La adoración de los Reyes
al Niño Dios
Visión de la
recientemente declarada
Beata
Ana Catalina Emmerich
en proceso de canonización
LIII
Los países de los
Reyes Magos
Vi el nacimiento de Jesucristo
anunciado a los Reyes Magos. He visto a Mensor y a Sair: estaban
en el país del primero y observaban los astros, después
de haber hecho los preparativos del viaje. Observaban la estrella de
Jacob desde lo alto de una torre piramidal. Esta estrella tenía
una cola que se dilató ante sus ojos, y vieron a una Virgen
brillante, delante de la cual, en medio del aire, se veía un
Niño luminoso. Al lado derecho del Niño brotó una
rama, en cuya extremidad apareció, como una flor, una
pequeña torre con varias entradas que acabó por
transformarse en ciudad. Inmediatamente después de esta
aparición los dos Reyes se pusieron en marcha. Teokeno, el
tercero de los Reyes, que vivía más hacia el oriente, a
dos días de viaje, tuvo igual aparición, a la misma hora,
y partió en seguida aceleradamente para reunirse con sus dos
amigos, a los que encontró en el camino.
Me dormí con
gran deseo de encontrarme en la gruta del pesebre, cerca de la Madre de
Dios, con el ansia de que Ella me diera al Niño Jesús
para tenerlo en mis brazos algún tiempo y estrecharlo contra mi
corazón. Me acerqué a la gruta del pesebre. Era de noche.
José dormía apoyado en el brazo derecho, en su aposento,
cerca de la entrada. María estaba despierta, sentada en su sitio
de costumbre, cerca del pesebre, teniendo al pequeño
Jesús a
su pecho, cubierta con un velo. Me arrodillé allí y le
adoré, sintiendo un gran deseo de ver al Niño.
¡Ah, María bien lo sabía! ¡Ella lo sabe todo
y acoge todo lo que se le pide con bondad muy conmovedora, siempre que
se rece con fe sincera! Pero ahora estaba silenciosa, en recogimiento;
adoraba respetuosamente a Aquél de quien era Madre. No me dio al
Niño, porque creo lo estaba amamantando. En su lugar, yo hubiera
hecho lo mismo.
Mi ansia crecía más y se confundía
con el de todas las almas que suspiraban por el Niño
Jesús. Pero esta ansia mía no era tan pura, tan inocente
ni tan sincera como la del corazón de los buenos Reyes Magos del
Oriente, que lo habían aguardado desde siglos en las personas de
sus antepasados, creyendo, esperando y amando. Así fue que mi
deseo se volvió hacia ellos.
Cuando acabé de rezar, me
deslicé respetuosamente fuera de la gruta y fui llevada por un
largo camino hasta el cortejo de los Reyes Magos. A través del
camino he visto muchos países, moradas y gentes con sus trajes,
sus costumbres y su culto; pero casi todo se me ha ido de la memoria.
Fui llevada al Oriente a una región donde nunca había
estado, casi toda estéril y arenosa. Cerca de unas colinas
habitaban en cabañas, bajo enramadas, pequeños grupos de
hombres. Eran familias aisladas de cinco a ocho personas. El techo de
ramas se apoyaba en la colina donde habían cavado las
habitaciones. Esta región no producía casi nada;
sólo brotaban zarzales y algún arbolillo con capullos de
algodón blanco. En otros árboles más grandes
colocaban a sus ídolos.
Aquellos hombres vivían
aún en estado salvaje. Me pareció que se alimentaban de
carne cruda, especialmente de pájaros y se dedicaban al
latrocinio. Eran de color cobrizo y tenían los cabellos rojos
como el pelo de zorro. Eran bajos, macizos, más bien gordos que
flacos; eran muy hábiles, activos y ágiles. En sus
habitaciones no había animales domésticos ni
tenían rebaños. Confeccionaban una especie de colchas con
algodón que recogían de sus pequeños
árboles. Hilaban largas cuerdas del espesor de un dedo que luego
trenzaban para hacer anchas tiras de tejidos. Cuando habían
preparado cierta cantidad ponían sobre sus cabezas grandes
atados de colchas e iban a venderlas a la ciudad.
También he
visto sus ídolos en varios lugares, bajo frondosos
árboles: tenían cabeza de toro con cuernos y boca grande;
en el cuerpo agujeros redondos y más abajo una abertura ancha
donde encendían fuego para quemar las ofrendas colocadas en
otras aberturas más pequeñas. Alrededor de cada
árbol, bajo los cuales había ídolos,
veíanse otras figuras de animales sobre columnitas de piedra.
Eran pájaros, dragones y una figura que tenía tres
cabezas de perro y una cola de serpiente arrollada sobre sí
misma.
Al comenzar
el viaje tuve la idea de que había gran cantidad de agua a mi
derecha y que me alejaba cada vez más de ella. Pasada esta
región, el sendero subía siempre. Atravesé la
cresta de una montaña de arena blanca donde había gran
cantidad de piedrecillas negras quebradas semejantes a fragmentos de
jarrones y escudillas. Del otro lado bajé a una región
cubierta de árboles que parecían alineados en orden
perfecto. Algunos de estos árboles tenían el tronco
cubierto de escamas; las hojas eran extraordinariamente grandes. Otros
eran de forma piramidal, con grandes y hermosas flores. Estos
últimos tenían hojas de un verde amarillento y ramas con
capullos. He visto otros árboles con hojas muy lisas, en forma
de corazón.
Llegué después a un
país de
praderas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista en medio
de alturas. Había allí innumerables rebaños. Los
viñedos crecían alrededor de las colinas. Había
filas de cepas sobre terrazas con pequeños vallados de ramas
para protegerlas. Los dueños de los rebaños habitaban en
carpas, cuya entrada estaba cerrada por medio de zarzos livianos.
Aquellas carpas estaban hechas con tejido de lana blanca fabricado por
los pueblos más salvajes que había visto antes. En el
centro había una gran carpa rodeada de muchas otras
pequeñas. Los rebaños, separados en clases, vagaban por
extensos prados divididos por setos de zarzales. Había
diferentes tipos de rebaños: carneros cuya lana colgaba en
largas trenzas, con grandes colas lanudas; otros animales muy
ágiles, con cuernos, como los de los chivos, grandes como
terneros; otros tenían el tamaño de los caballos que
corren en libertad en nuestras praderas. Había también
manadas de camellos y animales de la misma especie pero con dos
jorobas. En un recinto cerrado vi elefantes blancos y algunos
manchados: estaban domesticados y servían para los trabajos
ordinarios. Esta visión fue interrumpida tres veces por diversas
circunstancias, pero volví siempre a ella.
Aquellos
rebaños y pastizales pertenecían, según creo, a
uno de los Reyes Magos que se hallaba entonces de viaje; me parece que
eran del Rey Mensor y sus parientes. Habían sido puestos al
cuidado de otros pastores subalternos que vestían chaquetas
largas hasta las rodillas, más o menos de la forma de las de
nuestros campesinos, pero más estrechas. Creo que por haber
partido el jefe para un largo viaje todos los rebaños fueron
revisados por inspectores, y los pastores
subalternos tuvieron que
decir la cantidad exacta, pues he podido ver a cierta gente, cubierta
de grandes abrigos, venir de cuando en cuando para tomar nota de todo.
Se instalaban en la gran carpa principal y central y hacían
desfilar a todos los rebaños entre esta carpa y las más
pequeñas. Así se examinaba y contaba todo. Los que
hacían las cuentas tenían en las manos una especie de
tablilla, no sé de qué materia, sobre la cual
escribían. Viendo esto, me decía: "¡Ojalá
pudieran nuestros obispos examinar con el mismo cuidado los
rebaños confiados a los pastores subalternos!"
Cuando
después de la última interrupción de esta
visión volví a estas praderas, era ya de noche. La mayor
parte de los pastores descansaban bajo carpas pequeñas.
Sólo algunos velaban caminando de un lado a otro en torno a las
reses, encerradas, según su especie, en grandes recintos
separados. Yo miraba con afecto estos rebaños que dormían
en paz pensando que pertenecían a hombres, los cuales
habían abandonado la contemplación de los azules prados
del cielo, sembrados de estrellas, y habían partido siguiendo el
llamado de su Creador Todopoderoso, como fieles rebaños, para
seguirlo con más obediencia que los corderos de esta tierra
siguen a sus pastores terrenales.
Veía a los pastores que
miraban más a menudo las estrellas del cielo que sus
rebaños de la tierra. Yo pensaba: "Tienen razón en
levantar los ojos asombrados y agradecidos hasta el cielo mirando hacia
donde sus antepasados, desde hace siglos, perseverando en la espera y
en la oración, no han cesado de levantar sus miradas". El buen
pastor que busca la oveja perdida, no descansa hasta haberla encontrado
y traído de nuevo. Lo mismo acaba de hacer el Padre que
está en los cielos, el verdadero pastor de los innumerables
rebaños de estrellas extendidos en la inmensidad. Al pecar el
hombre, a quien Dios había sometido toda la tierra, Dios maldijo
a ésta en castigo de su crimen; fue a buscar al hombre
caído en la tierra, su residencia, como a una oveja perdida;
envió desde lo alto del cielo a su Hijo único para que se
hiciera hombre, guiara a aquella oveja descaminada, tomara sobre
Él todos sus pecados en calidad de Cordero de Dios y, muriendo,
diera satisfacción a la justicia divina. Y este advenimiento del
Redentor había tenido lugar.
Los reyes de aquel país,
guiados por una estrella, habían partido la noche anterior para
rendir homenaje al Salvador recién nacido. Por causa de esto,
los que velaban sobre los rebaños, miraban con emoción
los prados celestiales y oraban; pues el Pastor de los pastores acababa
de bajar de los cielos, y fue a los pastores, antes que a
nadie, a quienes había anunciado su venida.
LIV
La comitiva de Teokeno
Mientras
yo contemplaba la inmensa
llanura, el silencio de la noche fue interrumpido por el ruido
que producía un grupo de hombres que llegaban apresuradamente
montados en camellos. El cortejo, pasando a lo largo de los
rebaños que descansaban, se dirigió rápidamente
hacia la carpa central. Algunos camellos se despertaban aquí y
allá e inclinaban sus largos cuellos hacia la comitiva que
pasaba. Se oía el balar de los corderos, interrumpidos en su
sueño. Algunos de los recién llegados bajaron de sus
monturas y despertaban a los pastores que dormían. Los
vigías más próximos se juntaron al cortejo. Pronto
todos estuvieron en pie y en movimiento en torno de los viajeros. La
gente conversaba mirando al cielo e indicando las estrellas. Se
referían a un astro o a una aparición celeste que ya no
se percibía más, pues yo misma ya no pude verla. Era el
cortejo de Teokeno, el tercero de los Reyes Magos que habitaba
más lejos. Había visto en su patria la misma
aparición en el cielo que vieron sus compañeros y de
inmediato se puso en camino. Ahora preguntaba cuánta ventaja le
llevaban de camino Mensor y Sair, y si aún se veía la
estrella que había tomado como guía. Cuando hubo recibido
los informes necesarios, continuó su viaje sin detenerse
mayormente. Este era el lugar donde los tres Reyes, que vivían
muy lejos uno de otro, solían reunirse para observar los astros
y en su cercanía se hallaba la torre piramidal en cuya cumbre
hacían observaciones.
Teokeno
era entre los tres el que habitaba
más lejos. Vivía más allá del país
donde residió Abrahán al principio, y se había
establecido alrededor de esa comarca. En los intervalos entre las
visiones que tuve tres veces, durante este
día, relativas a lo que sucedía en la gran llanura de los
rebaños, me fueron mostradas diversas cosas sobre los
países donde había vivido Abrahán: he olvidado la
mayor parte. Vi una vez, a gran distancia, la altura donde
Abrahán debía sacrificar a su hijo Isaac. La primera
morada de Abrahán se hallaba situada sobre una gran
elevación, y los países de los tres Reyes Magos eran
más bajos y estaban alrededor de aquel lugar de Abrahán.
Otra vez vi, muy claramente, a pesar de ocurrir muy lejos, el hecho de
Agar y de Ismael en el desierto. Relato lo que pude ver de esto. A un
lado de la montaña de Abraham, hacia el fondo del valle, he
visto a Agar con su hijo errando en medio de los matorrales.
Parecía estar fuera de sí. El niño era
todavía muy
pequeño y tenía un vestido largo. Ella andaba envuelta en
un largo manto que le cubría la cabeza y debajo llevaba un
vestido corto con un corpiño ajustado. Puso al niño bajo
un árbol cerca de una colina y le hizo unas marcas en la frente,
en la parte superior del brazo derecho, en el pecho y en la parte alta
del brazo izquierdo. No vi la marca de la frente; pero las otras,
hechas sobre el vestido,
permanecieron visibles y parecían trazadas en rojo.
Tenían la forma de una cruz, no común, sino parecida a
una de Malta que llevara en el centro un círculo, del que
partían los cuatro triángulos que formaban la cruz. En
cada uno de los triángulos Agar escribió unos signos o
letras en forma de gancho, cuyo significado no pude comprender. En el
círculo del centro trazó dos o
tres letras. Hizo todo el dibujo muy rápidamente con un color
rojo que parecía tener en la mano y que quizás era
sangre. Se apartó de allí, levantando sus ojos al cielo,
sin mirar el lugar donde dejaba a su hijo, y fue a sentarse a la sombra
de un árbol como a la distancia de un tiro de fusil. Estando
allí oyó una voz en lo alto; se apartó más
aún del lugar primero, y habiendo escuchado la voz por segunda
vez, dio con una fuente de agua oculta entre el follaje. Llenó
de
agua su odre, y volviendo de nuevo al lado de su hijo, le dio de beber;
luego lo llevó consigo junto a la fuente y encima del vestido
que tenía las marcas hechas, le puso otra vestimenta. Me parece
haber visto otra vez a Agar en el desierto antes del nacimiento de
Ismael.
Al amanecer, el acompañamiento de Teokeno alcanzó a
unirse al de Mensor y de Sair cerca de una población en ruinas.
Se veían allí largas filas de columnas, aisladas unas de
otras, y puertas coronadas por torrecitas cuadradas, todo medio
derruido. Aún se veían algunas grandes y hermosas
estatuas, no tan rígidas como las de Egipto, sino en graciosas
actitudes, cual si fueran vivientes. En general el país era
arenoso y lleno de rocas.
He visto que en las ruinas de la ciudad se
habían establecido gentes que más bien parecían
bandoleros y vagabundos; como único vestido llevaban pieles de
animales echadas sobre el cuerpo y tenían armas de flechas y
venablos. Aunque eran de estatura baja y gruesos, eran ágiles en
gran manera; tenían la piel tostada. Creía reconocer este
lugar por haber estado antes, en ocasión de mis viajes a la
montaña de los profetas y al país del Ganges.
Cuando se
encontraron reunidos los tres Reyes, dejaron el lugar por la
mañana muy temprano, con ánimo de continuar viaje con
apuro. He visto que muchos habitantes pobres siguieron a los Reyes, por
la liberalidad con que los trataban. Después de otro medio
día de viaje se detuvieron. Después de la muerte de
Jesucristo, el apóstol San Juan envió a dos de sus
discípulos, Saturnino y Jonadab (medio hermano de San Pedro)
para anunciar el Evangelio a los habitantes de la ciudad en ruinas.
LV
Nombres de los Reyes Magos
Cuando
estuvieron juntos los tres
Reyes Magos, he visto que el último, Teokeno, tenía la
piel amarillenta: lo reconocí porque era el mismo que unos
treinta y dos años más tarde se encontraba en su tienda
enfermo, al visitar Jesús a estos Reyes en su residencia, cerca
de la Tierra prometida.
Cada uno de los Reyes Magos llevaba consigo a
cuatro parientes cercanos o amigos más íntimos, de modo
que en el cortejo había como unas quince personas de alto
rango sin contar la muchedumbre de camelleros y de otros criados.
Reconocí a Eleazar, que más tarde fue mártir,
entre los jóvenes que acompañaban a los Reyes. Tengo una reliquia de este santo. Estaban
sin ropa hasta la cintura y así podían correr y saltar
con mayor agilidad.
Mensor, el de los
cabellos negros, fue bautizado más tarde por Santo Tomás
y recibió el nombre de Leandro. Teokeno, el de tez amarilla, que
se encontraba enfermo cuando pasó Jesús por Arabia, fue
también bautizado por Santo Tomás con el nombre de
León. El más moreno de los tres, que ya había
muerto cuando Jesús visitó sus tierras, se llamaba Sair o
Seir. Murió con el bautismo de deseo.
Estos nombres tienen
relación con los de Gaspar, Melchor y Baltasar y están
en relación con el carácter personal de ellos, pues estas
palabras significan: el primero, "va con amor"; el segundo, "vaga en
torno
acariciando, se acerca dulcemente"; el tercero, "recibe velozmente con
la
voluntad, une rápidamente su querer a la voluntad de Dios".
Me parece haber encontrado reunido por primera vez el cortejo de los
tres Reyes a una distancia como de medio día de viaje,
más allá de la población en ruinas donde
había visto tantas columnas y estatuas de piedra. El punto de
reunión era una comarca fértil. Se veían casas de
pastores diseminadas, construidas con piedras blancas y negras.
Llegaron a una llanura, en medio de la cual había un pozo y
amplios cobertizos: tres en el centro y varios alrededor.
Parecía un sitio preparado para descanso de los caminantes. Cada
acompañamiento estaba compuesto de tres grupos de hombres. Cada
uno comprendía cinco personajes de distinción, entre
ellos el rey o jefe, que ordenaba, arreglaba y distribuía todo
como un padre de familia. Los hombres de cada grupo tenían tez
de diferente color. Los hombres de la tribu de Mensor eran de un color
moreno agradable; los de Sair eran mucho más morenos y los de
Teokeno eran de tez más clara y amarillenta. A excepción
de algunos esclavos, no había allí ninguno de piel
totalmente negra. Las personas de distinción iban sentadas en
sus cabalgaduras, sobre envoltorios cubiertos de alfombras y en la mano
llevaban bastones. A éstos seguían otros animales
del tamaño de nuestros caballos, montados por criados y esclavos
que cargaban los equipajes.
Cuando llegaron, desmontaron, descargaron a los animales, les daban de
beber del agua del pozo, rodeado de un pequeño terraplén,
sobre el cual había un muro con tres entradas abiertas. En ese
recinto se encontraba el pozo de agua en sitio más bajo. El agua
salía por tres conductos que se cerraban por medio de clavijas
y el depósito, a su vez, estaba cerrado con una tapa que fue
abierta por uno de los hombres de aquella ciudad en ruinas, agregado al
cortejo. Llevaban odres de cuero divididos en cuatro compartimentos, de
modo que cuando estaban llenos podían beber cuatro camellos a la
vez. Eran tan cuidadosos del agua, que no dejaban perder ni una gota.
Después de haber bebido fueron instalados los animales en
recintos sin techo, cerca del pozo, donde cada uno tenía su
compartimiento. Pusieron a las bestias delante de los comederos de
piedra donde se les dio el forraje que habían traído. Les
daban de comer unas semillas del tamaño de bellotas,
quizás habas. Traían como equipaje jaulones colgando de
ambos lados de las bestias, en los cuales tenían pájaros
como palomas o pollos, de los cuales se alimentaban durante el viaje.
En unos recipientes de hierro traían panes como tablitas
apretadas unas contra otras del mismo tamaño. Llevaban vasos
valiosos de metal amarillo, con adornos y piedras preciosas.
Tenían la forma de nuestros vasos sagrados, cálices y
patenas. En ellos presentaban los alimentos o bebían. Los bordes
de estos vasos estaban adornados con piedras de color rojo.
Los
vestidos de estos hombres no eran iguales. Los hombres de Teokeno y los
de Mensor llevaban sobre la cabeza una especie de gorro alto, con tira
de género blanco enrollado; sus túnicas bajaban a la
altura de las pantorrillas y eran simples con ligeros adornos sobre el
pecho. Tenían abrigos livianos, muy largos y amplios, que
arrastraban al caminar. Sair y los suyos llevaban bonetes con cofias
redondas bordadas de diferentes colores y pequeño rodete blanco.
Sus abrigos eran más cortos y sus túnicas, llenas de
lazos, con botones y adornos brillantes, descendían hasta las
rodillas. A un lado del pecho llevaban por adorno una placa estrellada
y brillante. Todos calzaban suelas sujetas por cordones que les
rodeaban los tobillos. Los principales personajes tenían en la
cintura sables cortos o grandes cuchillos; llevaban también
bolsas y cajitas. Había entre ellos hombres de cincuenta
años, de cuarenta, de veinte; unos usaban la barba larga, otros
corta. Los servidores y camelleros vestían con tanta escasez,
que muchos de ellos sólo llevaban un pedazo de género o
algún viejo manto.
Cuando
hubieron dado de beber a los animales y los encerraron, bebieron
los hombres e hicieron un gran fuego en el centro del cobertizo donde
se habían refugiado. Utilizaron para el fuego pedazos de madera
de más o menos dos pies y medio de largo que los pobres del
país traen en haces preparados de antemano para los viajeros.
Hicieron una hoguera de forma triangular, dejando una abertura para el
aire. Hicieron todo esto con mucha habilidad. No
sé cómo consiguieron hacer fuego; pero vi que pusieron un
pedazo de madera dentro de otro perforado y le dieron vueltas
algún tiempo, retirándolo luego encendido. De este modo
hicieron fuego. Asaron algunos pájaros que
habían matado.
Los Reyes y los más ancianos hacían
cada uno en su tribu lo que hace un padre de familia: repartían
las raciones y daban a cada uno la suya; colocaban los pájaros
asados, cortados en pedazos, sobre pequeños platos y los
hacían circular. Llenaban las copas y daban de beber a cada uno.
Los criados subalternos, entre ellos algunos negros, estaban sentados
sobre tapetes en el suelo. Esperaban con paciencia su turno y
recibían su porción. Me parecieron esclavos.
¡Qué admirables son la bondad y la simplicidad inocente de
estos excelentes Reyes!... A la gente que va con ellos le dan de todo
lo que tienen y hasta le hacen beber en sus vasos de oro,
llevándolos a sus labios como si fueran niños.
Hoy he sabido muchas cosas acerca de los Reyes Magos, especialmente el
nombre de sus países y ciudades; pero lo he olvidado casi todo.
Aún recuerdo lo siguiente: Mensor, el moreno, era de Caldea y su
ciudad tenía un nombre como Acaiaia: estaba levantada sobre una
colina rodeada de un río. Mensor habitaba generalmente en la
llanura cerca de sus rebaños. Sair, el más moreno, el de
la tez cetrina, estaba ya con él preparado para partir en la
noche del Nacimiento. Recuerdo que su patria tenía un nombre
como Parthermo. Al Norte del país había un lago. Sair
y su tribu eran de color más oscuro y tenían los labios
rojos. Los otros eran más blancos. Sólo había una
ciudad más o menos del tamaño de Münster. Teokeno,
el blanco, venía de la Media, comarca situada en un lugar alto,
entre dos mares. Habitaba en una ciudad hecha de carpas, alzadas sobre
bases de piedras: he olvidado el nombre. Me parece que Teokeno, que era
el más poderoso de los tres y el más rico, habría
podido ir a Belén por un camino más directo y que
sólo por reunirse con los demás había hecho un
largo rodeo. Me parece que tuvo que atravesar a Babilonia para
alcanzarlos.
Sair vivía a tres días de viaje del lugar de Mensor,
calculando el día de doce leguas de camino. Teokeno se hallaba a
cinco días de viaje. Mensor y Sair estaban ya reunidos en casa
del primero cuando vieron la estrella del Nacimiento de Jesús y
se pusieron en camino al día siguiente. Teokeno vio la misma
aparición desde su residencia y partió rápidamente
para reunirse con los dos Reyes, encontrándose en la
población en ruinas.
La estrella que los guiaba era como un
globo redondo y la luz salía como de una boca. Parecía
que el globo estuviera suspendido de un rayo luminoso dirigido por una
mano. Durante el día yo veía delante de ellos un cuerpo
luminoso cuya claridad sobrepasaba la luz del sol. Me asombra la
rapidez con que hicieron el viaje, considerando la gran distancia que
los separaba de Belén. Los animales tenían un paso tan
rápido y uniforme que su marcha parecía tan ordenada,
veloz e igual como el vuelo de una bandada de aves de paso. Las
comarcas donde habitaban los tres Reyes Magos formaban en conjunto un
triángulo.
La caravana permaneció hasta la noche en el
lugar donde los había visto detenerse. Las personas que se les
agregaron, ayudaron a cargar de nuevo las bestias y se llevaron luego
las cosas que dejaron abandonadas allí los viajeros. Cuando se
pusieron en camino, ya era de noche y se veía la estrella, con
una luz algo rojiza como la luna cuando hay mucho viento. Durante un
tiempo
marcharon junto a sus animales, con la cabeza descubierta,
recitando sus plegarias. El camino estaba muy quebrado y no se
podía ir de prisa; sólo más tarde, cuando el
camino se hizo llano, subieron a sus cabalgaduras. Por momentos
hacían la marcha más lenta y entonces entonaban unos
cantos muy expresivos y conmovedores en medio de la soledad de la
noche.
En la noche del 29 al 30 me encontré nuevamente muy
próximo al cortejo de los Reyes. Estos avanzaban siempre en
medio de la noche en pos de la estrella, que a veces parecía
tocar la tierra con su larga cola luminosa. Los Reyes miran la
estrella con tranquila alegría. A veces descienden de sus
cabalgaduras para conversar entre ellos. Otras veces, con
melodía lenta, sencilla y expresiva, cantan alternativamente
frases cortas, sentencias breves, con notas muy altas o muy bajas. Hay
algo extraordinariamente conmovedor en estos cantos, que interrumpe
el silencio nocturno, y yo siento profundamente su significado.
Observan un orden muy hermoso mientras avanzan en su camino. Adelante
marcha un gran camello que lleva de cada lado cofres, sobre los cuales
hay amplias alfombras y encima está sentado un jefe con su
venablo en la mano y una bolsa a su lado. Le siguen algunos animales
más pequeños, como caballos o asnos y encima del
equipaje, los hombres que dependen de este jefe. Viene después
otro jefe sobre otro camello y así sucesivamente. Los animales
andan con rapidez, a grandes trancos, aunque ponen las patas en tierra
con precaución; sus cuerpos parecen inmóviles mientras
sus patas están en movimiento. Los hombres se muestran muy
tranquilos, como si no tuvieran, preocupaciones. Todo procede con tanta
calma y dulzura que parece un sueño.
Estas buenas gentes no conocen aún al Señor y van hacia
Él con tanto orden, con tanta paz y buena voluntad, mientras
nosotros, a quienes Él ha salvado y colmado de beneficios con
sus bondades, somos
muy desordenados y poco reverentes en nuestras
santas procesiones.
Se detuvieron nuevamente en una llanura cerca de un
pozo. Un hombre que salió de una cabaña de la vecindad,
abrió el pozo y dieron de beber a los animales,
deteniéndose sólo un rato sin descargarlas. Estamos ya
en el día 30. He vuelto a ver al cortejo ascendiendo una alta
meseta. A la derecha se veían montañas y me
pareció que se acercaban a una región con poblaciones,
fuentes y árboles. Me pareció el
país que había visto el año pasado, y aún
recientemente, hilando y tejiendo algodón, donde adoraban
ídolos en forma de toros. Volvieron a dar con mucha generosidad
alimento a los numerosos viajeros que seguían a la comitiva;
pero no utilizaron los platos y bandejas; lo que me causó alguna
sorpresa. Era un sábado, primer día del mes.
LVI
Llegan al país del
rey de Causur
He vuelto a ver a los Reyes en las
inmediaciones de una ciudad, cuyo nombre me suena como
Causur. Esta población se componía de carpas levantadas
sobre bases de piedra. Se detuvieron en casa del jefe o rey del
país, cuya habitación se encontraba a alguna distancia.
Desde que se habían reunido en la población en ruinas
hasta aquí, habían andado cincuenta y tres o sesenta y
tres horas de camino.
Contaron al rey del lugar todo lo que
habían observado en las estrellas y este rey se asombró
mucho del relato. Miró hacia el astro que les servía de
guía y vio, en efecto, a un Niñito en él con una
cruz. Pidió a los Reyes volvieran a contarle lo que vieren,
porque él también deseaba levantar altares al Niño
y ofrecerle sacrificios. Tengo curiosidad de ver si cumplirá su
palabra.
Era Domingo, día 2. Oí que hablaban al rey
de sus
observaciones astrales, y de esa conversación recuerdo lo
siguiente: Los antepasados de los Reyes eran de la estirpe de Job, que
antiguamente había habitado cerca del Cáucaso, aunque
tenía posesiones en comarcas muy lejanas. Más o menos
1500 años antes de Cristo, aquella raza no se componía
más que de una tribu. El profeta Balaam era de su país y
uno de sus discípulos había dado a conocer allí su
profecía:
"Una estrella
ha de nacer de Jacob"
dando las
instrucciones al respecto. Su doctrina se había extendido mucho
entre ellos. Levantaron una torre alta en una montaña y varios
astrólogos se turnaban en ella alternativamente. He visto esa
torre, parecida a una montaña, muy ancha en su base y terminada
en punta. Todo
lo que observaban era anotado y pasaba luego de boca en boca. Estas
observaciones sufrieron repetidas interrupciones debido a diversas
causas. Más tarde se introdujeron prácticas execrables,
como el sacrificio de niños, aunque conservaban la creencia de
que el Niño prometido llegaría pronto. Alrededor de cinco
siglos antes de Cristo cesaron estas observaciones y aquellos hombres
se dividieron en tres ramas diferentes, formadas por tres hermanos que
vivieron separados con sus familias.
Tenían tres hijas a las que
Dios había concedido el don de profecía, las cuales
recorrieron el país vestidas de largos mantos, haciendo conocer
las predicciones relativas a la estrella y al Niño que
debía salir de Jacob. Se dedicaron desde entonces nuevamente a
observar los
astros y la expectación se hizo muy intensa en las tres tribus.
Estos tres Reyes descendían de aquellos tres hermanos a
través de quince generaciones que se habían sucedido en
línea recta durante quinientos años. Con la mezcla de
unas razas con otras había variado también la tez de
estos tres Reyes, y en el color se diferenciaban unos de otros. Desde
esos cinco siglos no habían dejado de reunirse los reyes de vez
en cuando para observar los astros. Todos los hechos notables
relacionados con el nacimiento de Jesús y el advenimiento del
Mesías les habían sido indicados mediante las
señales maravillosas
de los astros. He visto algunas de estas señales, aunque no las
puedo describir con claridad.
Desde la concepción de
María Santísima, es decir, desde quince años
atrás, estas señales indicaban con más claridad
que la venida del Niño estaba próxima. Los Reyes
habían observado cosas que tenían relación con la
pasión del Señor. Pudieron calcular con exactitud la
época en que saldría la estrella de Jacob, anunciada por
Balaam, porque habían visto la escala de Jacob, y, según
el número de escalones y la sucesión de los cuadros que
allí se encontraban, era posible calcular el advenimiento del
Mesías, como sobre un calendario, porque la extremidad de la
escala llegaba hasta la estrella o bien la estrella misma era la
última imagen aparecida.
En el momento de la concepción
de María habían visto a la Virgen con un cetro y una
balanza, sobre cuyos platillos había espigas de trigo y uvas.
Algo más tarde vieron a la Virgen con el Niño.
Belén se les apareció como un hermoso palacio, una casa
llena de abundantes bendiciones. Vieron también allí
dentro a la Jerusalén celestial, y entre las dos moradas se
extendía una ruta llena de sombras, de espinas, de combate y de
sangre. Ellos creyeron que esto debía tomarse al pie de la
letra: pensaron que el Rey esperado debía haber nacido en medio
de gran pompa y que todos los pueblos le rendirían homenaje, y
por esto iban con gran acompañamiento a honrarle y a ofrecerle
sus dones.
La visión de la Jerusalén celestial la tomaron
por su reino en la tierra y pensaban encaminarse a esa ciudad. En
cuanto al sendero lleno de sombras y espinas, pensaron que significaba
el viaje que hacían lleno de dificultades o alguna guerra que
amenazaba al nuevo Rey. Ignoraban que esto era el símbolo de la
vía dolorosa de su Pasión. Más abajo, en la escala
de Jacob, vieron, y yo también la vi, una torre
artísticamente construida, muy semejante a las torres que veo
sobre el monte de los Profetas, y donde la Virgen se refugió una
vez durante una tormenta. Ya no recuerdo lo que esto significaba; pero
podría ser la huida a Egipto. Sobre la escala de Jacob
había una serie de cuadros, símbolos figurativos de la
Virgen, algunos de los cuales se encuentran en las Letanías, y
además "la fuente sellada", el jardín cerrado, como
asimismo unas figuras de reyes entre los cuales uno tenía un
cetro y los otros ramas de árboles.
Estos cuadros los
veían en las estrellas continuamente durante las tres
últimas noches. Fue entonces que el principal envió
mensajes a los otros; y viendo a unos reyes que
presentaban ofrendas al Niño recién nacido, se pusieron
en camino para no ser los últimos en rendirle homenaje. Todas
las tribus de los adoradores de astros habían visto la estrella;
pero sólo estos Reyes Magos se decidieron a seguirla.
La
estrella que los guiaba no era un cometa, sino un meteoro brillante,
conducido por un ángel. Estas visiones fueron causa de que
partieran con la esperanza de hallar
grandes cosas, quedando después muy sorprendidos al no encontrar
nada de lo que pensaban. Se admiraron de la recepción de Herodes
y de que todo el mundo ignorase el acontecimiento. Al llegar a
Belén y al ver una pobre gruta en lugar del palacio que
habían contemplado en la estrella, estuvieron tentados por
muchas dudas; no obstante, conservaron su fe, y ya ante el Niño
Jesús, reconocieron que lo que habían visto en la
estrella se estaba realizando.
Mientras observaban las estrellas
hacían ayuno, oraciones, ceremonias y toda clase de abstinencias
y purificaciones. El culto de los astros ejercía en la gente
mala toda clase de influencias perniciosas por su relación con
los espíritus malignos. En los momentos de sus visiones eran
presas de convulsiones violentas, y como consecuencia de éstas
agitaciones tenían lugar los sacrificios sangrientos de
niños. Otras personas buenas, como los Reyes Magos, veían
todas estas cosas con claridad serena y con agradable emoción, y
se
volvían mejores y más creyentes.
Cuando
los Reyes dejaron
a Causur, he visto que se unió a ellos una caravana de viajeros
distinguidos que seguía el mismo derrotero. El 3 y el 4 del mes
vi que atravesaban una llanura extensa, y el 5 se detuvieron cerca de
un pozo de agua. Allí dieron de beber a sus bestias, sin
descargarlas, y prepararon algunos alimentos. Canto con estos Reyes.
Ellos lo hacen agradablemente, con palabras como éstas:
"Queremos pasar las montañas y arrodillarnos ante el nuevo Rey".
Improvisan y cantan versos alternativamente. Uno de ellos empieza y los
otros repiten; luego otro dice una nueva estrofa, y así
prosiguen, mientras cabalgan, cantando sus melodías dulces y
conmovedoras.
En el centro de la estrella o, mejor, dentro del globo
luminoso, que les indicaba el camino, vi aparecer un Niño con la
cruz. Cuando los Reyes vieron la aparición de la Virgen en las
estrellas, el globo luminoso se puso encima de esta imagen,
poniéndose prontamente en movimiento.
LVII
La Virgen Santísima
presiente la llegada de los Reyes
María
había tenido
una visión de la próxima llegada de los Reyes, cuando
éstos se detuvieron con el rey de Causur, y vio también
que este rey
quería levantar un altar para honrar al
Niño.
Comunicólo a José y a Isabel, diciéndoles que
sería preciso vaciar cuanto se pudiera la gruta del Pesebre
y preparar la recepción de los Reyes. María se
retiró ayer de la gruta por causa de unos visitantes curiosos,
que acudieron muchos más en estos
últimos días.
Hoy Isabel se volvió a Juta en compañía de un
criado. En estos dos últimos días hubo más
tranquilidad en
la gruta del Pesebre y la Sagrada Familia permaneció sola la
mayor parte del tiempo. Una
criada de María, mujer de unos treinta años, grave y
humilde, era
la única persona que los acompañaba. Esta mujer, viuda,
sin hijos, era parienta de
Ana, quien le había dado asilo en su casa. Había sufrido
mucho con su
esposo, hombre duro, porque siendo ella piadosa y buena, iba a menudo a
ver a los esenios
con la esperanza del Salvador de Israel. El hombre se irritaba por
esto,
como hacen los hombres perversos de nuestros días, a quienes les
parece que sus mujeres van demasiado a la iglesia. Después de
haber abandonado
a su mujer, murió al poco tiempo.
Aquellos vagabundos que, mendigando,
habían proferido injurias y maldiciones cerca de la gruta de
Belén, e iban a
Jerusalén para la fiesta de la Dedicación del Templo,
instituida por los
Macabeos, no volvieron por estos contornos. José celebró
el sábado bajo
la lámpara del Pesebre con María y la criada. Esta noche
empezó la fiesta de la
Dedicación del Templo y reina gran tranquilidad. Los visitantes,
bastante numerosos, son
gentes que van a la fiesta. Ana envía a menudo mensajeros para
traer
presentes e inquirir noticias.
Como las madres judías no amamantan mucho tiempo a sus
criaturas, sino que les dan otros alimentos, así el Niño
Jesús tomaba también, después de los primeros
días, una papilla hecha con la
médula de una especie de caña. Es un alimento dulce,
liviano y nutritivo. José
enciende su lámpara por la noche y por la mañana para
celebrar la fiesta de la
Dedicación. Desde que ha empezado la fiesta en Jerusalén,
aquí están
muy tranquilos. Llegó hoy un criado mandado por Santa Ana
trayendo,
además de varios objetos, todo lo necesario para trabajar en un
ceñidor y un cesto lleno
de hermosas frutas cubiertas de rosas. Las flores puestas sobre las
frutas
conservaban toda su frescura. El cesto era alto y fino, y las rosas no
eran del
mismo color que las nuestras, sino de un tinte pálido y color de
carne,
entre otras amarillas y blancas y algunos capullos. Me pareció
que le agradó a
María este cesto y lo colocó a su lado.
Mientras
tanto yo veía varias veces a los Reyes en su viaje.
Iban por un camino montañoso, franqueando aquellas
montañas donde
había piedras parecidas a fragmentos de cerámica. Me
agradaría tener algunas de
ellas, pues son bonitas y pulidas. Hay algunas montañas con
piedras transparentes, semejantes a
huevos de pájaros, y mucha arena blancuzca. Más tarde vi
a los Reyes en la comarca
donde se establecieron posteriormente y donde Jesús los
visitó
en el tercer año de su predicación. Me pareció que
José, deseando
permanecer en Belén, pensaba habitar allí después
de la Purificación de
María y que había tomado ya informes al respecto.
Hace tres días vinieron algunas personas pudientes de
Belén a la gruta. Ahora aceptarían de muy buena gana a la
Sagrada Familia en sus casas;
pero María se ocultó en la gruta lateral y José
rehusó
modestamente sus ofrecimientos. Santa Ana está por visitar a
María. La he visto muy
preocupada en estos últimos días revisando sus
rebaños y haciendo la
separación de la parte de los pobres y la del Templo. De la
misma manera la Sagrada Familia reparte
todo lo que recibe en regalos.
La festividad de la Dedicación
seguía aún por la mañana y por la noche, y deben
de haber agregado otra fiesta el día 13,
pues pude ver que en Jerusalén hacían cambios en las
ceremonias. Vi
también a un sacerdote junto a José, con un rollo, orando
al lado de una mesa
pequeña cubierta con una carpeta roja y blanca. Me
pareció que el sacerdote
venía a ver si José celebraba la fiesta o para anunciar
otra festividad.
En
estos últimos días la gruta estuvo muy tranquila porque
no tenía visitantes. La fiesta de la Dedicación
terminó con el sábado,
y José dejó de encender las lámparas. El domingo
16 y el lunes 17 muchos de los alrededores
acudieron a la gruta del Pesebre, y aquellos mendigos descarados se
mostraron en la
entrada. Todos volvían de las fiestas de la Dedicación.
El 17
llegaron dos mensajeros de parte de Ana, con alimentos y diversos
objetos, y María, que
es más generosa que yo, pronto distribuyó todo lo que
tenía. Vi a José haciendo diversos arreglos en la gruta
del pesebre, en las grutas laterales y en
la tumba de Maraha. Según la visión que había
tenido
María, esperaban próximamente a Ana y a los Reyes Magos.
LVIII
El viaje de los Reyes Magos
He visto llegar hoy la caravana de
los Reyes, por la noche, a una
pobla ción pequeña con casas dispersas, algunas
rodeadas de grandes vallas. Me parece que es éste el primer
lugar donde se entra en la
Judea. Aunque aquella era la dirección de Belén, los
Reyes torcieron
hacia la derecha, quizás por no hallar otro camino más
directo. Al llegar allí su
canto era más expresivo y animado; estaban más contentos
porque la estrella tenía
un brillo extraordinario: era como la claridad de la luna llena, y las
sombras se veían
con mucha nitidez. A pesar de todo, los habitantes parecían no
reparar en ella. Por otra parte eran buenos y serviciales.
Algunos viajeros habían
desmontado y los habitantes ayudaban a dar de beber a las bestias.
Pensé en
los tiempos de Abrahán, cuando todos los hombres eran
serviciales y
benévolos. Muchas personas acompañaron a la comitiva de
los Reyes Magos llevando
palmas y ramas de árboles cuando pasaron por la ciudad. La
estrella no
tenía siempre el mismo brillo: a veces se oscurecía un
tanto; parecía que
daba más claridad según fueran mejores los lugares que
cruzaban. Cuando vieron los Reyes
resplandecer más a la estrella, se alegraron mucho pensando que
sería
allí donde encontrarían al Mesías. Esta
mañana pasaron al lado de una ciudad sombría,
cubierta de tinieblas, sin detenerse en ella, y poco después
atravesaron un arroyo que se
echa en el Mar Muerto. Algunas de las personas que los
acompañaban se quedaron
en estos sitios. He sabido que una de aquellas ciudades había
servido de
refugio a alguien en ocasión de un combate, antes que
Salomón subiera al
trono. Atravesando el torrente, encontraron un buen camino.
Esta noche volví a ver el acompañamiento de los Reyes que
había aumentado a unas doscientas personas porque la generosidad
de ellos había
hecho que muchos se agregaran al cortejo. Ahora se acercaban por el
Oriente a una
ciudad cerca de la cual pasó Jesús, sin entrar, el 31 de
Julio
del segundo año de su predicación. El nombre de esa
ciudad me pareció
Manatea, Metanea, Medana o Madián. Había allí
judíos y paganos; en
general eran malos. A pesar de atravesarla una gran ruta, no quisieron
entrar por ella los Reyes y
pasaron frente al lado oriental para llegar a un lugar amurallado donde
había cobertizos y caballerizas. En este lugar levantaron sus
carpas, dieron de beber y
comer a sus animales y tomaron también ellos su alimento.
Los Reyes se
detuvieron allí el jueves 20 y el viernes 21 y se pusieron muy
pesarosos al comprobar que allí tampoco nadie sabía nada
del Rey recién
nacido. Les oí relatar a los habitantes las causas porque
habían venido, lo largo del
viaje y varias circunstancias del camino. Recuerdo algo de lo que
dijeron. El Rey
recién nacido les había sido anunciado mucho tiempo
antes. Me parece que fue
poco después de Job, antes que Abrahán pasara a Egipto,
pues
unos trescientos hombres de la Media, del país de Job (con otros
de diferentes
lugares) habían viajado hasta Egipto llegando hasta la
región de
Heliópolis. No recuerdo por qué habían ido tan
lejos; pero era una expedición
militar y me parece que habían venido en auxilio de otros. Su
expedición era
digna de reprobación, porque entendí que habían
ido contra algo santo, no
recuerdo si contra hombres buenos o contra algún misterio
religioso relacionado con la
realización de la Promesa divina.
En los alrededores
de Heliópolis varios
jefes tuvieron una revelación con la aparición de un
ángel que no
les permitió ir más lejos. Este ángel les
anunció que nacería un Salvador de
una Virgen, que debía ser honrado por sus descendientes. Ya no
sé cómo
sucedió todo esto; pero volvieron a su país y comenzaron
a observar los astros. Los he visto en
Egipto organizando fiestas regocijantes, alzando allí arcos de
triunfo y altares,
que adornaban con flores, y después regresaron a sus tierras.
Eran gentes de
la Media, que tenían el culto de los astros. Eran de alta
estatura, casi
gigantes, de una hermosa piel morena amarillenta. Iban como
nómadas con sus
rebaños y dominaban en todas partes por su fuerza superior. No
recuerdo el nombre de un profeta principal que se encontraba entre
ellos. Tenían
conocimiento de muchas predicciones y observaban ciertas señales
trasmitidas por los
animales. Si éstos se cruzaban en su camino y se dejaban matar,
sin huir,
era un signo para ellos y se apartaban de aquellos caminos.
Los Medos, al volver de
la tierra de Egipto, según contaban los Reyes, habían
sido los
primeros en hablar de la profecía y desde entonces se
habían puesto a
observar los astros. Estas observaciones cayeron algún tiempo en
desuso; pero fueron
renovadas por un discípulo de Balaam y mil años
después las tres
profetisas, hijas de los antepasados de los tres Reyes, las volvieron a
poner en práctica. Cincuenta
años más tarde, es decir, en la época a que
habían
llegado, apareció la estrella que ahora seguían para
adorar al nuevo Rey recién nacido.
Estas cosas relataban los Reyes a sus oyentes con mucha sencillez y
sinceridad,
entristeciéndose mucho al ver que aquéllos no
parecían querer prestar fe a
lo que desde dos mil años atrás había sido el
objeto de la esperanza y
deseos de sus antepasados.
A la caída de la tarde se oscureció un poco la estrella a
causa de algunos vapores, pero por la noche se mostró muy
brillante entre las nubes que
corrían, y parecía más cerca de la tierra. Se
levantaron entonces
rápidamente, despertaron a los habitantes del país y les
mostraron el espléndido
astro. Aquella gente miró con extrañeza, asombro y alguna
conmoción el
cielo; pero muchos se irritaron aun contra los santos Reyes, y la
mayoría sólo
trató de sacar provecho de la generosidad con que trataban a
todos. Les oí
también decir cosas referentes a su jornada hasta allí.
Contaban el camino por jornadas a pie,
calculando en doce leguas cada jornada. Montando en sus dromedarios,
que eran más rápidos que los caballos, hacían
treinta y
seis leguas diarias, contando la noche y los descansos. De este modo,
el Rey que vivía más
lejos pudo hacer, en dos días, cinco veces las doce leguas que
los separaban del
sitio donde se habían reunido, y los que vivían
más cerca
podían hacer en un día y una noche tres veces doce
leguas. Desde el lugar donde se habían reunido
hasta aquí habían completado 672 leguas de camino, y para
hacerlo,
calculando desde el nacimiento de Jesucristo, habían empleado
más o menos
veinticinco días con sus noches, contando también los dos
días de reposo.
La noche del viernes 21, habiendo comenzado el sábado para los
judíos que habitaban allí, los Reyes prepararon su
partida. Los habitantes
del lugar habían ido a la sinagoga de un lugar vecino pasando
sobre un puente hacia el
Oeste. He visto que estos judíos miraban con gran asombro la
estrella
que guiaba a los Magos; pero no por eso se mostraron más
respetuosos.
Aquellos hombres desvergonzados estuvieron muy importunos,
apretándose como
enjambres de avispas alrededor de los Reyes, demostrando ser viles y
pedigüeños, mientras los Reyes, llenos de paciencia, les
daban sin cesar
pequeñas piezas amarillas, triangulares, muy delgadas, y granos
de metal oscuro. Creo
por eso que debían ser muy ricos estos Reyes. Acompañados
por los
habitantes del lugar dieron vueltas a los muros de la ciudad, donde vi
algunos templos
con ídolos; más tarde atravesaron el torrente sobre un
puente, y costearon la aldea judía. Desde aquí
tenían un camino de veinticuatro
leguas para llegar a Jerusalén.
LIX
Llegada de Santa Ana a
Belén
He visto a Santa Ana con
María de Helí, una criada, un
servidor y dos asnos pasando la noche a poca distancia de Betania,
de camino para Belén. José había completado los
arreglos tanto en la gruta del
Pesebre como en las grutas laterales, para recibir a los Reyes Magos,
cuya llegada
había anunciado María, mientras se hallaban en Causur, y
también para
hospedar a los venidos de Nazaret. José y María se
habían
retirado a otra gruta con el Niño, de modo que la del Pesebre se
encontraba libre, no quedando en ella
más que el asno. Si mal no recuerdo José había
pagado ya el
segundo de los impuestos hacía algún tiempo, y nuevas
personas venidas de
Belén para ver al Niño tuvieron la dicha de tomarlo en
sus brazos. En cambio, cuando otras lo
querían alzar, lloraba y volvía la cabeza.
He visto a la Virgen
tranquila en su nueva habitación discretamente arreglada: el
lecho estaba contra la
pared y el Niño Jesús se encontraba a su lado, en una
cesta larga, hecha de
cortezas, acomodada sobre una horqueta. Un tabique hecho de zarzos
separaba el lecho de María y la cuna del Niño del resto
de la gruta. Durante
el día, para no estar sola, se sentaba delante del tabique con
el Niño a su lado.
José descansaba en otra parte retirada de la gruta. Lo he visto
llevando alimentos a
María, servidos en una fuente, como también ofrecerle un
cantarillo con agua. Esta noche comenzaba un día de ayuno: todos
los alimentos
debían estar preparados para el día siguiente; el fuego
estaba cubierto y las aberturas
veladas.
Entretanto había llegado Santa Ana con la hermana mayor de
María y una criada. Estas personas debían pasar la noche
en la gruta de
Belén: por eso la Sagrada Familia se había retirado a la
gruta lateral. Hoy he
visto a María que ponía el Niño en los brazos de
Santa Ana. Esta se
hallaba profundamente conmovida. Había traído consigo
colchas, pañales y
varios alimentos, y dormía en el mismo sitio donde había
reposado Isabel. María le
relató todo lo sucedido. Ana lloraba en compañía
de María. El relato fue
alegrado por las caricias del Niño Jesús. Hoy vi a la
Virgen volver a la gruta del Pesebre y al pequeño
Jesús acostado allí de nuevo. Cuando José y
María se encuentran
solos cerca del Niño, los veo a menudo ponerse en
adoración ante Él. Hoy vi a Ana
cerca del Pesebre con María en una actitud reverente,
contemplando al Niño
Jesús con sentimiento de gran fervor. No sé si las
personas venidas con Ana
habían pasado la noche en la gruta lateral o habían ido a
otro lugar; creo que
estaban en otro sitio.
Ana trajo diversos objetos para el Niño y la Madre. María
ha recibido ya muchas cosas desde que se encuentra aquí; pero
todo sigue
pareciendo muy pobre porque María reparte lo que no es
absolutamente necesario.
Le dijo a Ana que los Reyes llegarían muy pronto y que su
llegada
causaría gran impresión. Esta
misma noche, después de terminado el Sábado, vi que Ana
con sus
acompañantes se retiró de la compañía de
María,
durante la estadía de los Reyes, a casa de su hermana casada, para volver después. Ya
no recuerdo el nombre de la población, de la tribu de
Benjamín, que se compone de algunas casas, en una llanura y se
encuentra a media
legua del último lugar del alojamiento de la Santa Familia en su
viaje
a Belén.
LX
Llegada de los Reyes Magos
a Jerusalén
La comitiva de los Reyes
partió de noche de Metanea y tomó
un camino muy transitable, y aunque los viajeros no entraron ni
atravesaron ninguna otra ciudad, pasaron a lo largo de las aldeas donde
Jesús
más tarde enseñó, curó a enfermos y bendijo
a los niños al finalizar el mes
de Junio del tercer año de su predicación. Betabara era
uno de esos sitios
adonde llegaron una mañana temprano para pasar el Jordán.
Como era
sábado encontraron pocas persona en el camino. Esta
mañana vi la caravana de los Reyes
que pasaba el Jordán a las siete. Comúnmente se cruzaba
el río
sirviéndose de un aparato fabricado con vigas; pero para los
grandes pasajes, con cargas pesadas,
se hacía por una especie de puente. Los boteros que
vivían
cerca del puente hacían este trabajo mediante una paga; pero
como era
sábado y no podían trabajar, tuvieron que ocuparse los
mismos viajeros, cooperando algunos hombres paganos ayudantes de los
boteros judíos. La anchura del
Jordán no era mucha en este lugar y además estaba lleno
de bancos de arena.
Sobre las vigas, por donde se cruzaba de ordinario, fueron colocadas
algunas planchas, haciendo pasar a los camellos por encima.
Demoró mucho antes que
todos hubieron pasado a la orilla opuesta del río.
Dejando a
Jericó a la derecha van en dirección de Belén;
pero se desvían hacia la
derecha para ir a Jerusalén. Hay como un centenar de hombres con
ellos. Veo de lejos una ciudad
conocida: es pequeña y se halla cerca de un arroyuelo que corre
de Oeste a
Este a partir de Jerusalén, y me parece que han de pasar por
esta
ciudad. Por algún tiempo el arroyo corre a la izquierda de ellos
y según sube o
baja el camino. Unas veces se ve a Jerusalén, otras veces no se
la puede ver. Al
fin se desviaron en dirección a Jerusalén y no pasaron
por la
pequeña ciudad.
El Sábado 22, después de la
terminación de la
fiesta, la caravana de los Reyes llegó a las puertas de
Jerusalén. He visto la ciudad con
sus altas torres levantadas hacia el cielo. La estrella que los
había guiado casi
había desaparecido y sólo daba una débil luz
detrás de la ciudad. A
medida que entraban en la Judea y se acercaban a Jerusalén, los
Reyes iban perdiendo confianza,
porque la estrella no tenía ya el brillo de antes y aún
la
veían con menos frecuencia en esta comarca. Habían
pensado encontrar en todas partes festejos
y regocijo por el Nacimiento del Salvador, a causa de quien
habían venido
desde tan lejos y no veían en todas partes más que
indiferencia y
desdén. Esto les entristecía y les inquietaba, y pensaban
haberse equivocado en su idea
de encontrar al Salvador.
La caravana
podía ser ahora de unas doscientas personas y,
ocupaba más o menos el trayecto de un cuarto de legua. Ya desde
Causur se les
había agregado cierto número de personas distinguidas y
otras se unieron a
ellos más tarde. Los tres Reyes iban sentados sobre tres
dromedarios y otros tres
de estos animales llevaban el equipaje. Cada Rey tenía cuatro
hombres de
su tribu; la mayor parte de los acompañantes montaban sobre
cabalgaduras
muy rápidas, de airosas cabezas. No sabría decir si eran
asnos o caballos de
otra raza, pero se parecían mucho a nuestros caballos. Los
animales que
utilizaban las personas más distinguidas tenían bellos
arneses y
riendas, adornados de cadenas y estrellas de oro. Algunos del
séquito de los Reyes se
desprendieron del cortejo y entraron en la ciudad, regresando con
soldados y
guardianes.
La llegada de una caravana tan numerosa en una época
en que no se
celebraba fiesta alguna, y no siendo por razones de comercio, y
llegando por el
camino que llegaban, era algo muy extraordinario. A todas las preguntas
que se
les hacía respondían hablando de la estrella que los
había guiado y del Niño recién Nacido. Nadie
comprendía nada de este lenguaje, y los Reyes se
turbaron mucho, pensando que tal vez se habían equivocado,
puesto que no
encontraban a uno siquiera que supiese algo relacionado con el
Niño Salvador
del mundo, Nacido allí, en sus tierras. Todos miraban con
sorpresa a
los Reyes, sin comprender el por qué de su venida ni lo que
buscaban.
Cuando estos guardianes de la puerta vieron la generosidad con que
trataban los
Reyes a los mendigos que se acercaban, y cuando oyeron decir que
deseaban
alojamiento, que pagarían bien, y que entretanto deseaban hablar
al rey
Herodes, algunos entraron en la ciudad y se sucedió una serie de
idas y venidas,
de mensajeros y de explicaciones, mientras los Reyes se
entretenían con toda
la suerte de gentes que se les había acercado. Algunos de estos
hombres
habían oído hablar de un Niño Nacido en
Belén; pero no podían
siquiera pensar que pudiera tener relación con la venida de los
Reyes, sabiendo que se
trataba de padres pobres y sin importancia. Otros se burlaban de la
credulidad de los
Reyes.
Conforme a los mensajes que traían los hombres de la
ciudad,
comprendieron que Herodes nada sabía del Niño. Como
tampoco
habían contado con encontrarse con el rey Herodes, se afligieron
mucho más y se
inquietaron sumamente, no sabiendo qué actitud tomar en
presencia del rey ni qué
iban a decirle. Con todo, a pesar de su tristeza, no perdieron el
ánimo
y se pusieron a rezar. Volvió el ánimo a su atribulado
espíritu y
se dijeron unos a otros: "Aquél que nos ha traído hasta
aquí con tanta
celeridad, por medio de la luz de la estrella, Ése mismo
podrá guiarnos de nuevo hasta
nuestras casas".
Al fin regresaron
los mensajeros, y la caravana fue
conducida a lo
largo de los muros de la ciudad, haciéndola entrar por una
puerta situada no
lejos del Calvario. Los llevaron a un gran patio redondo rodeado de
caballerizas, con
alojamientos no lejos de la plaza del pescado, en cuya entrada
encontraron algunos guardianes. Los animales fueron llevados a las
caballerizas y los
hombres se retiraron bajo cobertizos, junto a una fuente que
había en
medio del gran patio. Este patio, por uno de sus costados tocaba con
una altura; por
los otros estaba abierto, con árboles delante. Llegaron
después
unos empleados, quizás aduaneros, que de dos en dos
inspeccionaron los equipajes de los
viajeros con sus linternas.
El palacio de Herodes estaba más
arriba, no lejos
de este edificio, y pude ver el camino que llevaba hasta él
iluminado con
linternas y faroles colocados sobre perchas. Herodes envió a un
mensajero encargado
de conducirle en secreto a su palacio al rey Teokeno. Eran las diez de
la
noche. Teokeno fue recibido en una sala del piso bajo por un cortesano
de
Herodes, que le interrogó sobre el objeto de su viaje. Teokeno
dijo con
simplicidad todo lo que se le preguntaba y rogó al hombre que
preguntara al rey
Herodes dónde había nacido el Niño, Rey de los
Judíos, y dónde se hallaba, ya que habían visto su
estrella y habían venido tras de ella. El
cortesano llevó su informe a Herodes, que se turbó mucho
al principio; pero disimulando su
malcontento hizo responder que deseaba tener más datos relativos
sobre ese
suceso y que entretanto instaba a los reyes a que descansasen,
añadiendo que al día siguiente hablaría con ellos
y les daría a
conocer todo lo que lograse saber sobre el asunto.
Volvió
Teokeno y no pudo dar a sus
compañeros noticias consoladoras; por otra parte, no se les
había preparado nada
para que pudiesen reposar y mandaron rehacer muchos fardos que
habían sido
abiertos. Durante aquella noche no pudieron descansar y algunos de
ellos andaban de un
lado a otro como buscando la estrella que los había guiado.
Dentro de
la ciudad de Jerusalen había gran quietud y silencio; pero en
torno de
los Reyes había agitación, y en el patio se tomaban y
daban toda clase de informes. Los Reyes pensaban que Herodes lo
sabía todo perfectamente, pero que
trataba de ocultarles la verdad.
Se celebraba una gran fiesta esa noche
en el palacio de Herodes al
tiempo de la visita de Teokeno, porque veía las salas
iluminadas. Iban y
venían toda clase de hombres y mujeres ataviadas sin decencia
alguna. Las preguntas de
Teokeno sobre el rey recién Nacido turbaron el ánimo de
Herodes, el cual llamó en seguida a su palacio a los
príncipes, a los sacerdotes y a
los escribas de la Ley. Los he visto acudir al palacio antes de la
media noche con
rollos escritos. Traían sus vestiduras sacerdotales, llevaban
condecoraciones sobre el pecho y cinturones con letras bordadas.
Había unos veinte de
estos personajes en torno de Herodes, que preguntó dónde
debía ser
el lugar del Nacimiento del Mesías. Los vi cómo
abrían sus rollos y mostraban
con el dedo pasajes de la Escritura:
"Debe nacer en Belén de
Judá, porque
así está escrito en el profeta Miqueas. Y tú
Belén, no eres la más mínima
entre los príncipes de Judá, pues de ti ha de nacer el
jefe que gobernará mi pueblo en Israel".
Después vi a Herodes con algunos de ellos paseando por la
terraza del palacio,
buscando inútilmente la estrella de la que había hablado
Teokeno.
Se mostraba muy inquieto. Los sacerdotes y escribas le hicieron largos
razonamientos diciendo que no debía hacer caso ni dar
importancia a las palabras de los
Reyes Magos, añadiendo que aquellas gentes son amigas de lo
maravilloso y se
imaginan siempre grandes fantasías con sus observaciones
estelares.
Decían que si algo hubiera habido en realidad se hubiera sabido
en el Templo y en la
ciudad santa, y que ellos no podrían haberlo ignorado.
LXI
Los Reyes Magos conducidos
al palacio de Herodes
En esta mañana muy
temprano Herodes hizo llevar al palacio, en
secreto, a los Reyes. Fueron recibidos bajo una arcada y conducidos
luego a una sala, donde he visto ramas verdes con flores en vasos y
refrescos para
beber. Después de algún tiempo apareció Herodes.
Los
Magos se inclinaron ante él y pasaron a interrogarle sobre el
Rey de los Judíos recién Nacido. Herodes ocultó su
gran turbación y se
mostró contento de la noticia. Vi
que estaban con él algunos de los escribas. Herodes
preguntó algunos detalles sobre
lo que habían visto, y el Rey Mensor describió la
última
aparición que habían tenido antes de partir. Era, dijo,
una Virgen y delante de Ella un Niño, de
cuyo costado derecho había brotado una rama luminosa; luego,
sobre
ésta había aparecido una torre con varias puertas. La
torre se transformó en una gran
ciudad, sobre la cual se manifestó el Niño con una
corona, una espada y
un cetro, como si fuese Rey. Después de esto se vieron ellos
mismos, como
también todos los
reyes del mundo, postrados delante de ese Niño en acto de
adoración; pues poseía un imperio delante del cual todos
los demás
imperios debían someterse; y así en esta forma
describió lo que habían visto.
Herodes les habló de una profecía que
hablaba de algo
parecido sobre Belén de
Efrata; les dijo que fueran secretamente allá y cuando hubiesen
encontrado al Niño
volvieran a decirle el resultado, para que él también
pudiera ir a adorarle.
Los Reyes no tocaron los alimentos que se les había preparado y
volvieron a su
alojamiento. Era muy temprano, casi al amanecer, pues he visto
todavía las
linternas encendidas delante del palacio de Herodes. Herodes
conferenció con ellos en
secreto para que no se hiciera público el acontecimiento. Al
aclarar del
todo prepararon la partida. La gente que los había
acompañado hasta
Jerusalén se hallaba ya dispersa por la ciudad desde la
víspera.
El ánimo de Herodes estaba en aquellos
días lleno de
descontento e irritación. Al tiempo del Nacimiento de Jesucristo
se encontraba en su castillo,
cerca de Jericó, y había ordenado hacía poco un
cobarde
asesinato. Había colocado en puestos altos del Templo a gente
que le referían todo lo que
allí se hablaba, para que denunciasen a los que se
oponían a sus designios. Un
hombre justo y honrado, alto empleado en el Templo, era el principal de
los que
consideraba él como sus adversarios. Herodes con fingimiento lo
invitó
a que fuera a verlo a Jericó y lo hizo atacar y asesinar en el
camino, achacando ese
crimen a algunos asaltantes.
Algunos días después de esto
fue a
Jerusalén para tomar parte en la fiesta de la Dedicación
del Templo, que tenía lugar
el 25 del mes de Casleu y allí se encontró enredado en un
asunto muy
desagradable. Queriendo congraciarse con los judíos había
mandado hacer una
estatua o figura de cordero o más bien de cabrito, porque
tenía cuernos, para que
fuera colocada en la puerta que llevaba del patio de las mujeres al de
las inmolaciones.
Hizo esto de su propia iniciativa, pensando que los judíos se lo
agradecerían; pero los sacerdotes se opusieron tenazmente a
ello, aunque los amenazó
con hacerles pagar una multa por su resistencia. Ellos replicaron que
pagarían, pero que no toleraban esa imagen contraria a las
prescripciones de la Ley. Herodes
se irritó mucho y pretendió colocarla ocultamente; pero
al llevarla, un
israelita muy celoso tomó la imagen y la arrojó al suelo,
quebrándola en dos pedazos. Se promovió un gran tumulto y
Herodes hizo encarcelar al hombre.
Todo esto lo había irritado mucho y estaba arrepentido de haber
ido a la
fiesta; sus cortesanos trataban de distraerlo y divertirlo. En este
estado de ánimo lo encontró la noticia del Nacimiento de
Cristo.
En Judea hacía tiempo que hombres piadosos
vivían, en la
esperanza de que pronto había de llegar el Mesías y los
sucesos
acontecidos en el Nacimiento del Niño se habían divulgado
por medio de los pastores.
Con todo, muchas personas importantes oían estas cosas como
fábulas y
vanas palabras y el mismo Herodes había oído hablar y
enviado secretamente
algunos hombres a tomar informes de lo que se decía. Estos
emisarios estuvieron,
en efecto, tres días después de haber nacido Jesús
y luego de
haber conversado con José, declararon, como hombres orgullosos,
que todo era cosa sin importancia: que en la gruta no había
más que una pobre familia de la cual no
valía la pena que nadie se ocupara. El orgullo que los dominaba
les había impedido
interrogar seriamente a José desde un principio, tanto
más que
llevaban orden de proceder en el mayor secreto, sin llamar la
atención.
Cuando de pronto
llegaron los Reyes Magos con su numeroso séquito, Herodes se
llenó de
nuevas inquietudes, ya que estos hombres venían de lejos y todo
esto era más
que rumores sin importancia. Como hablaran los Reyes con tanta
convicción del
Rey recién Nacido, fingió Herodes deseos de ir a
ofrecerle sus homenajes,
lo cual alegró mucho a los Reyes, creyéndolo bien
dispuesto. La ceguera del
orgullo de los escribas no acabó de tranquilizarlo y el
interés de
conservar en secreto este asunto fue causa de la conducta que
observó. No hizo objeciones
a lo que decían los Reyes, no hizo perseguir en seguida al
Niño para no
exponerse a las críticas de un pueblo difícil de
gobernar y
resolvió recabar por medio de ellos noticias más exactas
para tomar luego las medidas del caso.
Como los Reyes, advertidos por
Dios, no volvieron a dar noticias, hizo
explicar que la huida de los Reyes era consecuencia de la
ilusión
mentirosa que habían sufrido y que no se habían atrevido
a comparecer
de nuevo, porque estaban avergonzados del engaño en que
habían caído y al
que habían querido arrastrar a los demás. Mandaba
decir: "¿Qué
razones podían tener para salir clandestinamente después
de haber sido recibidos aquí en
forma tan amistosa?..." De este modo Herodes trató de adormecer
este asunto disponiendo
que en Belén nadie se pusiese en relación con esa
Familia, de
la que se había hablado tanto, ni recoger los rumores e
invenciones que se propalaban
para extraviar los espíritus.
Habiendo vuelto quince días
más tarde la Sagrada Familia a Nazaret, se dejó pronto de
hablar de cosas de las cuales la
multitud no había tenido más que conocimientos vagos, y
las gentes
piadosas, por otro lado, llenas de esperanza, guardaban un discreto
silencio. Cuando
pareció que todo quedaba olvidado, pensó entonces Herodes
en deshacerse del
Niño y supo que la Familia había dejado a Nazaret,
llevándose al
Niño. Lo hizo buscar durante bastante tiempo; pero habiendo
perdido toda esperanza de
encontrarlo, creció mayormente su inquietud y determinó
ejecutar la
medida extrema de la matanza de los niños. Tomó en esta
ocasión
todas sus medidas y envió tropas de antemano a los lugares donde
podía temerse una
sublevación. Creo que la matanza se hizo en siete lugares
diferentes.
LXII
Viaje de los Reyes de
Jerusalén a Belén
Veo la caravana de los
Reyes junto a una puerta situada al
Mediodía. Un grupo de hombres los acompañaba hasta un
arroyo delante de la ciudad, y luego volvieron. No bien habían
pasado el arroyo, se detuvieron
buscando con los ojos la estrella en el firmamento. Habiéndola
visto
prorrumpieron en exclamaciones de alegría y continuaron su
marcha cantando sus
melodías. La estrella no los llevaba en línea recta sino
que se desviaba algo
hacia el Oeste. Pasaron frente a una pequeña ciudad, que conozco
muy bien; se
detuvieron detrás de ella, y oraron mirando hacia el
Mediodía, en un
paraje ameno cerca de un caserío. En este lugar, delante de
ellos, surgió un
manantial de agua, que los llenó de contento. Bajando de sus
cabalgaduras cavaron
para esta fuente un pilón, rodeándolo de piedras, arena y
césped. Durante varias horas se detuvieron allí dando de
beber y alimentando a sus bestias.
También tomaron su alimento, ya que en Jerusalén no
habían podido
descansar ni comer debido a las preocupaciones de la llegada. He visto
más tarde que
Jesucristo se detuvo varias veces junto a esta fuente en
compañía de
sus discípulos.
La estrella, que brillaba en la noche como un
globo de fuego, se parecía
ahora más bien a la luna cuando se la ve de día; no era
perfectamente
redonda, sino que parecía recortada y a menudo estaba oculta
entre las nubes. En
el camino de Belén a Jerusalén había mucho
movimiento de
caminantes con equipajes y animales de carga. Eran personas que
volvían quizás de
Belén después de pagar los impuestos, o que iban a
Jerusalén al mercado o para visitar
el Templo. Esto sucedía en el camino principal; pero el sendero
de los
Reyes estaba solitario, y Dios los guiaba por allí sin duda para
que pudieran llegar de
noche a Belén y no llamar demasiado la atención.
Se
pusieron en
camino cuando el sol estaba muy bajo; marchaban en el orden con que
habían
venido. Mensor, el más joven, iba delante; luego Sair, el
cetrino, y por
último, Teokeno, el blanco, por ser de más edad. Hoy, a
la hora del crepúsculo, he visto a la caravana de los
Reyes llegando a Belén, cerca de aquel edificio donde
José y María
se habían hecho inscribir y que había sido la casa
solariega de la familia de David. Quedan
sólo algunos restos de los muros del edificio que había
pertenecido a los
padres de José. Era una casa grande rodeada de otras menores,
con un patio cerrado,
delante del cual había una plaza con árboles y una
fuente. Vi
soldados romanos en esta plaza, porque la casa se había
convertido en una oficina de
impuestos.
Al llegar la caravana cierto número de curiosos se
agolpó en
torno de los viajeros. La estrella había desaparecido de nuevo y
esto inquietaba a los
Reyes. Se acercaron algunos hombres dirigiéndoles preguntas.
Ellos bajaron
de sus cabalgaduras y desde la casa he visto que acudían
empleados a su encuentro, llevando palmas en las manos y
ofreciéndoles refrescos: era la
costumbre de recibir a los extranjeros distinguidos. Yo pensaba para
mí: "Son
mucho más amables de lo que lo fueron con el pobre José;
sólo
porque éstos distribuían monedas de oro". Les dijeron que
el valle de los pastores era apropiado
para levantar las carpas, y ellos quedaron algún tiempo
indecisos. No
les he oído preguntar nada del Rey y Niño recién
Nacido. Aún
sabiendo que Belén era el lugar designado por las
profecías, ellos, recordando lo que
Herodes les había encargado, temían llamar la
atención con sus preguntas.
Poco después vieron brillar en el cielo un meteoro, sobre
Belén: era semejante a la
luna cuando aparece. Montaron en sus cabalgaduras, y costeando un foso
y unos muros
en ruina dieron la vuelta a Belén por el Mediodía y se
dirigieron al Oriente, en dirección a la gruta del Pesebre, que
abordaron por el costado
de la llanura, donde los ángeles se habían aparecido a
los pastores.
LXIII
La adoración de los
Reyes Magos
Se
apearon al llegar cerca
de la gruta de la tumba de Maraña, en
el valle, detrás de la gruta del Pesebre. Los criados
desliaron muchos paquetes, levantaron una gran carpa e hicieron otros
arreglos con la ayuda de
algunos pastores que les señalaron los lugares más
apropiados. Se
encontraba ya en parte arreglado el campamento cuando los Reyes vieron
la estrella
aparecer brillante y muy clara sobre la colina del Pesebre, dirigiendo
hacia la
gruta sus rayos en línea recta. La estrella estaba muy crecida y
derramaba
mucha luz; por eso la miraban con grande asombro. No se veía
casa alguna por la densa oscuridad, y la colina
aparecía en forma de una muralla. De pronto vieron dentro de la
luz la forma de un
Niño resplandeciente y sintieron extraordinaria alegría.
Todos procuraron manifestar su respeto y veneración.
Los tres
Reyes se dirigieron a la
colina, hasta la puerta de la gruta. Mensor la abrió, y vio su
interior lleno de luz
celestial, y a la Virgen, en el fondo, sentada, teniendo al Niño
tal como
él y sus compañeros la habían contemplado en sus
visiones. Volvió para contar
a sus compañeros lo que había visto. En esto José
salió de la gruta acompañado de un
pastor anciano y fue a su encuentro. Los tres Reyes le dijeron con
simplicidad que habían venido para
adorar al Rey de los Judíos recién Nacido, cuya estrella
habían observado, y querían ofrecerle sus presentes.
José los recibió
con mucho afecto. El pastor anciano los acompañó hasta
donde estaban los demás
y les ayudó en los preparativos, juntamente con otros pastores
allí presentes.
Los Reyes se
dispusieron para una ceremonia solemne. Les vi revestirse de mantos muy
amplios y blancos, con una cola que tocaba el suelo. Brillaban con
reflejos, como
si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban en torno de sus
personas.
Eran las vestiduras para las ceremonias religiosas. En la cintura
llevaban bolsas y cajas de oro colgadas de cadenillas, y
cubríanlo todo con sus
grandes mantos. Cada uno de los Reyes iba seguido por cuatro personas
de su
familia, además, de algunos criados de Mensor que llevaban una
pequeña mesa, una carpeta con flecos y otros objetos.
Los Reyes
siguieron a José, y al llegar bajo el alero, delante
de la gruta, cubrieron la mesa con la carpeta y cada uno de ellos
ponía sobre ella las
cajitas de oro y los recipientes que desprendían de su cintura.
Así ofrecieron los presentes comunes a los tres. Mensor y los
demás se quitaron las
sandalias y José abrió la puerta de la gruta. Dos
jóvenes del
séquito de Mensor, que le precedían, tendieron una
alfombra sobre el piso de la gruta, retirándose
después hacia atrás, siguiéndoles otros dos con la
mesita donde estaban
colocados los presentes. Cuando estuvo delante de la Santísima
Virgen, el rey Mensor
depositó estos presentes a sus pies, con todo respeto, poniendo
una rodilla en
tierra. Detrás de Mensor estaban los cuatro de su familia, que
se
inclinaban con toda humildad y respeto.
Mientras tanto Sair y Teokeno
aguardaban
atrás, cerca de la entrada de la gruta. Se adelantaron a su vez
llenos de
alegría y de emoción, envueltos en la gran luz que
llenaba la gruta, a pesar de no haber
allí otra luz que el que es Luz del mundo. María se
hallaba como recostada
sobre la alfombra, apoyada sobre un brazo, a la izquierda del
Niño Jesús, el
cual estaba acostado dentro de la gamella, cubierta con un lienzo y
colocada sobre
una tarima en el sitio donde había nacido.
Cuando entraron los
Reyes la
Virgen se puso el velo, tomó al Niño en sus brazos,
cubriéndolo con un velo amplio. El rey Mensor se
arrodilló y ofreciendo los dones pronunció
tiernas palabras, cruzó las manos sobre el pecho, y con la
cabeza descubierta e
inclinada, rindió homenaje al Niño. Entre tanto
María había
descubierto un poco la parte superior del Niño, quien miraba con
semblante amable desde el
centro del velo que lo envolvía. María sostenía su
cabecita con un
brazo y lo rodeaba con el otro. El Niño tenía sus
manecitas juntas sobre el
pecho y las tendía graciosamente a su alrededor. ¡Oh,
qué felices se sentían
aquellos hombres venidos del Oriente para adorar al Niño Rey!
Viendo esto decía entre mí: "Sus corazones son puros y
sin mancha; están llenos de ternura y de inocencia como los
corazones de los niños
inocentes y piadosos. No se ve en ellos nada de violento, a pesar de
estar llenos
del fuego del amor". Yo pensaba: "Estoy muerta; no soy más que
un
espíritu: de otro modo no podría ver estas cosas que ya
no existen, y que, sin
embargo, existen en este momento. Pero esto no existe en el tiempo,
porque en Dios no
hay tiempo: en Dios todo es presente. Yo debo estar muerta; no debo ser
más que un espíritu". Mientras pensaba estas cosas,
oí una voz
que me dijo: "¿Qué puede importarte todo esto que
piensas?... Contempla y alaba a Dios,
que es Eterno, y en Quien todo es eterno".
Vi que el rey Mensor sacaba
de una bolsa, colgada de la cintura, un
puñado de barritas compactas del tamaño de un dedo,
pesadas, afiladas en
la extremidad, que brillaban como oro. Era su obsequio. Lo
colocó humildemente
sobre las rodillas de María, al lado del Niño
Jesús.
María tomó el regalo con un agradecimiento lleno de
sencillez y de gracia, y lo cubrió con el extremo de su
manto. Mensor ofrecía las pequeñas barras de oro virgen,
porque
era sincero y caritativo, buscando la verdad con ardor constante e
inquebrantable.
Después
se retiró, retrocediendo, con sus cuatro acompañantes;
mientras Sair, el rey cetrino, se adelantaba con los suyos y se
arrodillaba con profunda humildad, ofreciendo su presente con
expresiones muy conmovedoras. Era un
recipiente de incienso, lleno de pequeños granos resinosos, de
color verde,
que puso sobre la mesa, delante del Niño Jesús. Sair
ofreció
incienso porque era un hombre que se conformaba respetuosamente con la
Voluntad de Dios, de todo
corazón y seguía esta voluntad con amor. Se quedó
largo rato
arrodillado, con gran fervor.
Se retiró y se adelantó
Teokeno, el mayor de
los tres, ya de mucha edad. Sus miembros algo endurecidos no le
permitían
arrodillarse: permaneció de pie, profundamente inclinado, y puso
sobre la mesa un vaso de oro que tenía una hermosa planta verde.
Era un arbusto precioso,
de tallo recto, con pequeñas ramitas crespas coronadas de
hermosas flores
blancas: la planta de la mirra. Ofreció la mirra por ser el
símbolo
de la mortificación y de la victoria sobre las pasiones, pues
este excelente hombre había
sostenido lucha constante contra la idolatría, la poligamia y
las costumbres
estragadas de sus compatriotas. Lleno de emoción estuvo largo
tiempo con sus
cuatro acompañantes ante el Niño Jesús.
Yo
tenía
lástima por los demás que estaban fuera de la gruta
esperando turno para ver al Niño. Las frases
que decían los Reyes y sus acompañantes estaban llenas de
simplicidad y fervor.
En el momento de hincarse y ofrecer sus dones decían más
o menos lo
siguiente: "Hemos visto su estrella; sabemos que Él es el Rey de
los Reyes;
venimos a adorarle, a ofrecerle nuestros homenajes y nuestros regalos".
Estaban
como fuera de sí, y en sus simples e inocentes plegarias
encomendaban
al Niño Jesús sus propias personas, sus familias, el
país, los bienes y todo
lo que tenía para ellos algún valor sobre la tierra. Le
ofrecían sus
corazones, sus almas, sus pensamientos y todas sus acciones.
Pedían inteligencia
clara, virtud, felicidad, paz y amor. Se mostraban llenos de amor y
derramaban lágrimas de
alegría, que caían sobre sus mejillas y sus barbas. Se
sentían plenamente felices. Habían llegado hasta aquella
estrella, hacia la cual desde miles
de años sus antepasados habían dirigido sus miradas y sus
ansias, con un
deseo tan constante. Había en ellos toda la alegría de la
Promesa
realizada después de tan largos siglos de espera.
María aceptó los presentes con actitud de humilde
acción de gracias. Al principio no decía nada:
sólo expresaba su reconocimiento con un
simple movimiento de cabeza, bajo el velo. El cuerpecito del
Niño brillaba bajo
los pliegues del manto de María. Después la Virgen dijo
palabras
humildes y llenas de gracia a cada uno de los Reyes, y echó su
velo un tanto hacia
atrás.
Aquí recibí una lección muy
útil. Yo pensaba:
"¡Con qué dulce y amable gratitud recibe María cada
regalo! Ella, que no tiene necesidad de nada,
que tiene a Jesús, recibe los dones con humildad. Yo
también recibiré con
gratitud todos los regalos que me hagan en lo futuro".
¡Cuánta bondad hay en
María y en José! No guardaban casi nada para ellos, todo
lo distribuían entre los
pobres.
LXIV
La adoración de los
servidores de los Reyes
Terminada
la
adoración del Niño, los Reyes se volvieron a
sus carpas con sus acompañantes. Los criados y servidores
se
dispusieron a entrar en la gruta. Habían descargado los
animales, levantado las tiendas,
ordenado todo; esperaban ahora pacientemente delante de la puerta con
mucha humildad. Eran más de treinta; había algunos
niños que
llevaban apenas unos paños en la cintura y un manto. Los
servidores entraban de cinco en cinco en
compañía de un personaje principal, al cual
servían; se arrodillaban
delante del Niño y lo adoraban en silencio. Al final entraron
todos los niños,
que adoraron al Niño Jesús con su alegría
inocente.
Los criados no
permanecieron mucho tiempo en la gruta, porque los Reyes volvieron a
hacer otra entrada
más solemne. Se habían revestido con mantos largos y
flotantes, llevando en
las manos incensarios. Con gran respeto incensaron al Niño, a la
Madre, a
José y a toda la gruta del Pesebre. Después de haberse
inclinado
profundamente, se retiraron. Esta era la forma de adoración que
tenía la gente de ese
país.
Durante todo este tiempo María y José se
hallaban llenos
de dulce alegría. Nunca los había visto así:
derramaban a menudo
lágrimas de contento, pues los consolaba inmensamente al ver los
honores que rendían los
Reyes al Niño Jesús, a quien ellos tenían tan
pobremente alojado, y
cuya suprema dignidad conocían en sus corazones. Se alegraban de
que la Divina
Providencia, no obstante la ceguera de los hombres, había
dispuesto y preparado para el
Niño de la Promesa lo que ellos no podían darle, enviando
desde lejanas
tierras a los que le rendían la adoración debida a su
dignidad,
cumplida por los poderosos de la tierra con tan santa munificencia.
Adoraban al Niño
Jesús juntamente con los santos Reyes y se alegraban de los
homenajes ofrecidos al
Niño Dios.
Las tiendas de los visitantes estaban levantadas en
el valle, situado
detrás de la gruta del Pesebre hasta la gruta de Maraha. Los
animales estaban
atados a estacas enfiladas, separados por medio de cuerdas. Cerca de la
carpa
más grande, al lado de la colina del Pesebre, había un
espacio
cubierto con esteras. Allí habían dejado algo de los
equipajes, porque la mayor
parte fue guardada en la gruta de la tumba de Maraña. Las
estrellas lucían
cuando terminaron todos de pasar a la gruta de la adoración.
Los Reyes se
reunieron en círculo junto al terebinto que se alzaba sobre la
tumba de Maraña, y
allí, en presencia de las estrellas, entonaron algunos de sus
cantos solemnes. ¡Es
imposible decir la impresión que causaban estos cantos tan
hermosos en el
silencio del valle, aquella noche! Durante tantos siglos los
antepasados de estos Reyes
habían mirado las estrellas, rezado, cantado, y ahora las ansias
de tantos
corazones había tenido su cumplimiento. Cantaban llenos de
exaltación y de santa alegría.
Mientras tanto
José, con la ayuda de dos ancianos pastores,
había preparado una frugal comida en la tienda de los Reyes.
Trajeron pan, fruta,
panales de miel, algunas hierbas y vasos de bálsamo; pusieron
todo sobre
una mesita baja cubierta con un mantel. José habíase
procurado todas
estas cosas desde la mañana, para recibir a los Reyes, cuya
venida ya esperaba,
porque la había anunciado de antemano la Virgen
Santísima. Cuando los Reyes
volvieron a su carpa, vi que José los recibía muy
cordialmente y les
rogaba que, siendo ellos los huéspedes, se dignaran aceptar la
sencilla comida que les
ofrecía. Se colocó junto a ellos y dieron principio a la
comida.
José no mostraba
timidez alguna; pero estaba tan contento que derramaba lágrimas
de pura
alegría. Cuando vi esto pensé en mi difunto padre, que
era un pobre campesino,
el cual con ocasión de mi toma de hábito se vio en la
ocasión
de sentarse a la mesa con muchas personas distinguidas. En su sencillez
y humildad había
sentido al principio mucho temor; luego se puso tan contento que
lloró de
alegría: sin pretenderlo, ocupó el primer lugar en la
fiesta.
Después de aquella pequeña comida José se
retiró. Algunas personas más importantes se fueron a una
posada de Belén, y los demás se echaron
sobre sus lechos tendidos formando círculo bajo la tienda
grande, y
allí descansaron de sus fatigas. José, vuelto a la gruta,
puso todos los regalos a
la derecha del Pesebre, en un rincón, donde había
levantado un tabique que
ocultaba lo que había detrás.
La criada de Ana que
habíase quedado
después de la partida de su ama, se mantuvo oculta en la gruta
lateral durante todo el tiempo de
la ceremonia, y no volvió a aparecer hasta que no se hubieron
marchado todos.
Era una mujer inteligente, de espíritu muy reposado. No he visto
ni
a la Santa Familia ni a esta mujer mirar con satisfacción
mundana los
regalos de los Reyes: todo fue aceptado con reconocimiento humilde y,
casi enseguida,
repartido caritativamente entre los necesitados.
Esta noche hubo
bastante agitación con motivo de la llegada de
la caravana a la casa donde se pagaba el impuesto. Hubo más
tarde muchas idas
y venidas a la ciudad, porque los pastores, que habían seguido
el cortejo,
regresaban a sus lugares. También he visto que mientras los
Reyes, llenos de
júbilo, adoraban al Niño y ofrecían sus presentes
en la gruta del Pesebre,
algunos judíos rondaban por los alrededores, espiando desde
cierta distancia, murmurando y conferenciando en voz baja. Más
tarde volví a verlos
yendo y viniendo en Belén y dando informes. He llorado por estos
desgraciados. Sufro viendo la maldad de estas personas que entonces
como también ahora se
ponen a observar y a murmurar, cuando Dios se acerca a los hombres, y
luego propalan mentiras, fruto de malicia y perversidad. ¡Oh,
cómo me
parecían aquellos hombres dignos de compasión!
Tenían la salvación
entre ellos y la rechazaban, en tanto que estos Reyes, guiados por su
fe sincera en la Promesa,
habían venido desde tan lejos para buscar la Salvación.
En Jerusalén he visto hoy a Herodes en compañía de
algunos escribas, leyendo rollos y hablando de lo que habían
contado los Reyes.
Después, todo entró de nuevo en calma como si hubiese
interés en hacer silencio en
torno de este asunto.
LXV
Nueva visita de los Reyes
Magos
Hoy
de mañana, he visto a
los Reyes Magos y a otras personas de
su séquito que visitaban sucesivamente a la Sagrada Familia.
Los vi también durante el día junto a sus campamentos y
bestias de carga,
ocupados en diversas distribuciones. Como estaban llenos de
alegría y se
sentían felices, repartían muchos regalos. He entendido
que era costumbre entonces hacerlos en ocasión de
acontecimientos felices. Los pastores que
habían ayudado a los Reyes recibieron valiosos regalos, como
también muchos pobres.
Vi que ponían chales y paños sobre los hombros de algunas
viejecitas que
habían llegado hasta el lugar. Algunas personas del
séquito de los Reyes
deseaban quedarse en el valle de los pastores para vivir con ellos.
Hicieron conocer su
deseo a los Reyes, los cuales no sólo les dieron permiso sino
que los
colmaron de regalos, proveyéndoles de colchas, vestidos, oro en
grano y
dejándoles los asnos en que habían venido montados.
Cuando vi que los Reyes
distribuían tantos trozos de pan, yo me preguntaba de
dónde podían haberlo
sacado, y recordé que los había visto, en los lugares
donde hacían
campamento, preparar, con la provisión de harina que
traían, panecillos chatos como
galletas, en moldes y amontonarlos dentro de cajas de cuero muy
livianas, que cargaban
sobre sus bestias. Han llegado muchas personas de Belén que,
bajo diversos
pretextos, rodeaban a los Reyes para obtener obsequios.
Por la noche
volvieron los Reyes para despedirse. Apareció
primero Mensor. María le puso al Niño en los brazos, que
el rey
recibió llorando de alegría. Luego acercáronse los
otros dos Reyes, derramando
lágrimas. Trajeron muchos regalos a la Sagrada Familia: piezas
de telas diversas, entre las
cuales algunas parecían de seda sin teñir y otras de
color rojo o con
diversas flores. Dejaron muy hermosas colchas. Dejaron sus grandes y
amplios mantos de
color amarillo pálido, tan livianos que al menor viento eran
agitados:
parecían hechos de lana extremadamente fina. Traían
varias copas, unas
dentro de otras; cajas llenas de granos y en un canasto, tiestos donde
había hermosos ramos de una planta verde, con hermosas flores
blancas: eran plantas de
mirra. Los tiestos estaban colocados unos encima de otros dentro del
canasto. Dejaron a José unos jaulones llenos de pájaros,
que
habían traído en cantidad sobre sus dromedarios, para su
alimento durante el viaje.
Al momento de
despedirse de María y del Niño, derramaron abundantes
lágrimas. María estaba de pie junto a ellos en el momento
de la despedida. Llevaba en brazos
al Niño envuelto en su velo y dio algunos pasos para
acompañar a los
Reyes hasta la puerta de la gruta. Se detuvo en silencio y para dejar
un recuerdo a
aquellos hombres tan buenos quitóse el gran velo que
tenía sobre
la cabeza, que era de tejido amarillo y con el cual envolvía a
Jesús y lo puso
en manos de Mensor. Los Reyes recibieron el regalo inclinándose
profundamente. Una
alegría llena de respeto los embargó cuando vieron a
María sin velo,
teniendo al Niño en brazos. ¡Cuán dulces
lágrimas
derramaron al dejar la
gruta! El velo fue para ellos desde entonces la reliquia más
preciada que poseyeran.
La
Santísima Virgen recibía los dones, pero no
parecía darles
importancia alguna, aunque en su humildad encantadora mostraba un
profundo agradecimiento a la
persona que hacía el regalo. En todos estos homenajes no he
visto en
María ningún acto o sentimiento de complacencia para
consigo misma. Sólo por
amor al Niño Jesús y por compasión a San
José se
dejó llevar de la natural esperanza de que en adelante el
Niño Jesús y José
encontrarían en Belén más simpatía que
antes y que ya no serían tratados con tanto desprecio como
lo fueron a su llegada. La tristeza y la inquietud de José la
había
afligido en extremo.
Cuando volvieron los Reyes a despedirse ya estaba
la lámpara
encendida en la gruta. Todo estaba oscuro afuera. Los Reyes se fueron
en seguida con
sus acompañantes y se reunieron debajo del terebinto, sobre la
tumba
de Maraña, para celebrar allí, como en la víspera,
algunas
ceremonias de su culto. Debajo del árbol habían encendido
una lámpara y al
aparecer las estrellas comenzaron a rezar sus preces y a entonar
melodiosos cantos, produciendo un efecto
muy agradable en ese coro las voces de los niños. Después
se dirigieron a la carpa donde José había preparado una
modesta comida.
Concluida ésta, algunos se volvieron a la posada de Belén
y otros descansaron bajo sus
carpas.
LXVI
El Ángel avisa a
los Reyes los designios de Herodes
A
medianoche tuve una
visión. Vi a los Reyes descansando bajo su
carpa sobre colchas tendidas en el suelo y junto a ellos vi a un
joven resplandeciente: un ángel los despertaba
diciéndoles que debían
partir de inmediato, sin pasar por Jerusalén, sino a
través del desierto,
costeando las orillas del Mar Muerto. Los Reyes se levantaron de sus
lechos y todo el
séquito estuvo de pie en poco tiempo. Uno de ellos fue al
Pesebre a despertar a
José, quien corrió a Belén para avisar a los que
allí se
hospedaban; pero los encontró por el camino, porque
habían tenido la misma aparición.
Plegaron la carpa, cargaron los animales con el equipaje y todo fue
enfardado y preparado con
asombrosa rapidez.
Mientras los Reyes se despedían en forma
sumamente
conmovedora de San José, delante de la gruta del Pesebre, una
parte del
séquito ya partía en grupos separados para tomar la
delantera en
dirección al Mediodía, para costear el Mar Muerto a
través del desierto de Engaddi.
Mucho instaron los Reyes a la Sagrada Familia de que partiesen con
ellos, diciendo que
un gran peligro los amenazaba y rogaron a María que por lo
menos
se ocultase con el pequeño Jesús para que no sufriesen
molestias por
causa de ellos mismos. Lloraban como niños: abrazando a
José decían
palabras muy conmovedoras.
Montando sobre sus cabalgaduras, ligeramente
cargadas, se alejaron por el desierto, he visto al ángel a su
lado indicándoles
el camino y pronto desaparecieron de la vista. Siguieron separados,
unos de otros, como un
cuarto de legua; luego en dirección al Oriente, por espacio de
una
legua y finalmente torcieron hacia el Mediodía. He visto que
pasaron por una
región que Jesús atravesó más tarde al
volver de Egipto en el
tercer año de su predicación.
El aviso del ángel a
los Reyes había llegado a tiempo,
pues las autoridades de Belén abrigaban la determinación
de prenderlos hoy mismo,
con el pretexto de que perturbaban el orden público, de
encerrarlos en las
profundas mazmorras que existían debajo de la sinagoga y
acusarlos después
ante el rey Herodes. No sé si obraban así por una orden
secreta de Herodes o
si lo hacían por exceso de celo ellos mismos. Cuando se
conoció esta
mañana la huida de los Reyes, en el valle tranquilo y solitario
donde habían acampado,
los viajeros se encontraban ya cerca del desierto de Engaddi. En el
valle no quedaban
más que los rastros de las pisadas de los animales y algunas
estacas que
habían servido para levantar las tiendas.
La aparición de los Reyes había causado gran
impresión en Belén y muchos se arrepentían de no
haber hospedado a José. Otros
hablaban de los Reyes como de aventureros que se dejaban llevar por
imaginaciones
extrañas. Había quienes creían, en cambio,
encontrarles alguna relación
con los relatos de los pastores acerca de la aparición de los
ángeles. Todas
estas cosas determinaron a las autoridades de Belén,
quizás por instigación
de Herodes, a tomar medidas. He visto reunidos a todos los habitantes
de la ciudad por una
convocatoria en el centro de una plaza de la ciudad, donde había
un pozo
rodeado de árboles delante de una casa grande, a la cual se
subía por escalones.
Precisamente desde esos escalones fue leída una especie de
proclama, donde se
declamaba contra las cosas supersticiosas y se prohibía ir a la
morada de
la gente que propalaba semejantes rumores.
Cuando la muchedumbre se
hubo
retirado, vi a José acudir a esa casa, donde había sido
llamado y
vi que fue interrogado por unos ancianos judíos. Lo he visto
volver al Pesebre y
retornar ante el tribunal de ancianos. La segunda vez llevaba un poco
del oro que le
habían dado los Reyes y lo entregó a esos hombres, que
luego lo
dejaron en paz. Por eso me pareció que todo este interrogatorio
no tuvo otro objeto
que el de arrancarle un puñado de oro. Las autoridades
habían hecho poner un tronco de árbol
atravesado para obstruir el camino que llevaba a los alrededores del
Pesebre. Este camino no
salía de la ciudad sino que comenzaba en la plaza donde la
Virgen se
había detenido bajo el árbol grande, salvando una
muralla. Dejaron un centinela
en una choza junto al árbol y pusieron unos hilos sobre el
camino, que
hacían tocar una campanilla que estaba en la cabaña de
aquél, que les
permitiría detener a quien intentase pasar.
Por la tarde vi un grupo de dieciséis soldados de Herodes
hablando con José. Habían sido enviados allí por
causa de los tres Reyes
como si fuesen perturbadores de la tranquilidad pública. No
hallaron más que silencio
y paz en todas partes y en la gruta no vieron más que una pobre
familia. Como
por otra parte tenían orden de no hacer nada que llamara la
atención, regresaron como habían venido, informando de lo
que habían podido ver. José había llevado ya los
regalos de los Reyes y
demás cosas que habían dejado
antes de su partida, guardándolos en la gruta de Maraña y
en otras cavernas
escondidas en la colina del Pesebre.
Las cuevas existían desde los tiempos del patriarca Jacob. En
aquella época en que sólo había allí
algunas cabañas en
la que es hoy plaza de Belén, Jacob había levantado su
tienda sobre la colina del Pesebre.
LXVII
Visita de Zacarías
La
Sagrada Familia se
traslada a la tumba de Mahara
Esta noche he visto a
Zacarías de
Hebrón que iba por
primera vez: a visitar a la Sagrada Familia. María estaba en
la gruta y Zacarías, llorando
lágrimas de alegría, tomó en sus brazos al
Niño y repitió, cambiando algunas frases, el
cántico de alabanza que había dicho en el momento de la
circuncisión de Juan
Bautista. Más tarde Zacarías volvió a su casa y
Ana acudió al lado de
la Santa Familia con su hija mayor. María de Helí era
más alta que su madre y
parecía de más edad que ella. Reina gran alegría
entre los parientes de la Sagrada Familia y
Ana se siente muy feliz. María pone con frecuencia al
Niño en sus
brazos y lo deja a su cuidado. Con ninguna otra persona he visto que
hiciera esto.
Una cosa me
conmovió mucho: los cabellos del Niño Jesús,
rubios y formando
bucles, tenían en su extremidad hermosos rayos de luz. Creo que
le rizan el cabello,
pues veo que le frotan la cabecita al lavarlo, poniéndole un
pequeño abrigo sobre el cuerpo. Veo en la Sagrada Familia una
piadosa y tierna
veneración en el trato con el Niño; pero todo lo hacen
sencilla y naturalmente, como
pasa entre los santos y elegidos de Dios. El Niño muestra un
cariño y
una ternura tal con su madre como nunca he visto en otros niños
de corta edad.
María contaba a su madre Ana todo lo sucedido con la visita de
los Reyes,
alegrándose mucho Ana de ver cómo habían sido
llamados desde tan lejos esos
hombres para conocer al Niño de la Promesa. Observó los
regalos de los Reyes,
ocultos en una excavación abierta en la pared y ayudó en
la
distribución de una gran parte de ellos y a poner en orden los
demás.
Todo estaba tranquilo en los
alrededores de Belén, porque los caminos que llevaban a la gruta
y que no
pasaban por la puerta de la ciudad estaban obstruidos por las
autoridades y
José no iba ya a Belén a hacer sus compras porque los
pastores le traían
cuanto necesitaba.
La parienta a cuya casa iba Ana y que estaba en la
tribu de
Benjamín, se llamaba Mará, hija de Rhod, hermana de Santa
Isabel. Era pobre y tuvo
varios hijos, que luego fueron discípulos de Jesús. Uno
de ellos fue
Natanael, el novio de las bodas de Canaá. Esta Mará se
halló presente en Éfeso
en los momentos de la muerte de María. Ana está en este
momento sola con María en la gruta
lateral. Están trabajando juntas tejiendo una colcha ordinaria.
La gruta del Pesebre estaba
completamente vacía. El asno de José estaba oculto
detrás de
unas zarzas.
Hoy volvieron algunos agentes de Herodes y pidieron en
Belén noticias acerca
de un Niño recién Nacido. Llenaron especialmente de
preguntas a una mujer
judía que poco tiempo antes había dado a luz a un
niño. No fueron a
la gruta porque antes no habían encontrado allí nada
más que a una pobre
familia: estuvieron lejos de pensar que podría tratarse del
Niño de esa familia.
Dos hombres de edad, de los pastores que habían adorado al
Niño
Jesús, relataron a José la historia de esas
investigaciones. La Sagrada Familia y Ana se
refugiaron en la gruta de la tumba de Maraha. En la gruta del Pesebre
no quedaba nada
que pudiera dar a entender que hubiera estado habitada: parecía
un
lugar abandonado. Los vi durante la noche caminando por el valle con
una luz velada: Ana llevaba el Niño y María y José
caminaban a su
lado. Los pastores los guiaban llevando las colchas y todo lo que
necesitaban las mujeres y el
Niño.
Tuve una
visión, que no sé si la tuvo
también la
Sagrada Familia. Vi una gloria formada por siete rostros de
ángeles colocados uno sobre otro
alrededor del Niño Jesús. Aparecieron otras caras y otras
formas
luminosas, junto a Ana y a José, que parecían llevarlos
por el brazo. Al entrar
en el vestíbulo cerraron la puerta y al llegar a la gruta de la
tumba hicieron los preparativos
para el descanso.
He visto a dos pastores que avisaban a María de la llegada de
gente enviada por las autoridades para tomar informes sobre su
Niño.
María sintió gran inquietud. De pronto vi a José
que entraba, tomaba al Niño en brazos
y lo envolvía en un manto para llevarlo. No recuerdo ya
dónde fue con
Él. Entonces vi a María, sola, durante todo un medio
día, en la gruta,
llena de inquietud materna, sin el Niño en su presencia. Cuando
llegó la
hora en que la llamaron para dar el pecho al Niño, hizo lo que
hacen las madres
cuidadosas que han sufrido alguna agitación violenta o tenido
una conmoción
de terror. Antes de amamantar al Niño, exprimió de su
seno la leche que se
habría podido alterar, en una pequeña cavidad de la
piedra blanca de la gruta.
María habló de esta preocupación con uno de los
pastores, hombre piadoso y grave que
había ido a buscarla para llevarla junto al Niño. Este
hombre,
profundamente convencido de la santidad de la Madre del Redentor,
sacó cuidadosamente
aquella leche de la cavidad de la piedra y lleno de fe sencilla y
simple, la
llevó a su mujer, que tenía un niño de pecho al
que no podía
calmar ni acallar. Aquella buena mujer tomó ese alimento con
confianza y respeto y su fe
se vio recompensada, pues se encontró desde entonces con leche
buena y
abundante para su hijo.
Después de esto, la piedra blanca de la
gruta
recibió una virtud semejante: he visto que aún hoy en
día
también infieles y
mahometanos usan de ella como un remedio en éste y otros casos
análogos.
Desde entonces aquella tierra mezclada con agua y comprimida en
pequeños moldes es
distribuida a toda la cristiandad como objeto de devoción y a
esta especie
de reliquias llaman "Leche de la Virgen Santísima".
LXVIII
Preparativos para la
partida de la Sagrada Familia
En estos últimos
días y hoy mismo he visto a José
haciendo preparativos para la próxima partida de la Sagrada
Familia. Cada día iba disminuyendo los muebles y utensilios. A
los pastores les daba los tabiques
movibles, los zarzos y otros objetos con los cuales había hecho
más
habitable la gruta. Por la tarde, muchas personas que iban a
Belén para la fiesta del
sábado, pasaban por la gruta del Pesebre, pero la hallaron
abandonada y prosiguieron su
camino. Ana debe volver a Nazaret después del sábado. He
visto
que están ordenando, envolviendo paquetes y que cargan sobre dos
asnos los objetos recibidos
de los Reyes, especialmente las alfombras, colchas y diversas piezas de
género.
Esta noche
celebraron la fiesta del sábado en la
gruta de Maraña continuándola durante el día 29,
mientras en los alrededores reinaba gran
tranquilidad. Terminada la fiesta del sábado se preparó
la partida de
Ana. Esta noche vi por segunda vez que María salía de la
gruta
de Maraña y llevaba al Niño a la gruta del Pesebre en
medio de las tinieblas de la
noche. Lo colocó sobre una alfombra en el lugar donde
había nacido y rezó
de rodillas junto al Niño. Se llenó toda la gruta de luz
celestial, como en
el día del Nacimiento. Creo que María debió ver
toda esa luz.
El Domingo 30, por
la mañana, Ana se despedía con ternura de la Sagrada
Familia y de los tres
pastores, y se encaminaba con su gente a Nazaret. Llevaban sobre sus
bestias de
carga todo lo que quedaba aún de los regalos de los Reyes y me
admiré
mucho de que se llevasen un atadito que me pertenecía a
mí. Tuve
la impresión de que se hallaba dentro de su equipaje y no
podía comprender
cómo Ana se llevase algo que era mío. Ana se llevó
muchos regalos de los tres
Reyes, especialmente ciertos tejidos. Una parte de ellos sirvió
en la Iglesia
primitiva y algunas de estas cosas han llegado hasta nosotros. Entre
mis reliquias hay un
trocito de colcha que cubría la mesita donde se pusieron los
regalos de
los Reyes y otro es de uno de sus mantos. Yo misma debo tener un pedazo
de
género que procede de los Reyes Magos. Poseían varios
mantos: uno grueso y de tela tupida para el mal
tiempo; otro de color amarillo y un tercero, rojo, de una hermosa lana
muy fina. En
las grandes ceremonias llevaban mantos de seda sin teñir: los
bordes estaban
bordados de oro y la larga cola era llevada por los hombres del
séquito.
Creo que hay cerca de mi un trozo de aquellos mantos y por esta
razón he
podido ver junto a los Reyes, antes y esta noche, de nuevo, algunas
escenas
relativas a la producción y al tejido de la seda.
En una región del
Oriente, entre el país de Teokeno y el de Sair, había
árboles cubiertos de gusanos
de seda. Alrededor de cada árbol habían cavado un
pequeño foso, para
que estos gusanos no pudieran irse de allí y vi que colocaban
con frecuencia unas hojas
debajo de esos árboles. En las ramas estaban suspendidas
cajitas, de donde
sacaban objetos redondeados más largos que un dedo. Pensé
que se tratase
de huevos de pájaros de alguna especie rara; pero luego
entendí que
eran capullos hilados por estos gusanos al ver cómo las gentes
los devanaban y sacaban
hilos muy delgados. Sujetaban una gran cantidad de ellos contra su
pecho e
hilaban con un hermoso hilo que enrollaban sobre algo que tenían
en la mano.
Tejían entre los árboles y su telar era muy sencillo. La
pieza del
género era del ancho de la sábana que tengo en mi lecho.
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