XXXIV
Muerte
de Jesús
Sexta
y séptima palabras.
La
hora
del Señor había llegado: un sudor frío
corrió
sus miembros, Juan limpiaba los pies de Jesús con su sudario.
Magdalena, partida de dolor, se apoyaba detrás de la Cruz. La
Virgen Santísima de pie entre Jesús y el buen
ladrón, miraba el rostro de su Hijo moribundo. Entonces
Jesús dijo: "¡Todo está consumado!". Después
alzó la cabeza y gritó en alta voz: "Padre
mío, en tus manos encomiendo mi espíritu". Fue un grito
dulce
y fuerte, que penetró el cielo y la tierra: enseguida
inclinó
la cabeza y rindió el espíritu.
Juan
y las santas mujeres cayeron de cara sobre el suelo. El
centurión Abenadar tenía los ojos fijos en la cara
ensangrentada de Jesús, sintiendo una emoción muy
profunda. Cuando el Señor murió, la tierra tembló,
abriéndose el peñasco entre la Cruz de Jesús y la
del mal ladrón. El último grito del Redentor hizo temblar
a todos los que le oyeron. Entonces fue cuando la gracia iluminó
a Abenadar. Su corazón, orgulloso y duro, se partió como
la roca del Calvario; tiró su lanza, se dio golpes en el pecho
gritando con el acento de un hombre nuevo: "¡Bendito sea el Dios
Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; éste era
justo; es verdaderamente el Hijo de Dios!". Muchos soldados, pasmados
al oír las palabras de su jefe, hicieron como él.
Abenadar, convertido del todo, habiendo rendido homenaje al Hijo de
Dios, no quería estar más al servicio de sus enemigos.
Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, quien
tomó el mando y habiendo dirigido algunas palabras a los
soldados, se fue en busca de los discípulos del Señor,
que se mantenían ocultos en las grutas de Hinnón. Les
anunció la muerte del Salvador y se volvió a la ciudad a
casa de Pilatos.
Cuando Abenadar dio testimonio de la divinidad de Jesús, muchos
soldados hicieron como él: lo mismo hicieron algunos de los que
estaban
presentes y aún algunos fariseos de los que habían venido
últimamente. Mucha gente se volvía a su casa
dándose
golpes de pecho y llorando. Otros rasgaron sus vestidos y se cubrieron
con
tierra la cabeza. Era poco más de las tres cuando Jesús
rindió
el último suspiro. Los soldados romanos vinieron a guardar la
puerta
de la ciudad y a ocupar algunas posiciones para evitar todo movimiento
tumultuoso.
Casio y cincuenta soldados se quedaron en el Calvario.
XXXV
Temblor
de tierra – Aparición de los muertos en Jerusalén
Cuando
Jesús expiró, vi su alma rodeada de mucha luz, entrar en
la tierra, al pie de la Cruz; muchos ángeles, entre ellos
Gabriel, la acompañaron. Estos ángeles arrojaron de la
tierra al abismo una multitud de malos espíritus. Jesús
envió desde el limbo muchas almas a sus cuerpos para que
atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de Él.
En el templo, los príncipes de los sacerdotes habían
continuado el sacrificio, interrumpido por el espanto que les causaron
las tinieblas y creían triunfar con la vuelta de la luz; mas de
pronto la tierra tembló, el ruido de las paredes que se
caían y del velo del templo que se rasgaba, les infundió
un terror espantoso. Se vio de repente aparecer en el santuario al sumo
sacerdote Zacarías, muerto entre el templo y el altar,
pronunciar palabras amenazadoras; habló de la muerte del otro
Zacarías, padre de Juan Bautista, de la de
Juan Bautista y en general de la muerte de los profetas. Dos hijos del
piadoso sumo sacerdote Simón el Justo se presentaron cerca del
gran púlpito y hablaron igualmente de la muerte de los profetas
y del sacrificio que
iba a cesar. Jeremías se apareció cerca del altar y
proclamó con voz amenazadora el fin del antiguo sacrificio y el
principio del nuevo.
Estas apariciones, habiendo tenido lugar en los sitios en donde
sólo los sacerdotes podían tener conocimiento de ellas,
fueron negadas
o calladas y prohibieron hablar de ellas bajo severísimas penas.
Pero pronto se oyó un gran ruido: las puertas del santuario se
abrieron y una voz gritó: "Salgamos de aquí". Nicodemus,
José de Arimatea y otros muchos abandonaron el templo. Muertos
resucitados se
veían asimismo que andaban por el pueblo. Anás que era
uno
de los enemigos más acérrimos de Jesús, estaba
casi
loco de terror: huía de un rincón a otro, en las piezas
más retiradas del templo. Caifás quiso animarlo, pero fue
en vano: la
aparición de los muertos lo había consternado.
Dominado Caifás por el orgullo y la obstinación, aunque
sobrecogido por el terror, no dejó traslucir nada de lo que
sentía, oponiendo su férrea frente a los signos
amenazadores de la Ira Divina. No pudo, a pesar de sus esfuerzos, hacer
continuar la ceremonia. Dijo y mandó decir a los otros
sacerdotes que estos signos de la ira del cielo habían sido
ocasionados por los secuaces del Galileo, que muchas cosas
provenían de los sortilegios de ese hombre que, en su muerte
como en su vida había agitado el reposo del templo.
Mientras todo esto pasaba en el templo, el mismo sobresalto reinaba en
muchos sitios de Jerusalén. No sólo en el Templo hubo
apariciones
de muertos: también ocurrieron en la ciudad y sus alrededores.
Entraron en las casas de sus descendientes y dieron testimonio de
Jesús con palabras severas contra los que habían tomado
parte en su muerte.
Pálidos o amarillos, su voz dotada de un sonido extraño e
inaudito,
iban amortajados según la usanza del tiempo en que
vivían:
al llegar a los sitios en donde la sentencia de muerte de Jesús
fue
proclamada, se detuvieron un momento y gritaron: "¡Gloria a
Jesús
y maldición a sus verdugos!". El terror y el pánico
producidos
por estas apariciones fue grande: el pueblo se retiró por fin a
sus
moradas, siendo muy pocos los que comieron por la noche el Cordero
pascual.
XXXVI
José
de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús
Apenas
se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, el gran
consejo de los judíos pidió a Pilatos que mandara romper
las piernas a los crucificados, para que no estuvieran en la cruz el
sábado.
Pilatos dio las órdenes necesarias. En seguida José de
Arimatea
vino a verle; pues con Nicodemus habían formado el proyecto de
enterrar a Jesús en un sepulcro nuevo, que había hecho
construir a poca distancia del Calvario. Habló a Pilatos,
pidiéndole el cuerpo de Jesús. Pilatos se
extrañó que un hombre tan honorable pidiese con tanta
instancia el permiso de rendir los últimos honores al que
había hecho morir tan ignominiosamente. Hizo llamar al
centurión Abenadar, vuelto ya después de haber conversado
con los discípulos y le preguntó si el Rey de los
judíos había expirado. Abenadar le contó la muerte
del Salvador, sus últimas palabras, el temblor de tierra y la
roca abierta por el terremoto. Pilatos pareció extrañar
sólo que Jesús hubiera muerto tan pronto,
porque ordinariamente los crucificados vivían más tiempo;
pero interiormente estaba lleno de angustia y de terror por la
coincidencia
de esas señales con la muerte de Jesús. Quizá
quiso
en algo reparar su crueldad dando a José de Arimatea el permiso
de
tomar el cuerpo de Jesús. También tuvo la mira de dar un
desaire
a los sacerdotes, que hubiesen visto gustosos a Jesús enterrado
ignominiosamente
entre dos ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar
sus
órdenes, que fue Abenadar. Le vi asistir al descendimiento de la
Cruz.
XXXVII
Abertura
del costado de Jesús – Milagro de la vista de Casio
Mientras
tanto el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El
pueblo
atemorizado se había dispersado; María, Juan, Magdalena,
María
hija de Cleofás y Salomé, estaban de pie o sentadas en
frente
de la Cruz, la cabeza cubierta y llorando. Se notaban algunos soldados
recostados sobre el terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a
caballo, iba
de un lado a otro. El cielo estaba oscuro y la naturaleza
parecía
enlutada.
Pronto llegaron seis alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y barras
de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se
acercaron a
la Cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco y la Virgen
Santísima temía que ultrajasen aún el cuerpo de su
Hijo. Aplicaron las escalas a la Cruz para asegurarse de que
Jesús estaba muerto. Habiendo visto que el cuerpo estaba
frío y rígido lo dejaron y subieron a las cruces de los
ladrones. Dos alguaciles les quebraron los brazos por encima y por
debajo de los codos con sus martillos. Gesmas daba gritos horribles y
le pegaron tres golpes sobre el pecho para acabarlo de matar. Dimas
lanzó un gemido y expiró, siendo el primero de los
mortales que volvió a ver a su Redentor.
Los verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús. El
modo horrible como habían fracturado los miembros de los
ladrones hacía temblar a las santas mujeres por el cuerpo del
Salvador. Mas el subalterno Casio, hombre de veinticinco años,
cuyos ojos bizcos excitaban la
befa de sus compañeros, tuvo una inspiración
súbita.
La ferocidad bárbara de los verdugos, la angustia de las santas
mujeres
y el ardor grande que excitó en él la Divina gracia, le
hicieron
cumplir una profecía. Empuñó la lanza y dirigiendo
su
caballo hacia la elevación donde estaba la Cruz, se puso entre
la
del buen ladrón y la de Jesús. Tomó su lanza con
las
dos manos y la clavó con tanta fuerza en el costado derecho del
Señor, que la punta atravesó el corazón, un poco
más abajo
del pulmón izquierdo. Cuando la retiró salió de la
herida una cantidad de sangre y agua que llenó su cara, que fue
para él baño de salvación y de gracia. Se
apeó y de rodillas, en tierra, se dio golpes de pecho,
confesando a Jesús en alta voz. La Virgen Santísima y sus
amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos en Jesús, vieron con
inquietud la acción de ese hombre y se precipitaron hacia la
Cruz dando gritos. María cayó en los
brazos de las santas mujeres, como si la lanza hubiese atravesado su
propio
corazón, mientras Casio, de rodillas, alababa a Dios; pues los
ojos
de su cuerpo y de su alma se habían curado y abierto a la luz.
Todos estaban conmovidos profundamente a la vista de la sangre del
Salvador, que había caído en un hoyo de la peña,
al pie de la
Cruz. Casio, María, las santas mujeres y Juan recogieron la
sangre
y el agua en frascos y limpiaron el suelo con paños. Casio, que
había recobrado toda la plenitud de su vista, estaba en una
humilde contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro
que había obrado en él, se hincaron de rodillas,
dándose golpes de pecho y confesaron a Jesús. Casio,
bautizado con el nombre de Longinos, predicó la fe como
diácono y llevó siempre sangre de Jesús sorbe
sí. Esta se había secado y se halló en su
sepulcro, en Italia, en una ciudad a poca
distancia del sitio donde vivió Santa Clara. Hay un lago con una
isla
cerca de esta ciudad. El cuerpo de Longinos debe haber sido
transportado
a ella. Los alguaciles que, mientras tanto, habían recibido
orden
de Pilatos de no tocar el cuerpo de Jesús, no volvieron.
XXXVIII
El
descendimiento
En
el momento en que la Cruz se quedó sola y rodeada de algunos
guardias, vi a cinco personas que habían venido de Betania por
el valle acercarse al Calvario, elevar los ojos hacia la Cruz y
alejarse furtivamente. Creo que eran discípulos. Tres veces me
encontré en las inmediaciones a dos hombres deliberando y
consultándose. Eran José de Arimatea y Nicodemo. La
primera vez los vi en las inmediaciones de la crucifixión,
quizá cuando mandaron a comprar las vestiduras que iban a
repartirse los esbirros; otra vez, cuando, después de ver que la
muchedumbre se dispersaba fueron al sepulcro a preparar algunas cosas.
La tercera fue cuando volvían a la Cruz mirando a todas partes,
como si esperasen una ocasión favorable. Entonces quedaron de
acuerdo en como bajarían el Cuerpo del Salvador de la Cruz y se
volvieron a la ciudad.
Su siguiente paso fue ocuparse de transportar los objetos necesarios
para embalsamar el Cuerpo del Señor. Sus criados cogieron
algunos instrumentos para desenclavarlo de la Cruz. Nicodemo
había comprado cien libras de raíces, que
equivalían a treinta y siete libras de nuestro peso, como me han
explicado. Sus servidores llevaban una parte de esos aromas en
pequeños recipientes hechos de corcho colgados del cuello sobre
el pecho. En uno de esos corchos había unos polvos y llevaban
también algunos paquetes de hierbas en sacos de pergamino o de
piel. José tomó consigo además una caja de
ungüento; en fin, todo lo necesario.
Los criados prepararon fuego en una linterna cerrada y salieron de la
ciudad antes que sus señores, por otra puerta
encaminándose después hacia el Calvario. Pasaron por
delante de la casa donde la Virgen, Juan y las santas mujeres
habían ido a coger diversas cosas para embalsamar el Cuerpo de
Jesús. Juan y las santas mujeres siguieron a los criados a corta
distancia. Había cinco mujeres, algunas llevaban debajo de los
mantos largos, lienzos de tela. Las mujeres tenían la costumbre,
cuando salían por la noche o para hacer secretamente alguna
acción piadosa, de envolverse con una sábana larga.
Comenzaban por un brazo y se iban rodeando el resto del cuerpo con la
tela tan estrechamente que apenas podían caminar. Yo las he
visto así ataviadas. En esa ocasión presentaban un
aspecto mucho más extraño a mis ojos. Iban vestidas de
lujo. José y Nicodemo llevaban también vestidos de lujo,
de mangas negras y cintura ancha. Sus mantos que se habían
echado sobre su cabeza, eran anchos, largos y de color pardo. Les
servían para esconder lo que llevaban.
Se encaminaron hacia la puerta que conduce al Calvario. Las calles
estaban desiertas, el terror general hacía que todo el mundo
permaneciese encerrado en sus casas. La mayoría de ellos
empezaban a arrepentirse, y muy pocos celebraban la fiesta. Cuando
José y Nicodemo llegaron a la puerta, la hallaron cerrada y todo
alrededor, el camino y las calles lleno de soldados. Eran los mismos
que los fariseos habían solicitado a las dos, cuando
temían una insurrección, y hasta entonces no
habían recibido orden ninguna de regresar. José
presentó la orden firmada por Pilatos para dejarlo pasar
libremente. Los soldados la encontraron conforme mas le dijeron que
habían intentado abrir ya la puerta antes, sin poderlo conseguir
y que, sin duda el terremoto debía de haberla desencajado por
alguna parte, y que por esa razón, los esbirros encargados de
romper las piernas a los crucificados habían tenido que pasar
por otra puerta. Pero cuando José y Nicodemo probaron, la puerta
se abrió sola, dejando a todos atónitos.
El
cielo estaba todavía oscuro y nebuloso; cuando llegaron al
Calvario se encontraron con sus
criados y las santas mujeres que lloraban sentadas en frente de la
Cruz. Casio y muchos soldados, que se habían convertido, estaban
a cierta distancia, tímidos y respetuosos. José y
Nicodemus contaron a La Virgen y a Juan todo lo que habían hecho
para librar a Jesús de una muerte ignominiosa y cómo
habían obtenido que no rompiesen los huesos al Señor y la
profecía se había cumplido. Hablaron también de la
lanzada de Casio.
Entre tanto llegó el centurión Abenadar y luego
comenzaron en medio de la tristeza y de un profundo recogimiento,
su dolorosa y piadosa obra del descendimiento de Jesús y el
embalsamamiento del sagrado Cuerpo del Señor.
La
Santísima Virgen y Magdalena esperaban sentadas al pie de la
Cruz, a la derecha, entre la cruz de Dimas y la de Jesús; las
otras mujeres estaban ocupadas en preparar los paños, los
aromas, el agua, las esponjas y las vasijas. Casio se acercó
también y le contó a Abenadar la milagrosa
curación
de la vista. Todos se sentían muy conmovidos, llenos de tristeza
y de amor y al mismo tiempo silenciosos y solemnes; sólo cuando
la prontitud y la atención que exigían esos cuidados
piadosos, lo permitían, se oían lamentos y gemidos
ahogados. Sobretodo Magdalena, se hallaba entregada enteramente a su
dolor, y nada podía consolarla ni distraerla, ni la presencia de
los demás ni alguna otra consideración.
Nicodemus y José pusieron las escaleras detrás de la
Cruz, subieron con unos lienzos, ataron el Cuerpo de Jesús por
debajo de los brazos y de las rodillas al tronco de la Cruz con las
piezas de lino y fijaron asímismo los brazos por las
muñecas. Entonces, fueron arrancando los clavos,
martilleándolas por detrás. Las manos de Jesús no
se movieron mucho a pesar de los golpes, y los clavos salieron
fácilmente de las llagas, que se habían abierto
grandemente debido al peso del Cuerpo. La parte inferior del Cuerpo,
que, al expirar Nuestro Señor había quedado cargado sobre
las rodillas, reposaba en su posición natural, sostenida por una
sábana atada a los brazos de la Cruz. Mientras José
sacaba el clavo izquierdo y dejaba ese brazo, sujeto por el lienzo caer
sobre el Cuerpo, Nicodemo iniciaba la misma operación con el
brazo derecho, y levantaba con cuidado su cabeza, coronada de espinas,
que había caído sobre el hombro de ese lado. Entonces
arrancó el clavo derecho, y dejó caer despacio el brazo,
sujeto con una tela, sobre el Cuerpo. Al mismo tiempo, el
centurión Abenadar arrancaba con esfuerzo el gran clavo de los
pies. Casio recogió religiosamente los clavos y los puso a los
pies de la Virgen.
Sin perder un segundo, José y Nicodemo llevaron la escalera a la
parte delante de la Cruz, la apoyaron casi recta y muy cerca del
Cuerpo; desataron el lienzo de arriba y lo colgaron a uno de los
ganchos que habían colocado previamente en la escalera, hicieron
lo mismo con los otros dos lienzos, y bajándolos de gancho en
gancho, consiguieron ir separando despacio el Sagrado Cuerpo de la Cruz
hasta llegar enfrente del centurión, que, subido en un banco, lo
rodeó con sus brazos por debajo de las rodillas, y lo fue
bajando, mientras josé y Nicodemus, sosteniendo la parte
superior del Cuerpo iban bajando escalón por escalón con
las mayores precauciones; como cuando se lleva el cuerpo de un amigo
gravemente herido, así el Cuerpo del Salvador fue llevado hasta
abajo. Fue un espectáculo muy tierno;
tenían el mismo cuidado, las mismas precauciones como si
hubiesen temido causar algún dolor a
Jesús: parecían haber concentrado sobre el Sagrado
Cuerpo, todo el amor y la veneración que habían sentido
hacia el Salvador durante su vida. Todos los circunstantes
tenían los ojos fijos en
el
grupo y y el Cuerpo del Señor y contemplaban todos sus
movimientos; a cada instante levantaban
las
manos al cielo, derramaban lágrimas y daban señales del
más
profundo dolor. Todos estaban penetrados de un respeto profundo,
hablando
sólo en voz baja para ayudarse o avisarse los unos a otros.
Mientras los martillazos se oían, María, Magdalena y
todos los que estubieran presentes en la crucifixión,
tenían
el corazón partido. El ruido de esos golpes les recordaba los
padecimientos de Jesús; temblaban al recordar el
grito penetrante de sus sufrimientos y al mismo tiempo se
afligían del silencio de su boca divina, prueba incontestable de
su muerte.
Habiendo descendido
del todo
los tres hombres el Santo Cuerpo, lo envolvieron desde las rodillas
hasta la cintura y lo pusieron en los
brazos de su Madre, que los tendía hacia el Hijo poseída
de dolor y
de
amor.
El
embalsamamiento
La
Virgen Santísima se sentó sobre una amplia tela extendida
sobre el suelo; con la rodilla derecha un poco levantada y un hatillo
de ropas en la espalada. Lo habían dispuesto todo para facilitar
a la Madre de alma profundamente afligida, la Madre de los dolores. Las
tristes honras fúnebres que iban a dispensar al Cuerpo de su
Hijo. La sagrada cabeza de Jesús estaba reclinada sobre las
rodillas de la Madre; su Cuerpo, tendido sobre una sábana. La
Virgen Santísima sostenía por
última
vez en sus brazos el Cuerpo de su querido Hijo, a quien no había
podido dar ninguna prueba de su amor en todo su martirio;
contempló sus
heridas, cubrió de ósculos su cara ensangrentada,
mientras
Magdalena reposaba la suya sobre sus pies.
Mientras los hombres se retiraron a una hondonada pequeña al
suroeste del Calvario, a preparar todo para el embalsamamiento del
cadáver. Casio, con algunos de los soldados que se habían
convertido al Señor, se mantenía a una distancia
respetuosa. Toda la gente malintecionada se había vuelto a la
ciudad y los soldados presentes formaban únicamente una guardia
de seguridad para impedir que nadie interrumpiese los últimos
honores que iban a ser rendidos a Jesús. Algunos de esos
soldados prestaban su ayuda cuando se lo pedían. Las santas
mujeres entregaban vasijas, esponjas, paños, ungüentos y
aromas, cuando les era requerido y el resto del tiempo
permanecían atentas a corta distancia. Magdalena no se apartaba
del Cuerpo de Jesús, pero Juan daba continuo apoyo a La Virgen e
iba de aquí para allá, servía de mensajero entre
las mujeres y los hombres, ayudando a unas y otros. Las mujeres
tenían a su lado botas incipientes a su lado de boca ancha y un
jarro de agua, puesto sobre un fuego de carbón. Entregaban a
María y a Magdalena, conforme lo necesitaban, vasijas llenas de
agua y esponjas que exprimían después en los recipientes
de cuero.
La Virgen Santísima conservaba un valor admirable en su
indecible dolor. Era absolutamente imposible dejar el Cuerpo de su Hijo
en el estado en que lo había dejado el suplicio, por lo que
procedió con inefable dedicación a lavarlo y a limpiarle
las señales de los ultrajes que había recibido. Le
quitó, con la mayor precaución la corona de
espinas, abriéndola por atrás y contando una por una las
espinas clavadas en la cabeza de Jesús, para no abrir las
heridas al intentar arrancarlas. Puso la corona junto a los clavos,
entonces La Virgen fue sacando los restos de espinas que
habían quedado, con una especie de pinzas redondas y las
enseñó con tristeza a sus compañeras.
El divino Rostro de Nuestro Señor, apenas se podía
conocer, tan desfigurado estaba con las llagas que lo cubría, la
barba y el cabello estaban apelmazados por la sangre. María le
alzó suavemente la cabeza y con esponjas mojadas fue
lavándole la sangre seca. Conforme lo hacía, las
horribles crueldades ejercidas sobre Jesús se hacían
más visibles en el Rostro de Jesús y se acrecentaban
herida tras herida. Lavó las llagas de la cabeza, la sangre que
cubría los ojos, la nariz y las orejas de Jesús, con una
pequeña esponja y un paño extendido sobre los dedos de su
mano derecha. Lavó del mismo modo, su boca entreabierta, la
lengua, los dientes y los labios. Limpió y desenredó lo
que restaba del cabello del Salvador y lo dividió en tres parte,
una sobre cada sien y la tercera sobre su nuca.
Tras haberle limpiado la cara, La Santísima Virgen se la
cubrió después de haberla besado, luego se ocupó
del cuello, de los hombros y el cuello, de los brazos y de las manos.
Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los miembros
estaban dislocados y no podían doblarse. El hombro que
había llevado la Cruz, era una llaga enorme, toda la parte
superior del Cuerpo estaba cubierta de heridas y desgarrada por los
azotes. Cerca del pecho izquierdo se veía una
pequeña abertura, por donde había salido la punta de la
lanza de Casio. Y en el lado derecho, el ancho corte por donde
había entrado la lanza por donde había entrado la lanza
que le había atravesado el corazón.
La Virgen María lavó todas las llagas de Jesús.
Mientras Magdalena, de rodillas le ayudaba en algún momento,
pero si apartarse de los pies de Jesús que bañaba con
lágrimas y secaba con sus cabellos. La cabeza, el pecho y los
pies del Salvador estaban ya limpios: el Sagrado Cuerpo, blanco y
azulado como carne sin sangre, lleno de manchas moradas y rojas,
allí donde se le había arrancado la piel reposaba sobre
las rodillas de la Madre, que fue abriendo las partes elevadas,
después se encargó de embalsamar todas las heridas,
empezando por la cara.
Las santas mujeres arrodilladas frente a María, le presentaron
una caja donde sacaba algún ungüento precioso con el que
untaba las heridas y también el cabello. Tomó en su mano
izquierda las manos de su Hijo, las besó con amor y llenó
con ungüento y perfume las heridas de los clavos. Ungió
también las orejas, la nariz y la herida del costado. No tiraban
el agua que habían usado, sino que la vertían dentro de
las botas de cuero, en las que exprimían las esponjas. Yo vi
muchas veces a Casio ir a por agua a la fuente de Gihón, que
estaba bastante cerca. Cuando La Virgen hubo ungido todas las heridas,
envolvió la cabeza del Salvador en paños, mas no
cubrió todavía la cara; le cerró los ojos
entreabiertos y dejó reposar un tiempo su mano sobre ellos.
Cerró su boca y abrazó el Sagrado Cuerpo de
su Hijo y dejó caer su cara sobre la de Él.
José
y Nicodemo llevaban un rato esperando en respetuoso silencio cuando Juan,
acercándose a la Virgen, le suplicó que se separase de su
Hijo para que le pudieran embalsamar, porque se acercaba el
sábado. María abrazó el Cuerpo de su Hijo y se
despidió de Él en los
términos más tiernos. Entonces los hombres cogieron la
sábana donde estaba depositado el Cuerpo y así lo tomaron
de
los brazos de su Madre y lo llevaron aparte para embalsamar lo.
María Santísima de nuevo abandonada a su dolor, que
habían aliviado un poco los tiernos cuidados dispensados al
Cuerpo de Nuestro Señor, se derrumbó ahora con la cabeza
cubierta en brazos de las santas mujeres. Magdalena como si hubieran
querido robarle a su amado corrió algunos pasos hacia Él
con los brazos abiertos, pero tras un momento volvió junto a la
Santísima Virgen.
El Sagrado Cuerpo fue trasladado a un sitio más
bajo y allí lo depositaron encima de una roca plana, que era un
lugar adecuado para embalsamar lo. Vi como primero pusieron sobre la
roca un lienzo de malla, seguramente para dejar que corriese el agua;
tendieron el Cuerpo sobre ese lienzo calado y mantuvieron otra
sábana extendida sobre Él. José y Nicodemo se
arrodillaron y, debajo de esta cubierta, le quitaron el paño con
el que lo habían cubierto al descenderlo de la Cruz y el lienzo
de la cintura, y con esponjas le lavaron todo el Cuerpo, lo untaron con
mirra, perfume y espolvorearon las heridas con unos polvos que
había comprado Nicodemo y, finalmente envolvieron la parte
inferior del Cuerpo.
Entonces llamaron a las santas mujeres, que se habían quedado al
pie de la Cruz. María Santísima se arrodilló cerca
de la cabeza de Jesús, puso debajo un lienzo muy fino que le
había dado la mujer de Pilatos, y que llevaba Ella alrededor de
su cuello, bajo su manto; después, con la ayuda de las santas
mujeres lo ungió desde los hombros hasta la cara con perfumes,
aromas y perfumes aromáticos. Magdalena echó un frasco de
bálsamo en la llaga del costado y las santas mujeres pusieron
también hierbas en las llagas de las manos y de los pies.
Después, los hombres envolvieron el resto del Cuerpo, cruzaron
los brazos de Jesús sobre su pecho y envolvieron su Cuerpo en la
gran sábana blanca hasta el pecho, ataron una venda alrededor de
la cabeza y de todo el pecho. Finalmente colocaron al Dios Salvador en
diagonal sobre la gran sábana de seis varas que había
comprado José de Arimatea y lo envolvieron con ella; una punta
de la sábana fue doblada desde los pies hasta el pecho y la otra
sobre la cabeza y los hombros; las otras dos, envueltas alrededor del
Cuerpo.
Cuando la Santísima Virgen, las santas mujeres, los hombres,
todos los que, arrodillados rodeaban el Cuerpo del Señor para
despedirse de Él, se operó delante
de sus ojos un conmovedor milagro: el Sagrado Cuerpo de Jesús,
con sus
heridas, apareció representado sobre el lienzo que lo
cubría, como si hubiese querido recompensar su celo y su amor y
dejarles su retrato a través de los velos que
lo cubrían. Abrazaron su adorable Cuerpo llorando y
reverentemente besaron la milagrosa imagen que les había dejado.
Su asombro aumentó cuando, alzando la sábana, vieron que
todas las vendas que envolvían el Cuerpo estaban blancas como
antes y que solamente en la sábana superior había quedado
fijada la milagrosa imagen. No eran manchas de las heridas sangrantes,
puesto que todo el Cuerpo estaba envuelto y embalsamado, era un retrato
sobrenatural, un testimonio de la
divinidad creadora, que residía siempre en el Cuerpo de
Jesús. Esta sábana quedó después de la
Resurrección en poder de los amigos de Jesús; cayó
también dos veces en manos de los judíos y fue venerada
más tarde en diferentes lugares. Yo la he visto en Asia, en casa
de cristianos no católicos; he olvidado el nombre de la ciudad,
que estaba situada en un lugar cercano al país de los tres Reyes
Magos. (Véase
Sábana Santa)
XXXIX
Jesús
colocado en el sepulcro
Los
hombres pusieron el Sagrado Cuerpo sobre unas parihuelas de cuero,
tapadas con un cobertor oscuro. Eso me recordaba el Arca de la Alianza.
Nicodemus y José llevaban sobre
sus hombros los palos de delante y Abenadar y Juan los de atrás.
En seguida venían la Virgen, María de Helí,
Magdalena y María
la de Cleofás, después las mujeres que habían
estado
al pie de la Cruz sentadas a cierta distancia: Verónica, Juana
Chusa,
María madre de Marcos, Salomé mujer de Zebedeo,
María Salomé, Salomé de Jerusalén, Susana y
Ana sobrina de San José; Casio y los soldados cerraban la
marcha. Las otras mujeres habían quedado en Betania con
Lázaro y Marta. Dos soldados con antorchas iban delante para
alumbrar la gruta del sepulcro. Anduvieron así cerca de siete
minutos, cantando salmos con voces dulces y melancólicas. Vi
sobre una altura del otro lado del valle a Santiago el mayor, hermano
de Juan, que los vio pasar y se fue a contar a los demás
discípulos lo que había visto. Se detuvieron a la entrada
del jardín de José,
que abrieron arrancando algunos palos, que sirvieron después de
palancas para llevar a la gruta la piedra que debía tapar el
sepulcro.
Cuando llegaron a la peña, trasladaron el Santo Cuerpo a una
tabla cubierta con una sábana. La gruta que había sido
excavada recientemente, había sido barrida por los esbirros de
Nicodemus; se veía limpio en el interior y agradable a la vista.
Las santas mujeres se
sentaron
en frente de la entrada. Los cuatro hombres introdujeron el Cuerpo del
Señor, llenaron de aromas una parte del sepulcro, extendieron
una sábana
sobre la cual pusieron el Cuerpo. Le testimoniaron una última
vez su amor con sus lágrimas y salieron de la gruta. Entonces
entró la
Virgen,
se sentó al lado de la cabeza y se echó llorando sobre el
Cuerpo de su Hijo. Cuando salió de la gruta, Magdalena
entró
precipitadamente; había cogido en el jardín flores y
ramos que echó sobre Jesús; cruzó las manos y
besó, llorando, los pies sagrados de Jesús; pero
habiéndole
dicho los hombres que debían cerrar el sepulcro, se
volvió
con las otras mujeres.
Doblaron las puntas de la sábana sobre el pecho de Jesús
y pusieron encima de todo una tela oscura y salieron. La piedra gruesa
destinada a cerrar el sepulcro que estaba aun lado de la gruta era muy
pesada y solo con las palancas pudieron hacerla rodar hasta la entrada
del sepulcro. La entrada de la gruta dentro de la que estaba el
sepulcro era de ramas entretejidas. Todo lo que se hizo dentro de la
gruta, tuvo que hacerse con antorchas porque la luz del día
nunca penetraba en ella.
LX
Los
judíos
ponen guardia en el sepulcro
Todos
volvieron a la ciudad; José y Nicodemus encontraron en
Jerusalén a Pedro, a Santiago el Mayor y a Santiago el Menor. Vi
después a
la Virgen Santísima y a sus compañeras entrar en el
Cenáculo; Abenadar fue también introducido y poco a poco
la mayor parte de
los Apóstoles y de los discípulos se reunieron en
él.
Tomaron algún alimento y pasaron todavía unos momentos
reunidos
llorando y contando lo que habían visto. Los hombres cambiaron
de
vestido y los vi después, debajo de una lámpara, orar.
En
la noche del viernes al sábado vi a Caifás y a los
principales judíos consultarse respecto de las medidas que
debían adoptarse, vistos los prodigios que habían
sucedido y la disposición del pueblo. Al salir de esta
deliberación, fueron por la noche a casa
de Pilatos y le dijeron que como ese "seductor" había asegurado
que
resucitaría el tercer día, era menester guardar el
sepulcro tres días; porque si no, sus discípulos
podían llevarse su Cuerpo y esparcir la voz de su
Resurrección. Pilatos, no queriendo mezclarse en ese negocio,
les dijo: "Tenéis una guardia: mandad que guarde el sepulcro
como queráis". Sin embargo, les dio a Casio, que debía
observarlo todo, para hacer una relación exacta de lo que viera.
Vi salir de la ciudad a unos doce, antes de levantarse el sol; los
soldados que los acompañaban no estaban vestidos a la romana,
eran soldados del templo. Llevaban faroles puestos en palos para
alumbrarse en la oscura gruta donde se encontraba el sepulcro.
Así que llegaron, se aseguraron de la presencia del cuerpo de
Jesús; después ataron una cuerda atravesada delante de la
puerta del sepulcro y otra segunda sobre la piedra gruesa que estaba
delante y lo sellaron todo con un sello semicircular.
Los fariseos volvieron a Jerusalén y los guardas se pusieron
enfrente de la puerta exterior. Casio no se movió de su puesto.
Había recibido grandes gracias interiores y la inteligencia de
muchos misterios. No acostumbrado a ese estado sobrenatural, estuvo
todo el tiempo como fuera de sí, sin ver los objetos exteriores.
Se transformó en un
nuevo hombre y pasó todo el día haciendo penitencia y
oración.