fue, él corrió a ofrecer sacrificios
a sus dioses.
Los cuatro soldados que habían estado custodiando el sepulcro
llegaron a continuación y relataron a Pilato lo mismo que Casio,
pero él no queriendo escucharles más, los envió a
Caifás. Los demás soldados estaban ya en el templo donde
se habían reunido muchos ancianos judíos, ante los que
narraban lo que había ocurrido en el huerto del sepulcro.
Después de las deliberaciones, los ancianos cogieron a los
soldados uno a uno y a fuerza de dinero o amenazas, los fueron
convenciendo para que contaran que los discípulos se
habían llevado el Cuerpo de Jesús mientras ellos
dormían. Los soldados dijeron que sus compañeros
habían ido a casa de Pilato a contarles lo mismo y que les iban
a contradecir, pero los fariseos les prometieron que lo
amañarían todo con el gobernador. En esto llegaron los
soldados que habían ido a casa de Pilato y se negaron a
rectificar lo que le habían contado a este.
Se había ido corriendo el rumor de que José de Arimatea
se había librado milagrosamente de la prisión. Así
que cuando los soldados fueron acusados por los fariseos de haberse
dejado sobornar por los discípulos de Cristo para dejarles
llevarse el Cuerpo y amenazados con fuertes castigos por no presentar
el cadáver de Jesús, los soldados dijeron que cómo
era que no castigaran también a los que no habían podido
custodiar y presentar el de José. Algunos que se mantuvieron
firmes en lo que habían dicho y hablaron libremente del juicio
inicuo de la antevíspera y del modo en que se había
interrumpido la Pascua, fueron enviados a la cárcel. Los
demás difundieron el embuste que fue extendido por los saduceos,
herodianos y fariseos, esparciéndolo por todas las sinagogas y
acompañándolo de injurias contra Jesús.
Sin embargo todas esas calumnias no consiguieron lo que
pretendían, porque tras la Resurrección de Jesús,
muchos de los judíos de la ley antigua se aparecieron a muchos
de sus descendientes que eran capaces de recibir la gracia,
exhortándolos a que se convirtiesen. Muchos
discípulos dispersados por el país y atemorizados,
vieron también apariciones semejantes que los consolaron y
afirmaron en la Fe.
La aparición de los muertos que salieron de sus sepulcros no
tenían el aspecto de Jesús Resucitado, renovado y con su
Cuerpo glorificado, no sujeto a la muerte, con el que subió al
cielo ante sus discípulos; sino que esos cuerpos que
habían salido del sepulcro para dar testimonio de Cristo, eran
simples cadáveres, prestados como vestiduras a las almas que los
habían habitado, para luego volver a dejarlos nuevamente en la
tierra, hasta que resuciten como todos nosotros el día del
Juicio Final. Ninguno resucitó como Lázaro, que realmente
volvió a la vida y luego murió por segunda vez.
Final
de las visiones de la Pasión, Muerte y Resurrección de
Jesús
El domingo siguiente, si mal no recuerdo, vi a los judíos lavar
y purificar el Templo ofreciendo sacrificios expiatorios, escondiendo
las señales del terremoto con tablas y alfombras y continuaron
las celebraciones de la Pascua que se habían interrumpido.
Dijeron que no se habían podido terminar aquel mismo día
por la presencia de impuros al Templo y aplicaron no sé de
qué modo, una visión de Ezequiel sobre la
resurrección de los muertos. Amenazaron con graves castigos a
los que murmuraran o hablaran; sin embargo no calmaron sino a la parte
del pueblo más ignorante e inmoral. Los mejores se convirtieron
primero en secreto y después de Pentecostés, abiertamente.
El Sumo Sacerdote y sus acólitos perdieron una gran parte de su
osadía al ver que la doctrina de Jesús se propagaba tan
rápidamente. En el tiempo del diaconado de San Esteban, Ofel y
la parte oriental del Sión no podían contener la
comunidad cristiana y fueron ocupando el espacio que se extiende desde
la ciudad hasta Betania.
Vi a Anás como poseído por el demonio y al final fue
confinado para no volver a ser visto nunca más
públicamente. La locura de Caifás era menos evidente
exteriormente, en cambio era tal la violencia de la rabia secreta que
lo devoraba, que acabó perturbado en su raciocinio.
El jueves después de la Pascua, vi a Pilato hacer buscar a su
mujer inútilmente por la ciudad. Estaba escondida en casa de
Lázaro, en Jerusalén. No podían adivinarlo, pues
ninguna mujer habitaba en aquella casa. Esteban, que era primo de San
Pablo, le llevaba comida y le contaba lo que sucedía en la
ciudad. También vi a Simón
el Cirineo el
día después de la Pascua; fue a ver a los
Apóstoles y les pidió ser instruido y bautizado por
ellos. Casio
dejó la milicia y se juntó con los discípulos. Fue
uno de los primeros que recibieron el bautismo, después de
Pentecostés, junto con otros soldados convertidos al pie de la
Cruz.
Aquí se terminan estas visiones que comprendieron desde el
día 18 de febrero de 1823 hasta el 6 de abril del mismo
año.
Si has llorado con estos relatos, significa que Dios te ama.