Los
antepasados de Santa Ana fueron Esenios. Estos piadosísimos
hombres descendían de aquellos sacerdotes que en tiempos de
Moisés y Aarón tenían
el encargo de llevar el Arca de la Alianza, los cuales recibieron, en tiempos
de Isaías y Jeremías, ciertas reglas de vida. Al
principio no eran numerosos. Más
tarde vivieron en Tierra Santa reunidos en una extensión como de millas
de largo y de ancho, y sólo
más tarde se acercaron a las regiones del
Jordán. Vivían principalmente en el monte Horeb y en el
Carmelo.
Los
jefes
de los Esenios
tenían conocimiento del misterio encerrado en el Arca de
la Alianza. Los que permanecían célibes formaban una
agrupación aparte, una
orden espiritual, y eran probados largamente durante varios años
antes de
ser admitidos. Los jefes de la orden los recibían por mayor o
menor tiempo, según
la inspiración que recibían de lo alto. Los Esenios que
vivían en matrimonio
observaban mucho rigor entre ellos y sus mujeres e hijos, y guardaban la
misma relación, con los verdaderos Esenios, que los Terciarios
Franciscanos respecto
a la Orden Franciscana. Solían consultar todos sus asuntos al
anciano jefe del monte Horeb. Los Esenios célibes eran de una
indescriptible pureza
y piedad. Llevaban blancas y largas vestiduras, que conservaban perfectamente
limpias. Se ocupaban de educar a los niños.
Tres
veces al año iban al
templo de Jerusalén. Tenían sacerdotes entre ellos, que
cuidaban de las vestiduras sagradas, a las cuales purificaban,
hacían de nuevo
y costeaban su hechura. Se ocupaban de agricultura, de ganadería
y especialmente de
cultivar huertas. El monte Horeb estaba lleno de jardines y
árboles frutales,
en medio de sus chozas y viviendas. Otros tejían con mimbres o
paños, o bordaban y adornaban vestiduras sacerdotales. La seda
no la usaban para
sí: la llevaban atada al mercado y la cambiaban por productos.
En Jerusalén
tenían un barrio especial para ellos y aún en el templo
un lugar reservado.
En tiempo
de los abuelos de Ana era jefe de los Esenios el anciano Arcos. Este
hombre tenía visiones en la cueva de Elías, en el monte
Horeb, referentes a
la venida del Mesías. Sabía de qué familia
debía nacer el Mesías. Cuando
Arcos tenía que
profetizar sobre los antepasados de Ana, veía que el tiempo
se iba acercando. Ignoraba, empero, que a veces se retardaba e
interrumpía el
orden por el pecado, y por cuánto tiempo era la tardanza. Sin
embargo, exhortaba
a la penitencia y al sacrificio. El abuelo de Ana era un Esenio que
se llamaba Estolano antes de su matrimonio. Por su mujer y por las posesiones
de ésta, se llamó después Garesha o Sarziri.
Un
año y medio más tarde se casó Ana con Helí
o Joaquín, también por un aviso profético del
anciano Arcos. Hubiera debido casar con un levita de
la tribu de Aarón, como las demás de su tribu; pero por
la razón dicha fue
unida con Joaquín, de la tribu de David, pues María
debía ser de la tribu de
David. Había tenido varios pretendientes y no conocía a
Joaquín; pero lo prefirió
a los demás por aviso de lo alto. Joaquín era pobre de
bienes y era pariente de
San José. Era pequeño de estatura y delgado, era
hombre
de buena índole
y de atrayentes maneras. Tenía, como Ana, algo de inexplicable
en sí.
Joaquín
y Ana vivían
junto a Eliud, el padre de Ana. Reinaba en su casa la estricta vida
y costumbre de los Esenios. La casa estaba en Séforis, aunque un
tanto
apartada, entre un grupo de casas, de las cuales era la más
grande y notable. Allí
vivieron unos siete años. Los padres de Ana eran más bien
ricos; tenían
mucho ganado, hermosos tapices, notable menaje y siervos y siervas. No
he visto que cultivasen campos, pero sí que llevaban el ganado
al pastoreo.
Como
la casa era amplia, vivían y dormían en pequeñas
habitaciones separadas, donde
era posible verlos a menudo en oración, cada uno por su lado,
con gran
devoción y fervor. Los vi vivir así durante largo tiempo.
Daban muchas limosnas
y cada vez que repartían sus bienes y sus rebaños,
éstos se multiplicaban de
nuevo rápidamente. Vivían con modestia en medio de
sacrificios y renunciamientos.
Los he visto vestir ropas de penitencia cuando rezaban y varias veces
vi a Joaquín, mientras visitaba sus rebaños en lugares
apartados, orar
a Dios en la pradera. En esta vida penitente perseveraron diecinueve
años después
del nacimiento de su primera hija María, anhelando ardientemente
la bendición
prometida y su tristeza era cada día mayor.
Joaquín
tuvo que sufrir aquí una pena muy cruel. Vi a un sacerdote, de
nombre Rubén,
que despreció sus ofrendas, puesto que en lugar de colocarlas
junto a
las otras, en lugar aparente, detrás de las rejas, a la derecha
de la sala, las puso
completamente de lado. Ofendió públicamente al pobre
Joaquín a causa de
la esterilidad de su mujer y sin dejarlo acercarse, para mayor injuria,
lo relegó a
un rincón.
Después de esto se
retiró a su habitación y lloró amargamente.
He
visto también la aparición del ángel a
Joaquín. El ángel le mandó llevar las ofrendas
al templo y le prometió que sería escuchada su
oración. A
pesar de que le dijo que fuera después a la puerta dorada del
templo, Joaquín sentíase
temeroso de ir. Pero el ángel le dijo que los sacerdotes ya
tenían aviso
de su visita.
El
ángel habló entonces: "Ana tendrá una Niña
Inmaculada y de Ella saldrá la
salud del mundo. No debe lamentar Ana su esterilidad, que no es para su
deshonra sino para su gloria. Lo
que tendrá Ana no será
de él (Joaquín) si no
que por medio de él, será un fruto de Dios y la
culminación de la bendición dada
a Abraham". Joaquín no podía comprender esto, y el
ángel lo llevó detrás del
cortinado que estaba separado lo bastante para poder permanecer
allí. Vi
que el ángel ponía delante de los ojos de Joaquín
una bola brillante como un
espejo: él debía soplar sobre ella y mirar. Yo
pensé que el ángel le presentaba la
bola, según costumbre de nuestro país donde, en los
casamientos, se presenta
al sacristán. Cuando Joaquín echó su aliento sobre
la bola, aparecieron diversas
figuras en ella, sin empañarse en lo más mínimo.
Joaquín observaba. Entendí
que el ángel le
decía que de esa manera Ana daría
a luz, por medio
de él, sin ser empañada. El ángel
tomó la
bola y la levantó en alto, quedando
suspendida. Dentro de ella pude ver, como por una abertura, una serie
de cuadros conexos que se extendían desde la caída del
hombre hasta su redención.
Había allí todo un mundo, donde las cosas nacían
unas de otras. Tuve
conocimiento de todo, pero ya no puedo dar los detalles.
Joaquín
fue guiado por los sacerdotes hasta la puerta del pasillo
subterráneo, que corría debajo del templo y de la
puerta derecha. Era éste un camino que
se usaba en algunos casos para limpieza, reconciliación o
perdón. Los
sacerdotes dejaron a Joaquín en la puerta, delante de un
corredor angosto al
comienzo, que luego se ensanchaba y bajaba insensiblemente.
Había allí columnas
forradas con hojas de árboles y vides y brillaban los adornos de
oro en
las paredes iluminadas por una luz que venía de lo alto.
Cuando
se abrazaron, rodeados por el resplandor, entendí que era la
Concepción de
María en ese instante, y que María fue concebida como
hubiera sido la
concepción de todos sin el pecado original. Joaquín
y Ana caminaban así, alabando a Dios, hasta la salida. Llegaron
a una arcada
grande, como una capilla donde ardían lámparas, y
salieron afuera. Aquí
fueron recibidos por los sacerdotes, que los despidieron.
Vi enseguida un
sueño
profético, en el cual, durante la
ascensión de la nube, conoció Elías muchos
misterios relativos a la Santísima
Virgen. Desgraciadamente, en medio de tantas cosas que me perturban y
me distraen, he olvidado los detalles, como también otras muchas
cosas.
Supo Elías que María debía nacer en la
séptima edad del mundo;
por esto
llamó siete veces a su servidor. Otra vez pude ver a
Elías que ensanchaba la
gruta sobre la cual había orado y establecer una
organización más perfecta entre
los hijos de los profetas. Algunos de ellos rezaban habitualmente en
esta gruta
para pedir la venida de la Santísima Virgen, honrándola
desde antes de su
nacimiento. Esta devoción se perpetuó sin
interrupción, subsistió gracias a los
esenios, cuando estaba ya sobre la tierra, y fue observada más
tarde por algunos
ermitaños, de los cuales salieron finalmente los religiosos del
Carmelo.
Le
fue mandado a Elías que reuniera a varias piadosas familias
dispersar en el Norte,
Oriente y Mediodía y las llevase a Judea. Elías
envió a tres discípulos de
los profetas, que reconoció aptos para dicho objeto, por una
señal que le dio
el mismo Dios a Elías. Necesitaba gente muy segura, porque era
una empresa ardua
y arriesgada. Uno de ellos fue al Norte, otro al Oriente y el tercero al
Mediodía. Este camino lo llevaba a Egipto por un camino
peligroso para los
israelitas. Lo he visto en el mismo camino cuando huyó a Egipto
la Sagrada Familia,
y luego en la ciudad de Heliópolis. En un valle había un
gran templo,
rodeado de muchos edificios, y él llegó allí a
tiempo que se prestaba adoración
a un buey vivo. De estos animales había varias figuras en el
templo, junto
a otros ídolos. Se sacrificaban al ídolo niños que
habían nacido deformes.
Vi
salir de la tierra una hermosa columna como el tallo de una flor. A
semejanza del cáliz de una flor o la cabeza de la amapola que
surgen de un
pedúnculo, así salía de la columna una iglesia
octogonal, resplandeciente, que
permaneció firme sobre la columna. Esta subía hasta el
centro de la iglesia como
un pequeño árbol, cuyas ramas, divididas con regularidad,
llevaban las
figuras de la familia de la Santísima Virgen, las cuales, en
esta representación de
la fiesta, eran objeto de veneración particular. Estaban como
sobre los estambres
de una flor.
Con
varios días de anticipación había anunciado Ana a
Joaquín que se acercaba su alumbramiento. Con este motivo
envió ella mensajeros a Séforis,
a su hermana menor Marha; al valle de de Zabulón, a la viuda
Enue, hermana
de Isabel; y a Betsaida, a su sobrina María Salomé,
llamándolas a su lado.
Vi a Joaquín, la víspera del alumbramiento de Ana, que
enviaba numerosos siervos
a los prados donde estaban sus rebaños, yendo él mismo al
más cercano.
Las mujeres tomaron
a la niña, la despojaron de la faja, la lavaron y,
fajándola de nuevo, la llevaron
en seguida junto a su madre, cuyo lecho estaba dispuesto de tal manera que
se podía fijar contra él una pequeña canasta
calada, donde tenía la niña
un sitio separado al lado de su madre. Las mujeres llamaron entonces a Joaquín,
el cual se acercó al lecho de Ana, y arrodillándose,
derramó abundantes lágrimas
de alegría sobre la niña. La alzó en sus brazos y
entonó un cántico
de alabanzas, como Zacarías en el nacimiento del Bautista.
Habló en el
cántico del santo germen, que colocado por Dios en Abraham se
había perpetuado en
el pueblo de Dios y en la Alianza, cuyo sello era la
circuncisión y que
con esta niña llegaba a su más alto florecimiento.
Oí decir en el cántico que
aquellas palabras del profeta: “Un vástago brotará de la
raíz de Jessé”, cumplíase
en este momento perfectamente. Dijo también, con mucho fervor y humildad,
que después de esto moriría contento.
Hoy
vi una gran fiesta en casa de Ana. Los muebles habían sido
cambiados de lugar y puestos a un lado en las habitaciones del
frente. Los tabiques de
juncos, que formaban habitaciones separadas, habían sido
quitados para
poder disponer una gran mesa. En torno de la sala vi una mesa amplia, baja,
llena de platos y fuentes para la comida. En el centro se había
levantado un
altar cubierto con un paño rojo y blanco, sobre el cual
había una cunita también
de rojo y blanco y una colcha celeste. Al lado del altar había
un atril cubierto,
con rollos de pergamino conteniendo oraciones. Delante del altar había
cinco sacerdotes de Nazaret con vestimentas de ceremonias.
Joaquín estaba con
ellos. En el fondo, en torno del altar, había mujeres y hombres,
parientes de
Joaquín, todos con trajes de fiesta.
Esta ceremonia tenía un aire de
gravedad y de seriedad, aun
cuando algunas preguntas estaban hechas por el anciano sacerdote con
infantil sonrisa, las cuales eran contestadas siempre por la
niña, con admiración de
los sacerdotes y lágrimas de sus padres. Había para
María tres clases de
vestidos, que se pusieron en tres momentos. Esto tenía lugar en
un gran espacio
junto a la sala del comedor, que recibía la luz por una abertura
cuadrangular abierta
en el techo, a menudo cerrada con una cortina. En el suelo había
un tapete rojo y en medio de la sala un altar cubierto de paño
rojo y encima blanco
transparente. Sobre el altar había una caja con rollos escritos
y una
cortina que tenía dibujada o bordada la imagen de Moisés,
envuelto en su gran
manto de oración y sosteniendo en sus brazos las tablas de la
ley.
Revestida en esta forma
fue la niña María llevada sobre las gradas del altar. Las
niñas rodeaban el
altar de uno y otro lado. María dijo que no pensaba comer carne
ni pescado
ni tomar leche; que sólo tomaría una bebida hecha de agua
y de médula
de junco, que usaban los pobres y que pondría a veces en el agua
un
poco de zumo de terebinto. Esta bebida es como un aceite blanco, se expande,
y es muy refrescante aunque no tan fina como el bálsamo.
Prometió no
gustar especias y no comer en frutas más que unas bayas
amarillas que
crecen como uvas. Conozco estas bayas: las comen los niños y la gente
pobre. También dijo que quería descansar sobre el suelo y
levantarse tres
veces durante la noche para rezar. Las personas piadosas, Ana y
Joaquín lloraban
al oír estas cosas. El anciano Joaquín, abrazando a su
hija, le decía:
"¡Ah, hija! Esto es muy duro de observar. Si quieres vivir en
tanta penitencia
creo que no te podré ver más, a causa de mi avanzada
edad". Era
una escena muy conmovedora. Los sacerdotes le dijeron que se levantara sólo
una vez, como las demás, y le hicieron otras propuestas para
mitigar sus
abstinencias. Le impusieron comer otros alimentos, como el pescado, en
las grandes festividades.
Sobre
el lomo del animal acomodó un ancho asiento para que se pudiera sentar
cómodamente. Los objetos que se cargaron estaban acondicionados en
bultos y atados, fáciles de llevar. Vi cestas de diversas formas
sujetas
a los flancos del animal. En una de ellas había pájaros
del tamaño de
las perdices; otros cestos, semejantes a cuévanos de uvas,
contenían frutas
de toda clase. Cuando el asno estuvo cargado completamente, tendieron
encima una gran manta de la que colgaban gruesas borlas.
Todavía quedaban dos sacerdotes. Uno de ellos era muy anciano, que
llevaba un capuz terminado en punta sobre la frente y dos vestiduras, la
de arriba más corta que la de abajo. Este sacerdote es el que se
había
ocupado el día anterior en el examen de María, y le he
visto dar otras
instrucciones más a la niña. Tenía una especie de
estola colgante. El
otro sacerdote era más joven. María tenía en aquel
momento algo más de
tres años de edad: era bella y delicada y estaba tan adelantada
como un
niño de cinco años de nuestro país. Sus cabellos
lisos, rizados en sus extremos,
eran de un rubio dorado y más largos que los de María
Cleofás, de
siete años, cuya rubia cabellera era corta y crespa. Casi todas
las personas
mayores llevaban largas ropas de lana sin teñir.
Hoy
al mediodía he visto llegar la comitiva que acompañaba a
María al templo de Jerusalén. Jerusalén es una
ciudad extraña. No hay que pensar
que sea como una de nuestras ciudades, con tanta gente en las calles. Muchas
calles bajas y altas corren alrededor de los muros de la ciudad y
no tienen salida ni puertas. Las casas de las alturas, detrás de
las murallas, están
orientadas hacia el otro lado, pues se han edificado barrios distintos y
se han formado nuevas crestas de colinas y los antiguos muros quedaron
allí. Muchas veces se ven las calles de los valles
sobreedificadas con
sólidas bóvedas. Las casas tienen sus patios y piezas
orientadas hacia el
interior; hacia la calle sólo hay puertas y terrazas sobre los
muros. Generalmente las
casas son cerradas. Cuando la gente no va a las plazas o mercados o
al templo está generalmente entretenida en el interior de sus
casas.
Los
viajeros llegaron con la pequeña María, por el norte, a
Jerusalén: con todo,
no entraron por ese lado, sino que dieron vuelta alrededor de la ciudad
hasta
el muro oriental, siguiendo una parte del valle de Josafat. Dejando a la
izquierda el Monte de los Olivos y el camino de Betania, entraron en la
ciudad
por la Puerta de las Ovejas, que conducía al mercado de las
bestias. No
lejos de esta puerta hay un estanque donde se lava por primera vez a
las ovejas
destinadas al sacrificio. No es ésta la piscina de Bethseda. La
comitiva, después de haber entrado en la ciudad, torció
de nuevo a la derecha y
entró en otra barriada siguiendo un largo valle interno dominado
de un
lado por las altas murallas de una zona más elevada de la
ciudad, llegando a
la parte occidental en los alrededores del mercado de los peces, donde se
halla la casa paterna de Zacarías de Hebrón. Se
encontraba allí un hombre de
avanzada edad: creo que el hermano de su padre. Zacarías
solía volver
a la casa después de haber cumplido su servicio en el templo.
Aquí
la niña María, como
elevada por el espíritu interior, subió
ligerísimamente los escalones con un impulso extraordinario. Los
dos sacerdotes que se hallaban en la casa los recibieron con grandes muestras
de amistad: uno era anciano y el otro más joven. Los dos
habían asistido
al examen de la niña en Nazaret y esperaban su llegada.
Después de haber
conversado del viaje y de la próxima ceremonia de la
presentación, hicieron
llamar a una de las mujeres del Templo. Era ésta una viuda
anciana que
debía encargarse de velar por la niña. Habitaba en la
vecindad con otras personas
de su misma condición, haciendo toda clase de labores femeniles y
educando a las niñas. Su habitación se encontraba
más apartada del templo que
las salas adyacentes, donde habían sido dispuestos, para las
mujeres y
las jóvenes consagradas al servicio del Templo, pequeños
oratorios desde los
cuales podían ver el santuario sin ser vistas por los
demás.
Como no se podía ir en
línea recta desde la posada al
Templo, tuvieron que
dar una vuelta pasando por varias calles. Todo el mundo se admiraba de
ver el hermoso cortejo y en las puertas de varias casas rendían honores.
En María se notaba algo de santo y de conmovedor. A la llegada de
la comitiva he visto a varios servidores del Templo empeñados en
abrir con
grande esfuerzo una puerta muy alta y muy pesada, que brillaba como oro
y que tenía grabadas varias figuras: cabezas, racimos de uvas y
gavillas de
trigo. Era la Puerta Dorada. La comitiva entró por esa puerta.
Para llegar a
ella era preciso subir cincuenta escalones; creo que había entre
ellos algunos
descansos. Quisieron llevar a María de la mano; pero ella no lo permitió:
subió los escalones rápidamente, sin tropiezos, llena de
alegre entusiasmo.
Todos se hallaban profundamente conmovidos.
María y las otras
jóvenes se hallaban
de pie, delante de Ana, y las demás parientas estaban a poca
distancia de
la puerta. En sitio aparte había un grupo de niños del
Templo, vestidos
de blanco, que tañían flautas y arpas. Después
del sacrificio se preparó bajo la puerta de separación un
altar portátil
cubierto, con algunos escalones para subir. Zacarías y
Joaquín fueron
con un sacerdote desde el patio hasta este altar, delante del cual estaba
otro sacerdote y dos levitas con rollos y todo lo necesario para
escribir. Un
poco atrás se hallaban las doncellas que habían
acompañado a María.
María se arrodilló sobre los escalones; Joaquín y
Ana extendieron las
manos sobre su cabeza. El sacerdote cortó un poco de sus
cabellos, quemándolos
luego sobre un brasero. Los padres pronunciaron algunas palabras,
ofreciendo a su hija, y los levitas las escribieron.
Mientras estas visiones
pasaban delante de mis ojos, dejé
de ver a la Virgen Santísima bajo forma de niña: me
pareció entonces grande
y como suspendida en el aire. Con todo veía también, a
través de María,
a los sacerdotes, al sacrificio del incienso y a todo lo demás
de la ceremonia.
Parecía que el sacerdote estaba detrás de ella,
anunciando el porvenir
e invitando al pueblo a agradecer y a orar a Dios, porque de esta niña
habría de salir algo muy grandioso. Todos los que estaban en el
Templo, aunque
no veían lo que yo veía, estaban recogidos y
profundamente conmovidos.
Este cuadro se desvaneció gradualmente de la misma manera que
lo había visto aparecer. Al fin sólo quedó la
gloria bajo el corazón de María
y la bendición de la promesa brillando en su interior. Luego
desapareció también
y sólo vi a la niña María adornada entre los
sacerdotes.
María llega al
Templo teniendo algo menos de
cuatro años:
en toda su presentación hay signos extraordinarios y desusados. La
hermana de la madre de Lázaro viene a ser la maestra de
María, la cual aparece
en el Templo con tales señales no comunes que algunos sacerdotes
ancianos
escribían en grandes libros acerca de esta niña
extraordinaria. Creo
que estos escritos existen aún entre otros escritos, ocultos por
ahora. Más
tarde suceden otros prodigios, como el florecimiento de la vara en el casamiento
con José. Luego la extraña historia de la venida de los
tres Reyes
Magos, de los pastores, por medio de la llamada de los ángeles.
Después, en
la presentación de Jesús en el Templo, el testimonio de
Simeón y de Ana;
y el hecho admirable de Jesús entre los doctores del Templo a
los doce años.
Todo este conjunto de cosas extraordinarias las despreciaron los fariseos
y las desatendieron. Tenían las cabezas llenas de otras ideas y asuntos
profanos y de gobierno. Porque la Santa Familia vivió en pobreza
voluntaria
fue relegada al olvido, como el común del pueblo. Los pocos iluminados,
como Simeón, Ana y otros, tuvieron que callar y reservarse
delante de
ellos.
He
visto a María en estado de éxtasis continuo y de
oración interior. Su alma no
parecía hallarse en la tierra y recibía a menudo
consuelos celestiales. Suspiraba continuamente
por el cumplimiento de la promesa y en su humildad apenas
podía formular el deseo de ser la última entre las
criadas de la Madre del
Redentor. La
maestra que la cuidaba era Noemí, hermana de la madre de
Lázaro. Tenía cincuenta
años y pertenecía a la sociedad de los esenios,
así como las mujeres agregadas
al servicio del Templo. María aprendió a trabajar a su
lado, acompañándola cuando
limpiaba las ropas y los vasos manchados con la sangre de los
sacrificios; repartía y preparaba porciones de carne de las
víctimas reservadas para
los sacerdotes y las mujeres. Más tarde se ocupó con
mayor actividad de
los quehaceres domésticos. Cuando Zacarías se hallaba en
el Templo, de
turno, la visitaba a menudo; Simeón también la
conocía. Los destinos para los
cuales estaba llamada María no podían ser completamente
desconocidos por
los sacerdotes. Su manera de ser, su porte, su gracia infinita, su
sabiduría extraordinaria,
eran tan notables que ni aún su extrema humildad lograba ocultar.
José,
cuyo padre se llamaba Jacob, era el tercero entre seis hermanos.
Sus padres habitaban un gran edificio situado poco antes de
llegar a Belén, que había sido en otro tiempo la casa
paterna de David, cuyo padre, Jessé, era el dueño. En la
época de José casi no quedaban más que los anchos
muros de aquella antigua construcción. Creo que conozco mejor
esta casa que nuestra aldea de Flamske. Delante de la casa había
un patio anterior
rodeado de galerías abiertas como al frente de las casas de la
Roma antigua. En sus galerías pude ver figuras semejantes a
cabezas de antiguos personajes. Hacia un lado del patio, había
una fuente debajo de un pequeño edificio de piedra, donde el
agua salía de la boca de animales. La casa no tenía
ventanas en el piso bajo, pero sí aberturas redondas arriba. He
visto una puerta de
entrada. Alrededor de la casa corría una amplia galería,
en cuyos rincones había cuatro torrecillas parecidas a gruesas
columnas terminadas cada una en una especie de cúpula, donde
sobresalían pequeños banderines. Por las aberturas de
esas cupulitas, a las que se llegaba mediante escaleras abiertas en las
torrecillas, podía verse a lo lejos, sin ser visto. Torrecillas,
semejantes a éstas había en el palacio de David, en
Jerusalén; fue desde la cúpula de una de ellas desde
donde pudo mirar a Bersabé mientras tomaba el baño.
Las bodas de
María y José, que duraron de seis a siete
días, fueron celebradas en Jerusalén en una casa situada
cerca de la montaña de Sión que se alquilaba a menudo
para ocasiones semejantes. Además de las maestras y
compañeras de María de la escuela del Templo, asistieron
muchos parientes de Joaquín y de Ana, entre otros un matrimonio
de Gofna con dos hijas. Las bodas fueron solemnes y suntuosas, y se
ofrecieron e inmolaron muchos corderos como sacrificio en el Templo.
La cabellera de
María era abundante, de color rubio de oro,
cejas negras y altas, grandes ojos de párpados habitualmente
entornados con largas pestañas negras, nariz de bella forma un
poco alargada, boca noble y graciosa, y fino mentón. Su estatura
era mediana. 
Profecías de
Ana Catalina Emerich