Pasión,
Muerte y Resurrección de Jesús Jesús es
ultrajado y condenado a muerte Visiones de la
recientemente declarada
Beata
Ana
Catalina Emmerick
En proceso de canonización
XV Flagelación de
Jesús
"Pilatos,
juez
cobarde
y sin resolución, había pronunciado muchas veces estas
palabras,
llenas de bajeza: "No hallo crimen en Él; por eso voy a mandarle
azotar
y a darle libertad". Los judíos continuaban gritando:
"¡Crucificadlo!
¡crucificadlo!". Sin embargo, Pilatos quiso que su voluntad
prevaleciera
y mandó azotar a Jesús a la manera de los romanos.
Al norte del palacio de Pilatos, a poca distancia del cuerpo de
guardia, había una columna que servía para azotar. Los
verdugos vinieron con látigos, varas y cuerdas, y las pusieron
al pie de la columna. Eran seis hombres morenos, malhechores de la
frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en
los canales y en los edificios públicos, y los más
perversos de entre ellos hacían el oficio de verdugos en el
Pretorio. Esos hombres crueles habían ya atado a esa misma
columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Dieron
de puñetazos al Señor, le arrastraron con las cuerdas, a
pesar de que se dejaba conducir sin resistencia, y lo ataron
brutalmente a la columna. Esta columna estaba sola y no servía
de apoyo a ningún edificio. No era muy
elevada; pues un hombre alto, extendiendo el brazo, hubiera podido
alcanzar la parte superior. A media altura había anillas y
ganchos.
No se puede expresar con qué barbarie esos perros furiosos
arrastraron a Jesús: le arrancaron la capa de irrisión de
Herodes y le echaron
casi al suelo. Jesús abrazó la columna; los verdugos le
ataron
las manos, levantadas por alto a un anillo de hierro, y extendieron
tanto
sus brazos en alto, que sus pies, atados fuertemente a lo bajo de la
columna,
tocaban apenas al suelo. El Señor fue así extendido con
violencia
sobre la columna de los malhechores; y dos de esos furiosos comenzaron
a
flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los pies. Sus
látigos
o sus varas parecían de madera blanca flexible; puede ser
también
que fueran nervios de buey o correas de cuero duro y blanco.
El Hijo de Dios temblaba y se retorcía como un gusano. Sus
gemidos dulces y claros se oían como una oración en medio
del ruido de los golpes. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de
los fariseos, cual tempestad ruidosa, cubrían sus quejidos
dolorosos y llenos de bendiciones, diciendo: "¡Hacedlo morir!
¡crucificadlo!". Pilatos estaba todavía hablando con el
pueblo, y cada vez que quería decir algunas palabras en medio
del tumulto popular, una trompeta tocaba para
pedir silencio. Entonces se oía de nuevo el ruido de los azotes,
los
quejidos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos y el balido
de
los corderos pascuales. Ese balido presentaba un espectáculo
tierno: eran las sotavoces que se unían a los gemidos de
Jesús.
El pueblo judío estaba a cierta distancia de la columna, los
soldados romanos ocupando diferentes puntos, iban y venían,
muchos profiriendo insultos, mientras que otros se sentían
conmovidos y parecía que un rayo de Jesús les tocaba.
Algunos alguaciles de los príncipes de los sacerdotes daban
dinero a los verdugos, y les trajeron un cántaro de una bebida
espesa y colorada, para que se embriagasen. Pasado un cuarto de hora,
los verdugos que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros
dos. La Sangre del Salvador corría por el suelo. Por todas
partes se oían las injurias y las burlas.
Los segundos verdugos se echaron con una nueva rabia sobre
Jesús; tenían otra especie de varas: eran de espino con
nudos y puntas. Los golpes rasgaron todo el cuerpo de Jesús; su
sangre saltó a cierta
distancia, y ellos tenían los brazos manchados. Jesús
gemía,
oraba y se estremecía. Muchos extranjeros pasaron por la plaza,
montados
sobre camellos y se llenaron de horror y de pena cuando el pueblo les
explicó
lo que pasaba. Eran viajeros que habían recibido el bautismo de
Juan,
o que habían oído los sermones de Jesús sobre la
montaña.
El tumulto y los griegos no cesaban alrededor de la casa de Pilatos.
Otros nuevos verdugos pegaron a Jesús con correas, que
tenían en las puntas unos garfios de hierro, con los cuales le
arrancaban la carne a cada golpe. ¡Ah! ¡quién
podría expresar este terrible
y doloroso espectáculo! La horrible flagelación
había durado tres cuartos de hora, cuando un extranjero de clase
inferior, pariente del ciego Ctesifón, curado por Jesús,
se precipitó sobre la columna con una navaja, que tenía
la figura de una cuchilla, gritando en tono de indignación:
"¡Parad! No peguéis a ese inocente hasta hacerle
morir". Los verdugos, hartos, se pararon sorprendidos; cortó
rápidamente las cuerdas, atadas detrás de la columna, y
se escondió en la multitud. Jesús cayó, casi sin
conocimiento, al pie de la columna sobre el suelo, bañado en
sangre. Los verdugos le dejaron, y se fueron a beber, llamando antes a
los criados, que estaban en el cuerpo de guardia tejiendo la corona de
espinas.
Vi a la Virgen Santísima en un éxtasis continuo durante
la flagelación de nuestro divino Redentor. Ella vio y
sufrió con un amor y un dolor indecibles todo lo que
sufría su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves
quejidos y sus ojos estaban bañados en lágrimas. Las
santas mujeres, temblando de dolor y de inquietud, rodeaban a la Virgen
y lloraban como si hubiesen esperado su sentencia de muerte.
María tenía un vestido largo azul, y por encima una capa
de lana blanca, y un velo de un blanco casi amarillo. Magdalena,
pálida y abatida de dolor, tenía los cabellos en desorden
debajo de su velo.
La cara de la Virgen estaba pálida y desencajada, sus ojos
colorados de las lágrimas. No puedo expresar su sencillez y
dignidad. Desde ayer
no ha cesado de andar errante, en medio de angustias, por el valle de
Josafat
y las calles de Jerusalén, y, sin embargo, no hay ni desorden ni
descompostura
en su vestido, no hay un solo pliegue que no respire santidad; todo en
ella
es digno, lleno de pureza y de inocencia. María mira
majestuosamente
a su alrededor, y los pliegues de su velo, cuando vuelve la cabeza,
tienen
una vista singular. Sus movimientos son sin violencia, y en medio del
dolor
más amargo, su aspecto es sereno. Su vestido está
húmedo
del rocío de la noche y de las abundantes lágrimas que ha
derramado.
Es bella, de una belleza indecible y sobrenatural; esta belleza es
pureza
inefable, sencillez, majestad y santidad.
Magdalena tiene un aspecto diferente. Es más alta y más
fuerte, su persona y sus movimientos son más pronunciados. Pero
las pasiones, el arrepentimiento, su dolor enérgico han
destruido su belleza. Da miedo al verla tan desfigurada por la
violencia de su desesperación; sus largos cabellos cuelgan
desatados debajo de su velo despedazado. Está toda trastornada,
no piensa más que en su dolor, y parece casi una loca. Hay mucha
gente de Magdalum y de sus alrededores que la han visto llevar una vida
escandalosa. Como ha vivido mucho tiempo escondida, hoy la
señalan con el dedo y la llenan de injurias, y aún los
hombres del populacho de Magdalum le tiran lodo. Pero ella no advierte
nada, tan grande y fuerte es su dolor.
Cuando Jesús, después de la flagelación,
cayó al pie de la columna, vi a Claudia Procla, mujer de
Pilatos, enviar a la Madre
de Dios grandes piezas de tela. No sé si creía que
Jesús sería libertado, y que su Madre necesitaría
esa tela para curar sus llagas o si esa pagana compasiva sabía a
qué uso la Virgen Santísima destinaría su regalo.
María viendo a su Hijo despedazado, conducido por los soldados,
extendió las manos hacia Él y siguió con los ojos
las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose apartado el
pueblo, María y Magdalena se acercaron al sitio en donde
Jesús había sido azotado; escondidas por las otras santas
mujeres, se bajaron al suelo cerca de la columna, y limpiaron
por todas partes la Sangre sagrada de Jesús con el lienzo que
Claudia
Procla había mandado. Eran las nueve de la mañana cuando
acabó
la flagelación.
XVI La Coronación de
espinas
La
coronación
de espinas (1) se hizo en el patio interior del cuerpo de guardia. El
pueblo
estaba alrededor del edificio; pero pronto fue rodeado de mil soldados
romanos,
puestos en buen orden, cuyas risas y burlas excitaban el ardor de los
verdugos
de Jesús, como los aplausos del público excitan a los
cómicos.
En medio del patio había el trozo de una columna; pusieron sobre
él
un banquillo muy bajo. Habiendo arrastrado a Jesús brutalmente a
este
asiento, le pusieron la corona de espinas alrededor de la cabeza, y le
atacaron
fuertemente por detrás. Estaba hecha de tres varas de espino
bien
trenzadas, y la mayor parte de las puntas eran torcidas a
propósito
para adentro. Habiéndosela atado, le pusieron una caña en
la
mano; todo esto lo hicieron con una gravedad irrisoria, como si
realmente
lo coronasen rey. Le quitaron la caña de las manos, y le pegaron
con
tanta violencia en la corona de espinas, que los ojos del Salvador se
inundaron
de sangre. Sus verdugos arrodillándose delante de Él le
hicieron
burla, le escupieron a la cara, y le abofetearon, gritándole:
"¡Salve, Rey de los judíos!". No podría repetir
todos los ultrajes que imaginaban estos hombres. El Salvador
sufría una sed horrible, su lengua
estaba retirada, la sangre sagrada, que corría de su cabeza,
refrescaba
su boca ardiente y entreabierta. Jesús fue así maltratado
por
espacio de media hora en medio de la risa, de los gritos y de los
aplausos de los soldados formados alrededor del Pretorio.
XVII ¡Ecce Homo!
Jesús, cubierto
con
la capa colorada, la corona de espinas sobre la cabeza, y el cetro de
cañas
en las manos atadas, fue conducido al palacio de Pilatos. Cuando
llegó
delante del gobernador, este hombre cruel no pudo menos de temblar de
horror
y de compasión, mientras el pueblo y los sacerdotes le
insultaban
y le hacían burla. Jesús subió los escalones.
Tocaron
la trompeta para anunciar que el gobernador quería hablar.
Pilatos
se dirigió a los príncipes de los sacerdotes y a todos
los
circunstantes, y les dijo: "Os lo presente otra vez para que
sepáis
que no hallo en Él ningún crimen".
Jesús fue conducido cerca de Pilatos, de modo que todo el pueblo
podía verlo. Era un espectáculo terrible y lastimoso la
aparición del Hijo de Dios ensangrentado, con la corona de
espinas, bajando sus ojos sobre el pueblo, mientras Pilatos,
señalándole con el dedo, gritaba a los judíos:
"¡Ecce Homo!". Los príncipes de los sacerdotes y sus
adeptos, llenos de furia, gritaron: “¡Que muera! ¡Que sea
crucificado!". – "¿No basta ya?", dijo Pilatos. "Ha sido tratado
de manera que no le quedará gana de ser Rey". Pero estos
insensatos gritaron cada vez más: "¡Que muera! ¡Que
sea crucificado!".
Pilatos mandó tocar la trompeta, y dijo: "Entonces, tomadlo y
crucificadlo,
pues no hallo en Él ningún crimen". Algunos de los
sacerdotes
gritaron: "¡Tenemos una ley por la cual debe morir, pues se ha
llamado
Hijo de Dios!". Estas palabras, se ha llamado Hijo de Dios, despertaron
los
temores supersticiosos de Pilatos; hizo conducir a Jesús aparte,
y
le preguntó de dónde era. Jesús no
respondió,
y Pilatos le dijo: "¿No me respondes? ¿No sabes que puedo
crucificarte
o ponerte en libertad?". Y Jesús respondió: "No
tendrías
tú ese poder sobre mí, si no lo hubieses recibido de
arriba;
por eso el que me ha entregado en tus manos ha cometido un gran pecado".
Pilatos, en medio de su incertidumbre, quiso obtener del Salvador una
respuesta
que lo sacara de este penoso estado: volvió al Pretorio, y se
estuvo
solo con Él. "¿Será posible que sea un Dios? se
decía
a sí mismo, mirando a Jesús ensangrentado y desfigurado;
después
le suplicó que le dijera si era Dios, si era el Rey prometido a
los
judíos, hasta dónde se extendía su imperio, y de
qué
orden era su divinidad. No puedo repetir más que el sentido de
la
respuesta de Jesús. El Salvador le habló con gravedad y
severidad;
le dijo en qué consistía su reino y su imperio;
después
le reveló todos los crímenes secretos que él
había
cometido; le predijo la suerte miserable que le esperaba, y le
anunció
que el Hijo del hombre vendría a pronunciar contra él un
juicio
justo.
Pilatos, medio atemorizado y medio irritado de las palabras de
Jesús,
volvió al balcón, y dijo otra vez que quería
libertar
a Jesús. Entonces gritaron: "¡Si lo libertas, no eres
amigo
del César!". Otros decían que lo acusarían delante
del
Emperador, de haber agitado su fiesta, que era menester acabar, porque
a
las diez tenían que estar en el templo. Por todas partes se
oía
gritar: "¡Que sea crucificado!"; hasta encima de las azoteas,
donde
había muchos subidos.
Pilatos vio que sus esfuerzos eran inútiles. El tumulto y los
gritos
eran horribles, y la agitación del pueblo era tan grande que
podía
temerse una insurrección. Pilatos mandó que le trajesen
agua;
un criado se la echó sobre las manos delante del pueblo, y el
gritó
desde lo alto de la azotea: "Yo soy inocente de la sangre de este
Justo;
vosotros responderéis por ella". Entonces se levantó un
grito
horrible y unánime de todo el pueblo, que se componía de
gentes
de toda la Palestina: "¡Que su sangre caiga sobre nosotros y
sobre
nuestros descendientes!”
XVIII Jesús condenado a
muerte
Cuando los judíos, habiendo pronunciado la maldición
sobre sí y sobre sus hijos, pidieron que esa sangre redentora,
que pide misericordia
para nosotros, pidiera venganza contra ellos; Pilatos mandó
traer
sus vestidos de ceremonia, se puso un tocado, en donde brillaba una
piedra
preciosa y otra capa. Estaba rodeado de soldados, precedido de
oficiales del
tribunal y por delante tenía un hombre que tocaba la trompeta.
Así
fue desde su palacio hasta la plaza, donde había, enfrente de la
columna
de la flagelación, un sitio elevado para pronunciar los juicios.
Este
tribunal se llamaba Gabbata: era una elevación redonda, donde se
subía
por escalones. Muchos de los fariseos se habían ido ya al
templo.
No hubo más que Anás, Caifás y otros veintiocho,
que
vinieron al tribunal cuando Pilatos se puso sus vestidos de ceremonia.
Los
dos ladrones también fueron conducidos al tribunal, y el
Salvador,
con su capa colorada y su corona de espinas, fue colocado en medio de
ellos.
Cuando Pilatos se sentó, dijo a los judíos: "¡Ved
aquí
a vuestro Rey!"; y ellos respondieron: "¡Crucificadlo!".
"¿Queréis
que crucifique a vuestro Rey?", volvió a decir Pilatos.
"¡No
tenemos más Rey que César!" gritaron los príncipes
de
los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más, y comenzó a
pronunciar
el juicio.
Los príncipes de los sacerdotes habían diferido la
ejecución
de los dos ladrones, ya anteriormente condenados al suplicio de la
cruz,
porque querían hacer una afrenta más a Jesús,
asociándolo
en su suplicio a dos malhechores de la última clase. Pilatos
comenzó
por un largo preámbulo, en el cual daba los nombres más
sublimes
al emperador Tiberio; después expuso la acusación
intentada
contra Jesús, que los príncipes de los sacerdotes
habían
condenado a muerte, por haber agitado la paz pública y violado
su
ley, haciéndose llamar Hijo de Dios y Rey de los judíos,
habiendo
el pueblo pedido su muerte por voz unánime. El miserable
añadió
que encontraba esa sentencia conforme a la justicia; él, que no
había
cesado de proclamar la inocencia de Jesús, y al acabar dijo:
"Condeno
a Jesús de Nazareth, Rey de los judíos, a ser
crucificado";
y mandó traer la cruz. Me parece que rompió un palo largo
y
que tiró los pedazos a los pies de Jesús.
Mientras Pilatos pronunciaba su juicio inicuo, vi que su mujer Claudia
Procla
le devolvía su prenda y la renunciaba. La tarde de este mismo
día
se salió secretamente del palacio, para refugiarse con los
amigos
de Jesús. Ese mismo día, a poco tiempo después, vi
a
un amigo del Salvador grabar sobre una piedra verdusca, detrás
de
la altura de Gabbata, dos líneas donde había estas
palabras:
Judex injustus, y el nombre de Claudia Procla. Esta piedra se halla
todavía
en los cimientos de una casa o de una iglesia en Jerusalén, en
el
sitio donde estaba Gabbata. Claudia Procla se hizo cristiana,
siguió
a San Pablo, y fue su fiel discípula.
Los dos ladrones estaban a derecha y a izquierda de Jesús:
tenían las manos atadas y una cadena al cuello; el que se
convirtió después, se mantuvo desde entonces tranquilo y
pensativo; el otro, grosero e insolente, se unió a los
alguaciles para maldecir e insultar a Jesús, que
miraba a sus dos compañeros con amor, y ofrecía sus
tormentos por la salvación. Los alguaciles juntaban los
instrumentos del suplicio y lo preparaban todo para esta terrible y
dolorosa marcha. Anás y Caifás
habían acabado sus discusiones con Pilatos: tenían dos
bandas
de pergamino con la copia de la sentencia y se dirigían con
precipitación
al templo, temiendo llegar tarde."
(1) Sor Ana Catalina viendo día por día
esta serie de escenas
sufrió dolores indecibles de cuerpo y de alma; su cara
parecía
la de una moribunda; padecía una sed tan grande que regularmente
por
la mañana su lengua estaba retirada y contraída, de tal
suerte
que a veces no podía articular una palabra para pedir alivio.
Así
cuando tuvo la visión sobre la coronación de espinas se
halló
tan enferma y abatida que no pudo referir sino las pocas palabras que
se
hallan en el texto.
La Venerable
Ana
Catalina Emmerich relató sus visiones para que, quienes las
conocieran
pudiesen tener una imagen vívida, en sus meditaciones, sobre la
Pasión
de Jesús.
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a la Beata Ana Catalina Emerich
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