Infancia del Niño Jesús
  Hasta la muerte de San José
Visión de la recientemente declarada
Beata Ana Catalina Emmerich
en proceso de canonización




LXIX - Presentación de Jesús en el Templo
LXX - Presentación de María en el Templo
LXXI - Muerte de Simeón
LXXII - La Purificación de María
LXXIII - La Sagrada Familia llega a casa de Santa Ana
LXXIV - Agitación de Herodes en Jerusalén
LXXV -La Sagrada Familia en Nazaret
LXXVI - El Ángel se aparece a José y le manda huir a Egipto
LXXVII - Descanso bajo el terebinto de Abraham
LXXVIII - Santa Isabel huye al desierto con el niño Juan
LXXIX - La Sagrada Familia se detiene en una gruta y ve al niño Juan
LXXX -En la morada de los ladrones-Milagro del Niño Jesús
LXXXI - La primera ciudad egipcia. -La fuente milagrosa
LXXXII - El ídolo de Heliópolis
LXXXIII - La Sagrada Familia en Heliópolis
LXXXIV -La matanza de los inocentes
LXXXV - Santa Isabel vuelve a huir con el niño Juan
LXXXVI -La Sagrada Familia se dirige a Matarea
LXXXVII - Santa Isabel vuelve por tercera vez al desierto con el niño Juan
LXXXVIII - Muerte de Zacarías e Isabel
LXXXIX -Vida de la Sagrada Familia en Matarea
XC - Origen de la fuente de Matarea. Historia de Job
XCI - Abrahán y Sara en Egipto. La fuente abandonada
XCII - Un ángel avisa a la Sagrada Familia que abandone Egipto
XCIII - Regreso de Egipto
XCIV - La Sagrada Familia en Nazaret
El Niño Jesús perdido y hallado en el Templo
XCV - Fiesta en casa de Ana
XCVI - Muerte de San José

LXIX
Presentación de Jesús en el Templo

Acercándose el día en que la Virgen debía presentar su Primogénito en el Templo y rescatarlo según lo prescribía la Ley, se hicieron los preparativos para que la Sagrada Familia pudiese ir al Templo y de allí volver a Nazaret. Ya el domingo 30 los pastores habían llevado lo que Ana había dejado. La gruta del Pesebre, la lateral y la de Maraha se hallaban completamente vacías y limpias. José las había dejado en las condiciones en que las encontró. He visto a María y a José con el Niño visitando por última vez la gruta y despedirse del paraje. Tendieron la carpeta de los Reyes en el lugar donde Jesús había nacido, pusieron allí al Niño y rezaron. De allí pasaron al sitio de la circuncisión y también allí se detuvieron rezando.

Al amanecer he visto a la Virgen sentarse sobre el asno que los pastores dejaron ensillado delante de la gruta. José tuvo al Niño mientras María se acomodaba, y luego se lo dio. La Virgen iba sentada de modo que sus pies, un tanto levantados, descansaban sobre una tablilla. Llevaba al Niño contra su pecho, envuelto en su gran manto, mientras lo contemplaba llena de felicidad. Sobre el asno sólo había dos colchas y dos pequeños fardos, entre los cuales estaba María.

Los pastores se despidieron con mucha emoción acompañándolos un trecho. No hicieron el mismo camino por donde habían venido, sino que cruzaron entre la gruta del Pesebre y la de la tumba de Maraña, costeando a Belén por el Oriente, de modo que nadie los observó. Hoy los vi seguir el camino con lentitud, recorriendo la distancia bastante corta de Belén a Jerusalén. Emplearon mucho tiempo porque se detenían con frecuencia.

A mediodía los vi hacer alto sobre unos asientos alrededor de un pozo techado, mientras dos mujeres se acercaron a María y trajeron dos cantaritos con agua mezclada con bálsamo, y panecillos. La ofrenda que María ofrecería en el templo estaba en un cestillo colgado de un lado del asno. Este cesto tenía tres compartimentos: dos de ellos, cubiertos, contenían frutas; el tercero era una jaula calada con dos palomas.

Al amanecer los vi entrando en la casa pequeña de dos esposos ancianos que los recibió con todo afecto: estaban a un cuarto de legua de Jerusalén. Eran esenios, parientes de Juana Chusa. El marido se ocupaba en trabajos del jardín, podando cercos y tenía a su cargo la parte del camino. Pasaron todo el día en casa de esos ancianos.

María estuvo casi todo el día sola con el Niño en una habitación; lo tenía junto a ella sobre una alfombra. María estaba siempre en oración y parecía disponerse para la ceremonia que tendría lugar muy pronto. En aquella ocasión tuve una advertencia interior acerca de la manera que debía prepararme para la Comunión. Vi aparecer en la habitación a varios ángeles que adoraban al Niño Jesús. No podría decir si María los vio, aunque creo que sí, porque estaba muy emocionada. Por otra parte, los dueños de la casa prestaron toda clase de atenciones a María presintiendo algo extraordinario en el Niño Jesús.

A las siete de esta tarde vi al anciano Simeón. Era un hombre delgado, de mucha edad y barba corta. Este sacerdote tenía mujer y tres hijos, de los cuales el más joven contaría veinte años. Vivía junto al templo, y vi que se dirigía por un corredor estrecho y oscuro hacia una celdilla abovedada, abierta en los gruesos muros. No vi más que una abertura por la cual se miraba al interior. El anciano estaba arrodillado en su oración como en éxtasis. Se le apareció un ángel y le dijo que prestase atención al primer niño que se presentara a la mañana siguiente en el templo, pues ese Niño era el suspirado Mesías que él tanto había deseado contemplar. Le avisó que habría de morir después de ver al Mesías. El espectáculo era admirable. La celda estaba inundada de luz y el anciano Simeón lleno de contento. Al volver a su casa contó a su mujer lo que le había pasado, y cuando ésta fue a descansar, vi al anciano de nuevo en oración.

Cuando veía a los piadosos israelitas de entonces rezando y a los sacerdotes, nunca los vi hacer las contorsiones ridículas que hacen hoy los judíos; en cambio, los he visto darse a veces a la disciplina.

He visto que la profetisa Ana tuvo también una visión mientras rezaba en su celda del templo, referente a la presentación del Niño Jesús.

Esta mañana, antes de amanecer, he visto a la Sagrada Familia en compañía de los dueños de casa, que dejaban el albergue para dirigirse al templo de Jerusalén con el cesto donde estaban las ofrendas que debía presentar. Entraron primero en un patio cercano al templo, rodeado de muros, y mientras José y el dueño de casa colocaban el asno bajo un cobertizo, la Virgen fue recibida muy fraternalmente por una anciana que la llevó más lejos por un corredor cubierto. Llevaban una linterna, pues no había aclarado aún.

Desde la entrada, en aquel pasaje, el anciano Simeón salió al encuentro de María. Dijo algunas palabras de alegría, tomó al Niño en sus brazos, lo estrechó contra su corazón y se dirigió por otro camino apresuradamente al templo. Tenía un deseo muy vivo de ver al Niño, por lo que el ángel le había dicho, que quiso esperar la llegada de las mujeres para ver más pronto lo que tanto tiempo había suspirado. Llevaba Simeón largas vestiduras, como acostumbraban los sacerdotes cuando no estaban en función. Lo he visto con frecuencia en el templo y siempre en calidad de sacerdote, pero sin ocupar un cargo muy elevado en jerarquía. Sobresalía por su piedad, sencillez y sabiduría.

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LXX
Presentación de María en el Templo

La Virgen fue llevada por la mujer que le servía de guía hasta el vestíbulo del templo, donde se hacía la purificación. Fue recibida allí por Ana y Noemí, su antigua maestra, las cuales habitaban en esa parte del templo. Simeón acudió nuevamente al encuentro de María y la condujo al lugar donde se hacía el rescate de los hijos primogénitos. Ana, a quien José entregó el cesto con las ofrendas, la siguió con Noemí. José se dirigió a otra puerta, donde debían entrar los hombres. El cesto contenía frutas en la parte de arriba y palomas en la de abajo. Ya se sabía en el templo que varias mujeres tenían que presentarse con sus primogénitos y todo estaba preparado para la ceremonia, que se celebró en un lugar tan amplio como la catedral de Dülmen.

Había una serie de lámparas encendidas contra los muros, que formaban como una pirámide de luces. La llama salía por la extremidad de una caña curva terminada en un pico de oro, que brillaba tanto como la llama y que llevaba sujeta por un resorte, un pequeño apagador. Cuando éste era alzado por detrás, se apagaba la llama sin despedir humo ni olor, y para prenderlo bastaba bajarlo. Delante de una especie de altar, en una de cuyas extremidades había algo parecido a unos cuernos, varios sacerdotes habían llevado un cofre cuadrangular, algo alargado, que formaba el soporte de una mesa bastante amplia sobre la cual había una gran placa. En esta mesa colocaron una colcha roja y otra blanca, transparente, que colgaba hasta el suelo alrededor de la mesa. En los cuatro extremos de la mesa había lámparas encendidas de varios brazos y en el centro dos fuentes ovaladas y dos cestillas en torno a una larga cuna. Todos estos objetos se habían extraído de los compartimentos del cofre. De ahí también sacaron ropas sacerdotales, depositándolas sobre el altar fijo.

La mesa para recibir las ofrendas estaba rodeada de una reja. A ambos lados de esta sala del templo había hileras de asientos, unas más altas que otras, donde se encontraban varios sacerdotes orando. Simeón se acercó a María que tenía al Niño envuelto en una tela azul celeste; y la condujo por la reja hasta la mesa de las ofrendas, donde María puso al Niño en la cuna.

Desde ese momento vi el templo lleno de luz de un resplandor indescriptible. Vi que Dios estaba allí, y encima del Niño Jesús, vi los cielos abiertos hasta el trono de la Santísima Trinidad. Simeón volvió a llevar a María al sitio donde se encontraban las mujeres detrás de la reja. María tenía vestido azul celeste y velo blanco, y estaba envuelta en largo manto amarillento. Simeón se acercó entonces al altar fijo, donde se hallaban las vestiduras sacerdotales y se revistió con otros tres sacerdotes para la ceremonia. En los brazos llevaban algo así como una rodela pequeña y sobre la cabeza una especie de mitra. Uno de estos sacerdotes se colocó detrás de la mesa de las ofrendas, el otro delante y los restantes se hallaban a los costados recitando plegarias frente al Niño. La profetisa Ana acercóse entonces a María, le presentó el cesto de las ofrendas y la llevó hasta la reja, delante de la mesa del sacrificio. Ella quedó allí de pie, y Simeón, que estaba junto a la mesa, abrió la reja, acercó a María a la mesa y colocó allí sus ofrendas. En una de las fuentes ovaladas pusieron las frutas y en la otra, monedas, mientras las palomas permanecieron en el cesto.

En tanto Simeón quedaba con María ante el altar de las ofrendas, el sacerdote, detrás del altar, tomó al Niño Jesús, lo alzó en el aire presentándolo hacia diversos lados del templo y oró largo tiempo. Después entregó el Niño al anciano Simeón, el cual lo puso en brazos de María, leyendo ciertas oraciones en un rollo puesto a su lado sobre un atril. Simeón volvió a conducir a María delante de la balaustrada, de donde fue llevada por Ana, que la esperaba, al sitio donde estaban comúnmente las mujeres. Había allí una veintena de ellas, que habían concurrido para presentar a sus primogénitos. José y los demás hombres estaban más lejos, en el sitio designado.

Los sacerdotes que estaban delante del altar comenzaron un servicio con incensarios y oraciones, y los que se encontraban sentados tomaron parte en él haciendo ademanes, aunque no exagerados, como hacen los judíos de hoy.

Terminada esta ceremonia Simeón acercóse a María, recibió al Niño en sus brazos y, lleno de entusiasmo, habló de Él durante largo tiempo en términos sumamente expresivos. Agradeció a Dios el haber cumplido su promesa y entre otras cosas dijo: "Ahora, Señor, puedes dejar morir a tu siervo en paz, según tu promesa, porque mis ojos han visto tu Salud, que has preparado a la faz de todos los pueblos como luz que iluminará a las gentes y gloria de tu pueblo Israel".

José se había acercado después de la Presentación, y escuchó, igual que María, con sumo respeto las inspiradas palabras de Simeón, el cual, bendiciendo a ambos, dijo a María: "He aquí que Éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y en señal de contradicción. Una espada traspasará tu alma, para que sean manifestados los pensamientos de muchos corazones".

Al terminar su discurso Simeón, la profetisa Ana se sintió inspirada y habló largo tiempo del Niño Jesús, dando a su Madre el nombre de Bienaventurada. He visto que todos los presentes escucharon esto con devoción, sin que resultara desorden alguno. Me parece que los sacerdotes también oyeron estas cosas. Parecía que aquella manera de rezar, en alta voz, no fuera cosa insólita; que sucedían con frecuencia estas cosas y que era natural que así sucedieran en el templo. Todos los presentes manifestaban grandes muestras de respeto al Niño y a su Madre. María brillaba como una rosa del Paraíso.

En apariencia, la Sagrada Familia había presentado de las ofrendas la más pobre, pero José dio al anciano Simeón y a la profetisa Ana, secretamente, muchas pequeñas monedas amarillas triangulares, con intención de favorecer especialmente a las vírgenes pobres que se educaban en el templo y que no tenían medios para costearse el mantenimiento.

He visto luego que la Virgen era llevada con su Niño por Ana y Noemí al atrio desde donde la habían traído, y allí se despidieron. José ya se encontraba allí con los dueños de la casa donde se alojaban. Como habían traído el asno, María montó en él, con el Niño en brazos, y saliendo del templo se dirigieron a Nazaret, atravesando Jerusalén.

No pude ver la ceremonia de la presentación de los demás niños en el día de hoy, pero tengo la impresión de que todos ellos recibieron gracias particulares, y que muchos fueron de aquellos niños inocentes degollados por orden de Herodes. Toda la ceremonia de la Presentación debió terminar a eso de las nueve de la mañana, pues a esa hora he visto que partía la Sagrada Familia de Jerusalén.

Llegaron ese día hasta Bet-Horón y pasaron la noche en la casa que había sido el último albergue de María, cuando fue llevada al templo trece años antes. Me pareció que la casa estaba habitada por un maestro de escuela. Algunas personas, enviadas por Ana, los estaban esperando para acompañarlos. Al volver a Nazaret siguieron un camino más directo del que habían tomado para ir a Belén, porque entonces evitaban las aldeas y entraban sólo en las casas aisladas que encontraban. La borriquilla, que les había indicado el camino cuando fueron a Belén, había quedado en casa de un pariente de José, porque pensaba éste volver a Belén y construirse allí una vivienda en el valle de los pastores. De esto había tratado con ellos y les decía que volvía a Nazaret sólo para que María pudiera pasar algún tiempo en casa de su madre a reponerse de las incomodidades sufridas en el mal alojamiento de Belén. Había dejado por esto muchas cosas en poder de los pastores, por la intención que tenía de volver.

José llevaba unas monedas muy raras que había recibido de los Reyes Magos, en una especie de bolsillo interior de su ropa, tenía ciertas cantidades de hojitas de metal amarillo, muy delgadas, brillantes y dobladas unas sobre otras, de forma cuadrada, con las puntas redondeadas que tenían un grabado encima. En cambio, he visto que las monedas recibidas por Judas en pago de su traición, eran de forma de lengua.

En estos días pude ver de nuevo a los Reyes reunidos más allá de un río donde se detuvieron el día entero consagrado a la celebración de una de sus fiestas. Había allí un caserón grande, rodeado de casas más pequeñas. Al principio viajaron muy rápidamente, pero desde que se detuvieron en aquel sitio su marcha era más lenta. Yo veía a un joven resplandeciente que iba delante del cortejo y que a veces hablaba con ellos.

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LXXI
Muerte de Simeón

El anciano Simeón tenía tres hijos, el mayor de unos cuarenta años y el  más joven de unos veinte, y los tres estaban empleados en el templo. Más tarde se hicieron amigos fieles, aunque secretos, de Jesús y de sus discípulos y después lo fueron también ellos, no recuerdo si antes de la muerte de Cristo o después de su Ascensión al cielo. Fue uno de ellos el que en la Última Cena preparó el cordero pascual para Jesús y los apóstoles. En los primeros tiempos de la persecución, después de la Ascensión, hicieron grandes servicios a los amigos de Jesús. No recuerdo ahora si todos esos hombres fueron hijos o nietos de Simeón.

Simeón era pariente de Serafia (más tarde Verónica) como también de Zacarías, por medio del padre de Verónica. Este anciano, luego de haber profetizado en la Presentación de Jesús en el templo, al volver a su casa cayó enfermo casi de inmediato, y a pesar de su enfermedad, manifestaba gran alegría en las conversaciones con su mujer y sus hijos. Esta noche vi que era hoy cuando debía morir, y sólo recuerdo lo siguiente: Desde su lecho de muerte Simeón dirigió palabras conmovedoras a su mujer y a sus hijos hablándoles de la salvación que había llegado para Israel, de lo que había anunciado el ángel, todo esto en términos entusiastas, elocuentes y jubilosos.

Después de esto lo vi morir plácidamente. La familia lo lloró en silencio, y alrededor de él he visto muchos sacerdotes y judíos orando. Su cadáver fue llevado en seguida a otra sala. Allí lo pusieron sobre una tabla agujereada y lo lavaron bajo una colcha con esponjas, de modo que no lo veían desnudo. El agua corría a través de los orificios de la tabla hasta una fuente de cobre que estaba debajo. Después pusieron sobre el cuerpo grandes hojas verdes, alrededor hermosos ramos de hierbas y lo amortajaron en un lienzo grande, envolviéndolo luego con una tela en forma de tira larga, como se fajaría a un niño. Su cuerpo estaba tan rígido e inflexible que parecía atado a la tabla. La misma noche lo enterraron. Lo transportaron seis hombres, llevando luces. El cuerpo estaba colocado sobre una tabla con la forma del cuerpo y un borde algo levantado en los cuatro costados. Así envuelto y descubierto pusieron el cuerpo sobre la tabla. He visto que los que lo llevaban y los que acompañaban iban más de prisa de lo que suele hacerse en nuestros días.

Lo sepultaron en la tumba de una colina no distante del templo. La bóveda tenía en su parte exterior la forma de un montículo, donde se había colocado, desde afuera, una puerta oblicua, con trabajo de albañilería en la parte interior, hecha de un modo particular que me recordó el tipo de obra que hacía San Benito cuando edificó su primer monasterio. Las paredes estaban adornadas de flores y estrellas con piedras de diferentes colores, tal como era la celda de la Virgen en el templo. La pequeña bóveda donde pusieron a Simeón tenía apenas el espacio para circular alrededor del cadáver. Tenían otras costumbres en los entierros, tales como dejar monedas, piedrecillas y creo que también alimentos, aunque ya no recuerdo bien estas cosas.

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LXXII
Visión de la Purificación de María

La fiesta de la Candelaria o Purificación se me mostró en un gran cuadro que ahora me es difícil explicar. Vi esta fiesta en una iglesia diáfana suspendida sobre la tierra, que representa la Iglesia Católica en general, y que veo cuando debo contemplar no una iglesia en particular, sino la Iglesia como tal. Estaba llena de ángeles, que rodeaban a la Santísima Trinidad. Así como yo debía ver a la Segunda Persona de la Trinidad en el Niño Jesús presentado y rescatado en el templo, a pesar de hallarse presente en la Trinidad Santísima, así me parecía que el Niño Jesús se hallaba junto a mí y me consolaba en mis dolores mientras yo veía a la augusta Trinidad.

Estaba, pues, cerca de mí el Verbo encarnado, y parecía que el Niño Jesús estaba unido a la Santísima Trinidad mediante una vía luminosa. No dejaba de estar allá, aunque estuviera a mi lado, y no dejaba de estar junto a mí, aunque estuviera en la Trinidad. En el momento en que sentí fuertemente la presencia del Niño Jesús junto a mí, vi la figura de la Santísima Trinidad en otra forma que cuando Ella me es presentada solamente como imagen de la Divinidad.

En esto apareció un altar en medio de la iglesia: no era un altar determinado de una de nuestras iglesias, sino un altar en general y simbólico. Sobre él había un árbol pequeño con grandes hojas colgantes, como había visto que era el árbol de la ciencia del bien y del mal en el Paraíso terrenal. Después vi a la Virgen Santísima con el Niño Jesús en brazos como si emergiese de la tierra, delante del altar, mientras el árbol que estaba sobre él se inclinaba ante Ella y se secaba de inmediato. Después vi que un ángel de vestiduras sacerdotales, con un aro luminoso en la cabeza, se acercaba a María. Ella le dio el Niño y el ángel lo puso sobre el altar, y en el mismo momento vi al Niño en el cuadro de la Santísima Trinidad, la cual contemplé esta vez en su forma común. Vi que el ángel daba a María un pequeño globo, sobre el cual había una figura como de un Niño fajado y María, después de haberlo recibido, quedó suspendida en el aire sobre el altar.

De todos lados salían brazos llevando antorchas que se dirigían hacia ella, y María las presentaba al Niño, sobre el globo, en el que entraron de inmediato. Las antorchas formaron, por encima del Niño y de María, un resplandor de luz que iluminaba todo el cuadro. María desplegaba un amplio manto sobre toda la tierra. Luego todo cambió y se transformó en otra escena, que parecía la celebración de una fiesta.

Creo que la muerte del árbol de la ciencia del bien y del mal en el momento de aparecer María y la absorción del Niño ofrecido sobre el altar dentro del cuadro de la Santísima Trinidad, debían ser imágenes de la reconciliación de los hombres con Dios. Por esto mismo he visto que las luces dispersas presentadas a la Madre de Dios y remitidas por Ella al Niño Jesús se convertían en una sola luz en Jesús, que es la Luz del mundo que ilumina a todo hombre y al mundo entero, representado por aquel globo como por un globo imperial.

Las luces presentadas indicaban la bendición de las candelas, que se celebra en la fiesta de la Candelaria.


LXXIII
La Sagrada Familia llega a casa de Santa Ana

Esta noche vi que la Sagrada Familia había llegado a la casa de Ana, a media legua de Nazaret, hacia el valle de Zabulón. Tuvo lugar allí una fiestecita familiar, como aquella celebrada cuando partió María para el templo. Estaba María de Helí, la hija mayor de Ana. Habían quitado la carga al asno porque pensaban quedarse algún tiempo. Todos recibieron al Niño Jesús con alegría, con una alegría tranquila, interior: no había nada de apasionado en todas estas personas. Estuvieron presentes algunos sacerdotes de edad y hubo una fiestecita con una comida. Las mujeres comían separadas de los hombres.

En otra ocasión veo de nuevo a la Sagrada Familia en casa de Ana. Están presentes algunas mujeres, entre ellas María Helí, hija mayor de Ana, con su hija María de Cleofás; veo, además, a otra mujer del país de Santa Isabel, y aquella sirvienta que había estado con María en Belén. Esta sirvienta, después de perder a su marido, que la había tratado mal, no quiso volver a casarse y se fue a Juta, a casa de Isabel, donde María la conoció cuando fue a visitar a su prima. De allí la viuda fue a casa de Ana.

Hoy he visto a José atareado, cargando muchos bultos en casa de Ana, e ir luego con la criada de Ana a Nazaret, seguido de dos o tres asnos cargados.

Las frutas milagrosas de Santa Ana

En los casos desesperados invoco a Santa Ana, Madre de María, y hoy, estando en visión en su casa, vi en el jardín muchas peras, ciruelas y otras frutas pendientes de los árboles, a pesar de no ser estación de frutas y de que los árboles estuviesen sin hojas. Recogí algunas antes de salir de la casa y llevé las peras a personas enfermas, que se curaron de inmediato. Di también frutas a otras personas conocidas y desconocidas, que sintieron gran alivio en sus penas y enfermedades. Creo que estas frutas indican favores obtenidos por intercesión de Santa Ana, y que significan para mí nuevos sufrimientos de expiación. Por experiencia sé que sucede esto al tomar frutas de los jardines de los santos: pago el favor que recibo con nuevos dolores en favor de las almas.

En Palestina veo ahora a menudo brumas y lluvias; a veces un poco de nieve que se derrite enseguida. Veo también árboles sin hojas, pero con algunas frutas. Veo varias cosechas en el año, y una que corresponde a nuestra estación de primavera. En el invierno veo a la gente completamente cubierta, con mantos sobre la cabeza.

La vida en Familia

Hoy, por la tarde, he visto a María con el Niño, acompañada de su madre, Santa Ana, que iban a la casa de José en Nazaret. El camino es agradable. Habrá una media legua de distancia, entre colinas, jardines y huertas. Ana envía alimentos a José y a María a su casa de Nazaret. ¡Qué conmovedor es todo lo que veo en la Sagrada Familia! María es como una Madre y al mismo tiempo como la servidora del Niño Jesús y la servidora de San José, y José es para María como el amigo más devoto y el servidor más humilde. ¡Cuánto me conmueve ver a María mover y dar vuelta al Niño Jesús como a un niño que no puede valerse por sí mismo!

El Niño Jesús puede tener un año de edad. Lo vi jugando en torno de un balsamero, en un momento en que sus padres se detuvieron durante el viaje; algunas veces lo hacían andar un rato. Vi a la Virgen tejiendo vestiditos a punta de aguja o ganchillo. Tenía tenía madeja de lana sujeta a la cadera derecha y en las manos dos palillos de hueso, si no me equivoco, con unos ganchillos en la extremidad. Uno de ellos podía medir media vara de largo, el otro era más corto. La Virgen trabajaba de pie o sentada, junto al Niño, que se hallaba acostado en una pequeña cesta.

A José lo he visto trabajar trenzando diferentes objetos y hacer tabiques y entarimados para las habitaciones con largas tiras de cortezas amarillas, pardas y verdes. Tenía una provisión de objetos semejantes superpuestos en un cobertizo contiguo a la casa. Me inspiraba compasión pensando que pronto tendría que dejar todo y huir a Egipto. Santa Ana venía con frecuencia, casi todos los días, desde su casa que está a solo media legua.


LXXIV
Agitación de Herodes en Jerusalén

He visto lo que sucedía en Jerusalén y cómo Herodes mandó llamar a  mucha gente como cuando reclutaban soldados en nuestra tierra. Los soldados recibieron trajes y armas en un amplio patio donde se habían reunido. En el brazo tenían una media luna (una rodela). Tenían venablos y sables cortos y anchos, como cuchillas, y sobre la cabeza cascos; muchos de ellos se ceñían las piernas con cintas. Todo esto tenía relación con la matanza de los niños inocentes, porque Herodes andaba Santos Mártires Inocentessumamente agitado. Hoy lo he visto de nuevo en gran agitación, como cuando llegaron los Reyes Magos a preguntarle acerca del Rey de los judíos recién nacido. Estuvo consultando a viejos escribas y doctores, que portaban largos rollos de pergamino fijos sobre dos pedazos de madera, y estuvieron leyendo allí algo.

He visto que los soldados vestidos y equipados la víspera fueron enviados a diversas direcciones, a los alrededores de Jerusalén y de Belén. Creo que fue para ocupar aquellos lugares donde más tarde las madres debían acudir con sus hijos a Jerusalén, sin sospechar que habrían de ser degolladas allí las criaturas. Quería impedir Herodes que su crueldad fuera causa de algún levantamiento. Hoy he visto a los soldados llegar a tres sitios diversos cuando salieron de Jerusalén: fueron a Hebrón, a Belén y a un tercer lugar que está entre los dos en dirección al Mar Muerto, cuyo nombre no recuerdo.

Los habitantes de estos lugares, no sabiendo la causa de la llegada de los soldados, estaban intranquilos y sobresaltados. Como Herodes era astuto, no se traslucían sus malas ideas y buscaba a Jesús secretamente. Los soldados apostados en esos lugares permanecieron allí algún tiempo con el propósito de no dejar escapar al Niño recién nacido en Belén. Herodes hizo degollar a todas las criaturas menores de dos años.


LXXV
La Sagrada Familia en Nazaret

Hoy he visto a Ana yendo con su criada desde su casa a Nazaret. La criada llevaba un paquete colgado a su costado, una cesta sobre la cabeza y otra en la mano. Estas cestas eran redondas y una de ellas calada, porque dentro tenía aves. Llevaban alimentos para María, que no tenía instalada la cocina porque recibía todo de la casa de Ana.

Hoy por la tarde volví a ver a Ana y a su hija mayor, María de Helí, la cual tenía junto a sí a un niñito muy robusto de cuatro a cinco años: era ya un nieto, hijo de su hija María de Cleofás. José estaba ausente, en casa de Ana. Yo pensé para mis adentros: las mujeres son siempre del mismo modo. Las veía sentadas juntas, hablando familiarmente, jugando con el Niño Jesús, con besos y caricias y poniéndolo en los brazos del niñito de María Cleofás; todo pasaba como pasa en nuestros días en iguales casos. María de Helí vivía en una aldea a unas tres leguas de Nazaret, hacia el Oriente, y su casa estaba también arreglada casi como la de Ana, con un patio rodeado de muros y un pozo de bomba, del cual salía un chorro de agua cuando se ponía el pie sobre un sitio determinado, cayendo el agua sobre una fuente de piedra. Su marido se llama Cleofás y su hija, casada con Alfeo, vivía en otro extremo de la aldea.

Por la noche he visto a las mujeres en oración. Estaban delante de una mesa pequeña arrimada al muro y cubierta con un tapete rojo y blanco. María estaba delante de Ana y su hermana cerca de ella. A veces cruzaban las manos sobre el pecho, las juntaban y luego las extendían y María leyó en un rollo que tenía delante. Sus oraciones me recordaban la salmodia de un coro conventual, por el tono y el ritmo con que procedían.

LXXVI
El Ángel se aparece a José y le manda huir a Egipto

Los veo partir de Nazaret. Ayer José había vuelto temprano de Nazaret y Ana y su hija estaban aún en Nazaret con María. Ya habían ido a descansar cuando el Ángel apareció a José. María y el Niño descansaban a la, derecha del hogar; Ana a la izquierda; María de Helí entre la habitación de su madre y la de José. Estas diversas habitaciones estaban separadas por tabiques de ramas de árboles trenzadas y cubiertos en lo alto con zarzos de la misma clase. El lecho de María estaba separado de los demás de la pieza por medio de una mampara. El Niño Jesús dormía a los pies de María sobre unas alfombras en el suelo. Al levantarse, lo podía fácilmente tomar en brazos.

San José y el ÁngelVi a José descansando en su habitación, acostado de lado, con la cabeza sobre el brazo, cuando un joven resplandeciente se acercó a su lecho y le habló. José se incorporó; pero como estaba abrumado de sueño, volvió a caer. El Ángel lo tomó de la mano y lo levantó hasta que José volvió completamente en sí y se levantó. El Ángel desapareció. José encendió su propia lámpara en otra que estaba colgada delante del hogar en medio de la casa; luego golpeó a la entrada donde estaba María y preguntó si podía recibirlo. Lo vi entrar y hablar con María, la cual no descorrió la cortina que tenía delante.

Luego José entró en una cuadra donde tenía el asno y pasó a una habitación donde había diversos objetos y arregló todo para la pronta partida. Cuando José dejó a María, ésta se levantó y se vistió para el viaje. Fue a ver a su santa madre y le dio cuenta de la orden del Ángel de partir. Ana se levantó, como también María de Helí con su nieto. Al Niño Jesús lo dejaron aún descansando.

Para aquellas santas personas la voluntad de Dios era lo primero. Estaban muy afectados y afligidos, pero no se dejaron llevar por la tristeza y dispusieron lo necesario para el viaje. María no tomó casi nada de lo que habían traído de Belén. Hicieron un envoltorio de regular tamaño con las cosas que José había dispuesto y añadieron algunas colchas. Todo esto se hizo con calma y muy rápidamente, como cuando se despierta uno para huir en secreto. María tomó al Niño y su prisa fue tanta que no la vi cambiarle pañales. El momento de partir había llegado y no es posible decir cuánta era la aflicción de Ana y de su hija mayor: estrechaban contra su pecho al Niño Jesús, llorando, y el niñito besó también a Jesús. Ana besó varias veces a María, llorando, como si no la hubiera de ver más, mientras María de Helí se echó al suelo derramando abundantes lágrimas.

Aún no era media noche cuando dejaron la casa y Ana y María Helí acompañaron a los viajeros un trecho de camino. José marchaba detrás con el asno y aunque iban en dirección de la casa de Ana, la dejaron a un lado hacia la derecha. María llevaba al Niño Jesús sujeto con una faja que descansaba sobre sus hombros. Tenía un largo manto que la envolvía toda con el Niño y un gran velo cuadrado que no cubría más que la parte posterior de la cabeza y caía a ambos lados de la cara.

Habían avanzado algo en el camino cuando José los alcanzó con el asno, cargado con un odre lleno de agua y un cesto lleno de objetos, como panecillos, aves vivas y un cantarito. El pobre equipaje de los viajeros, junto con algunas colchas, iba empaquetado alrededor del asiento, puesto de través con una tablilla para descansar los pies. Otra vez volvieron a besarse, llorando y Ana bendijo a María, que montó sobre el asno, que conducía José, y prosiguieron su camino.

Por la mañana temprano he visto a María de Helí que iba con su muchachito a la casa de Ana; después envió a su suegro con un servidor a Nazaret y regresó a su propia casa. Ana estaba empaquetando y ordenando todo lo que había quedado en la casa de José. Por la mañana acudieron dos hombres de la casa de Ana: uno de ellos no llevaba encima más que una piel de carnero, con toscas sandalias sujetas por correas en torno de las piernas; el otro llevaba ropas largas. Ayudaron a poner orden en la casa de José, empaquetando las cosas que debían llevar a casa de Ana.

Mientras tanto vi a la Sagrada Familia, la noche de su partida, descansar en varios lugares y por la mañana en un cobertizo. Por la tarde, no pudiendo llegar más lejos, entraron en un lugar llamado Nazara, en una casa separada de las demás, porque eran tratados con cierto desprecio los dueños de ella. No eran judíos: en su religión había algo de paganismo, porque iban a adorar al monte Garizím, cerca de Samaria, por un camino montañoso y abrupto. Estaban obligados a pesadas tareas y trabajaban como esclavos en el templo y en otras obras públicas. Esta gente recibió a la Sagrada Familia con mucha amabilidad. Se quedaron allí el día siguiente.

Al volver de Egipto la Sagrada Familia visitó a esa buena gente, y también más tarde, cuando Jesús tenía doce años, y fueron al templo, y cuando volvió a Nazaret toda esa familia se hizo bautizar por San Juan y se unió a los discípulos de Jesús. El pueblo de Nazara no está lejos de otra ciudad puesta sobre una altura, cuyo nombre no recuerdo, pues he oído nombrar varias ciudades en los alrededores, como Legio, Massoloth, y entre ellas está Nazara, si mal no recuerdo.

LXXVII
Descanso bajo el terebinto de Abrahán

Ayer, sábado, después de la fiesta, la Sagrada Familia dejó a Nazara durante la noche. La he visto todo el domingo y la noche siguiente ocultándose cerca de aquel árbol grande bajo el cual habían estado cuando fueron a Belén y donde María había sufrido tanto el frío. Este árbol era el terebinto de Abrahán, cerca del bosque de Moré, no muy distante de Siquem, de Yhenat, de Silch y de Anima. Las intenciones de Herodes se conocían en aquel país y por eso no se sentían seguros. Cerca de este árbol fue donde Jacob enterró los ídolos robados a Labán, y junto a este terebinto Josué reunió al pueblo y estuvo levantado el tabernáculo donde se hallaba el Arca de la Alianza y exigió al pueblo renuncia de los ídolos. Allí fue saludado como rey por lo siquemitas, Abimelec, hijo de Gedeón.

Esta mañana he visto a la Sagrada Familia descansando, muy temprano, junto a una fuente, bajo unos arbustos de bálsamo, en una región fértil. El Niño Jesús estaba con los pies desnudos sobre las rodillas de María. Los arbustos estaban cubiertos de bayas rojas: en algunas ramas había incisiones, de las que salía el líquido que era recogido en pequeños recipientes. Yo me maravillaba de que no los robaran. José llenó su cantarito con el licor que manaba y comieron lo que habían traído, pan y bayas recogidas en los arbustos vecinos, mientras el asno pastaba y abrevaba junto a ellos. Hacia la izquierda se veía, en lontananza, la altura donde estaba asentada Jerusalén. Era un cuadro conmovedor mirarla desde este lugar.

LXXVIII
Santa Isabel huye al desierto con el niño Juan

Zacarías e Isabel conocían el peligro que amenazaba a los niños, porque creo que la Sagrada Familia les envió un mensaje de confianza. He visto a Isabel llevándose al niño Juan a un sitio muy retirado del desierto, a unas dos leguas de Hebrón. Zacarías los acompañó hasta un lugar donde atravesaron un arroyuelo, pasando sobre una viga tendida. Allí se separó de ellos y se encaminó a Nazaret por el camino que María había tomado cuando fue a visitar a su prima Isabel. Creo que iba a pedir mejores informes a Santa Ana. Allí, en Nazaret, varios amigos de la Sagrada Familia estaban muy tristes por la partida.

He visto que Juan, en el desierto, no llevaba sobre el cuerpo más que una piel de cordero, y a los dieciocho meses ya podía correr y saltar. Tenía en la mano un bastoncito blanco, con el que jugaba como juegan los niños. El desierto no era una inmensa extensión arenosa y estéril, sino una soledad con muchas rocas, barrancos y grutas, donde crecían arbustos diversos con bayas y frutos silvestres.

Isabel llevó al niño Juan a una gruta donde más tarde vivió María Magdalena después de la muerte del Salvador. No sé cuánto tiempo estuvo oculta allí Isabel con el niño: probablemente quedó todo el tiempo hasta que no podía ya temerse la persecución de Herodes. Regresó con su hijo a Juta, pero volvió a huir cuando Herodes convocó a las madres que tenían hijos menores de dos años, lo cual tuvo lugar un año más tarde. No puedo decir los días, pero contaré las escenas de la huida conforme recuerdo haberlas visto.

LXXIX
La Sagrada Familia se detiene en una gruta y ve al niño Juan

Cuando hubo pasado la Sagrada Familia algunas alturas del Monte de los  Olivos, la vi huyendo hacia Belén, en dirección de Hebrón. A unas dos leguas del bosque de Mambré los vi refugiarse en una gruta amplia, abierta en un desfiladero agreste, encima del cual se hallaba un lugar parecido al nombre de Efraín. Me parece que era la sexta vez que se detenían en el camino.

Llegaron llenos de fatiga y de tristeza. María estaba muy afligida y lloraba. Sufrían toda clase de privaciones, pues tenían que tomar los senderos apartados y evitar los poblados y las posadas públicas. Descansaron durante todo el día.

Tuvieron lugar aquí algunos hechos milagrosos para aliviar su miseria. Brotó una fuente en la gruta, por la oración de María, y una cabra salvaje se acercó a ellos y se dejó ordeñar. Finalmente se les apareció un ángel, que los consoló y animó.

En esta gruta había rezado a menudo un profeta y Samuel se detuvo algunas veces. David guardaba en la vecindad los rebaños de su padre, y aquí mismo, mientras oraba, recibió de un ángel la orden y el mandato de combatir contra Goliat.

Después de dejar la gruta caminaron siete leguas hacia el Mediodía, dejando a su izquierda el Mar Muerto y unas dos leguas más allá de Hebrón entraron en el desierto donde se encontraba por entonces el pequeño Juan, pasando a un tiro de flecha de la gruta donde estaban refugiados.

La gruta donde Isabel tenía escondido al niño Juan, estaba a poca distancia, en medio de unas rocas altas. Pude ver al niño Juan vagando entre malezas y piedras. Me pareció lleno de inquietud y como si esperara algo; no pude ver a su madre. La vista de aquel niño corriendo con paso seguro por ese lugar desierto producía una viva impresión. De la misma manera que se había  estremecido en el seno de su madre, como queriendo ir al encuentro de su Señor, esta vez se hallaba excitado por la vecindad de su Redentor, que estaba sediento. Tenía sobre los hombros una piel de cordero, sujeta por la cintura, y en la mano un bastoncito, en cuya alta punta flotaba una banderola de corteza.

Sentía que Jesús pasaba y que tenía sed. Se puso de rodillas y clamó a Dios con los bracitos tendidos. Luego se levantó con rapidez corrió impulsado por el Espíritu hasta un costado de la roca y golpeó el suelo con su vara, brotando de inmediato agua abundante. Juan corrió hacia el sitio donde caía y allí se detuvo y vio a lo lejos a la Sagrada Familia que pasaba. María estaba sedienta y triste y el Niño también tenía sed.

Los he visto avanzar en medio de un desierto de arena, muy lánguidos y cansados. El recipiente de agua y el cantarillo de bálsamo estaban vacíos. Los he visto pasar y detenerse fuera del camino en una hondonada junto a unos zarzales en un lugar cómodo donde había un poco de césped, aunque reseco. María bajó con el Niño de la cabalgadura del asno y se sentó en el suelo sobre el césped y puso al Niño ante sí. Estaba triste y rezaba. Mientras María, como Agar en el desierto, pedía un poco de agua para el Niño, mis ojos vieron una escena conmovedora: María alzó al Niño en los brazos y señalando hacia el lugar, dijo: "Mira a Juan en el desierto".

Vi a Juan estremecerse de alegría junto al agua que caía; hizo una señal con su banderola y luego huyó a su soledad. El arroyo, después de algún tiempo llegó hasta el camino que seguían los viajeros. Todos estaban llenos de alegría. José cavó una pequeña hondura, que pronto se llenó de agua y cuando estuvo limpia todos bebieron. María bañó al Niño y luego se lavaron las manos, la cara y los pies. José trajo el asno y le dio de beber y finalmente llenó de agua su recipiente. Estaban llenos de alegría y de agradecimiento. El césped seco reverdeció con el agua; el sol se mostró brillante y todos se encontraron reanimados, aunque silenciosos. Se detuvieron allí dos o tres horas.

A poca distancia de una ciudad sobre la frontera del desierto, a dos leguas más o menos del Mar Muerto, fue donde se detuvo la Sagrada Familia por última vez en los dominios de Herodes. El nombre de la ciudad era así como Anam, Anem o Anim. Pidieron entrada en una casa aislada, que era posada para gentes que atravesaban el desierto. Contra una altura había algunas cabañas y cobertizos, y en los alrededores muchos frutales silvestres. Me pareció que los habitantes eran camelleros, porque he visto pastando varios camellos rodeados de vallas. Eran gentes de costumbres salvajes, dedicadas, me parece, al pillaje; con todo, recibieron bien a la Sagrada Familia y le dieron hospitalidad.

En la vecina ciudad habitaban gentes de costumbres desordenadas, que habían huido después de una guerra. Entre las personas de la posada había un joven de unos veinte años, llamado Rubén.

En una noche estrellada he visto hoy a la Sagrada Familia atravesando un terreno arenoso, cubierto de maleza corta. Me parecía viajar con ellos por el desierto. El paraje era peligroso por la cantidad de serpientes ocultas en la maleza y enrolladas entre la hojarasca. Se acercaban silbando y levantando sus cabezas contra la Sagrada Familia, que pasaba tranquila, rodeada de luz. He visto otros animales dañinos, de patas cortas, y una especie, con alas sin plumas, como grandes aletas, y el cuerpo largo y negruzco. Pasaban rápidamente como si volaran; la cabeza se parecía a la de los peces. (Quizás lagartos voladores).

La Sagrada Familia llegó a un camino ahuecado, que era una excavación profunda del terreno y quisieron descansar allí entre los zarzales. Tuve miedo por ellos, porque el sitio era horrible y quise hacerles una muralla de zarzas entrelazadas; pero se me presentó una bestia horrible, parecida a un oso y me sentí llena de ansiedad terrible. De pronto apareció un viejo amigo mío, sacerdote, que ha muerto hace poco y se presentaba ahora como un hermoso joven. Tomó a la bestia feroz por la nuca y la alejó de allí. Yo le pregunté por qué había venido, pues seguramente se encontraría mejor allá donde estaba, y me respondió: "Quería socorrerte; no me quedaré mucho tiempo". Me dijo también que yo volvería a verlo.


LXXX
En la morada de los ladrones

La Santa Familia avanzó unas dos leguas hacia el Oriente por el camino principal; el último sitio donde llegaron, entre la Judea y el desierto, tenía el nombre de Mará. Pensé en el lugar donde había nacido Ana, pero no es éste. Los habitantes eran bárbaros e inhospitalarios, y la Sagrada Familia no recibió ayuda alguna.

Entraron más tarde en un gran desierto arenoso, donde no había camino ni nada que indicara la dirección que debían tomar, y no sabían qué hacer. Después de haber andado un poco, subieron por una cadena de montañas sombrías. Estaban de nuevo tristes y se pusieron a rezar de rodillas, clamando al Señor que los ayudase. Varios animales salvajes grandes se agruparon a su alrededor. Me pareció al principio que eran peligrosos, pero aquellas bestias no eran malas; por el contrario, miraban a los viajeros amistosamente, como me mira el viejo perro de mi confesor cuando viene hacia mí. Entendí que aquellas bestias fueron mandadas para indicarles el camino. Miraban hacia la montaña; corrían delante; luego volvían, como hace un perro cuando quiere guiar a su dueño.

Vi a la Sagrada Familia seguir a las bestias y, atravesando esas montañas, llegar a una región triste y agreste. Todo estaba oscuro y los viajeros caminaron a lo largo de un bosque, donde, fuera del camino delante del bosque, había una choza de mal aspecto. A poca distancia de ella veíase colgada una lámpara de un árbol, que se distinguía desde lejos, destinada a atraer a los caminantes. El camino era difícil, cortado a trechos por zanjas. Había hoyos alrededor de la choza y por el camino hilos ocultos tendidos unidos a unas campanillas puestas en la cabaña. Los ladrones eran de este modo avisados de la presencia de viajeros, y salían a despojarlos. Esta cabaña no estaba siempre en el mismo lugar: como era movible sus habitantes la trasladaban de un lugar a otro, según las necesidades.

Cuando la Sagrada Familia llegó adonde estaba la linterna, se encontró rodeada por el jefe de los ladrones y cinco de sus compañeros. Tenían al principio malas intenciones, pero vi que partía del Niño Jesús un rayo luminoso que como una flecha tocó el corazón del jefe de la banda, el cual ordenó a su gente que no hicieran daño alguno a los viajeros. María vio este rayo luminoso llegar al corazón del jefe, porque a su vuelta contó el hecho a la profetisa Ana. El ladrón condujo a la Sagrada Familia a la cabaña, donde se encontraba su mujer y sus dos hijos. Ya era de noche. El hombre contó a su mujer la impresión extraordinaria que le produjo la vista del Niño y la mujer recibió a la Sagrada Familia con timidez, aunque con buena voluntad. Los viajeros se sentaron en el suelo, en un rincón de la casa y comieron algo de lo que llevaban. Los dueños de la casa se mostraron a los principios tímidos y reservados, cosa no habitual en ellos; pero poco a poco se fueron acercando.

Otros hombres albergaron el asno de José bajo un cobertizo. Aquellas gentes se animaron poco a poco y fueron colocándose en torno de la Sagrada Familia y conversaron. La mujer ofreció a María panecillos con miel y frutas y trajo agua para beber. El fuego estaba encendido en una excavación hecha en un rincón de la casa. La mujer arregló un sitio separado para María y le llenó, a su pedido, una gamella llena de agua para bañar al Niño, lavando también sus pañales que puso a secar junto al fuego.

Milagro del agua de baño del Niño Jesús

María bañó al Niño Jesús bajo una sábana. El ladrón estaba tan conmovido que dijo a su mujer: "Este Niño judío no es un niño común: es un niño santo. Pídele a la madre que nos deje bañar a nuestro hijo leproso en el agua donde ha lavado a su hijo. Quizás esto lo cure de su enfermedad". Cuando la mujer se acercó, La Virgen le dijo, antes que ella hablara, que debía bañar a su niño leproso en aquella agua, y la mujer trajo a un muchacho de tres años más o menos en sus brazos. Estaba muy comido por la lepra y su cara era toda una costra. El agua donde Jesús había sido bañado aparecía más clara que antes y al ser puesto el niño dentro del agua, las costras se desprendieron y el niño se encontró perfectamente curado. La madre estaba fuera de sí de contenta y quería besar a María y al Niño Jesús, pero María no se dejó tocar por ella ni tocar al Niño.

María le dijo que cavara una pequeña cisterna, echase el agua dentro y que la virtud curativa del agua pasaría a la cisterna. Conversó un rato con ella, la cual prometió dejar ese lugar en la primera oportunidad que se le presentara. Los padres sentían gran alegría por la curación del hijo y habiendo acudido otros durante la noche, ellos les mostraban al niño, contándoles lo acontecido.

Los recién llegados, entre los cuales había algunos jóvenes, rodeaban a la Sagrada Familia, mirándola con gran asombro. Me extrañó más esta actitud de los bandidos al mostrarse tan respetuosos con la Sagrada Familia, porque los había visto esa misma noche asaltar a varios viajeros atraídos por la luz y conducirlos a una gran caverna que estaba más abajo, en el bosque. Esta caverna, con la entrada oculta por malezas, parecía servirles de depósito, porque vi allí a varios niños robados de siete a ocho años y a una vieja que cuidaba de todo lo que había almacenado. Allí adentro he visto vestidos, carpetas, carne, camellos, carneros, animales grandes y presas de toda clase.

Durante la noche vi a María descansando un rato, la mayor parte del tiempo sentada en su lecho. Salieron por la mañana temprano, provistos de alimentos que les habían dado los bandidos. Aquellas gentes los acompañaron un trecho, los guiaron a través de varias zanjas y se despidieron de ellos con gran emoción. El jefe dijo a los viajeros de modo muy expresivo: "Acordaos de nosotros dondequiera que vayáis". Al oír estas palabras vi de pronto la escena de la Crucifixión y escuché al buen ladrón diciendo a Jesús: "Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu Reino". Reconocí en el buen ladrón al niño curado de la lepra.

La mujer del bandido dejó, después de algún tiempo, la mala vida y fue a vivir en un sitio donde había descansado la Sagrada Familia. Allí había brotado una fuente y crecido un jardín de arbustos de bálsamos. Varias familias buenas fueron más tarde a habitar en aquel lugar.


LXXXI
La primera ciudad egipcia. - La fuente milagrosa

He visto a la Sagrada Familia entrar en un lugar desolado: se habían extraviado y vi que se acercaban reptiles de diversas clases, entre ellos unos lagartos con alas de murciélagos, que iban arrastrándose y muchas serpientes. No les hicieron daño alguno, más bien parecía que querían indicarles el camino. Algún tiempo después, no sabiendo ya qué dirección tomar, vi que les fue mostrado el camino por medio de un gracioso milagro. A ambos lados del camino brotó la rosa llamada de Jericó con ramas de hojas rizadas que tenían florecitas en el centro. Avanzaron con alegría en medio de ellas, viendo que se alzaban las flores en toda la extensión que alcanzaba la vista. Este prodigio continuó por todo el desierto. A la Virgen le fue revelado que más tarde vendrían gentes del país a recoger estas flores, para venderlas a viajeros extranjeros y comprar pan con el producto de la venta.

En efecto, he visto que así sucedió más tarde. El nombre del lugar era Gaz o Gose. Los he visto arribar a un lugar llamado, si mal no recuerdo, Lep o Lap, donde había agua, fosos, canales y diques. Para atravesar el arroyo lo hicieron en balsas de madera, en las cuales había unas tinas donde metían a los asnos. Los que los pasaron en balsas fueron dos hombres de feo aspecto, cetrinos, con narices muy chatas y labios gruesos, que andaban medio desnudos.

Más tarde llegaron a unas casas apartadas de la población, pero al ver a los habitantes tan altaneros y soeces, no pararon ni hablaron con ellos. Habían llegado a la primera población pagana egipcia, habiendo viajado durante diez días en territorio de Judea y otros diez en el desierto.

He visto a la Sagrada Familia en un país llano, en territorio egipcio. Aparecían grandes praderas donde pastaban los rebaños. Vi árboles a los cuales habían sujetado algunos ídolos semejantes a niños fajados. Las tiras que los sujetaban estaban cubiertas de figuras y caracteres. Algunos hombres gruesos, de corta estatura, vestidos al modo de los hilanderos que he visto en el país de los tres Reyes, rendían homenajes a esos ídolos.

La Sagrada Familia se refugió en un corral, del cual salieron las bestias para dejarles lugar. No tenían en ese momento ni agua ni alimento y nadie les dio cosa alguna. María apenas podía alimentar a su Niño. Soportaron todos los sufrimientos humanos en esos días. Cuando finalmente llegaron algunos pastores a dar de beber a sus animales en un pozo cerrado, le dieron a José un poco de agua para satisfacer su pedido.

El milagro de la datilera

Más tarde vi a la Sagrada Familia, desprovista de todo socorro humano, atravesando un bosque, a la salida del cual había un datilero muy alto con gran número de dátiles en su extremidad superior pendientes de un racimo. María se acercó al árbol, tomó en sus brazos al Niño Jesús, y alzándolo, rezó una oración. El árbol inclinó su copa como arrodillándose ante ellos, y pudieron así recoger su abundante fruta. El árbol quedó en la misma posición. Toda clase de gente del lugar seguía luego a la Sagrada Familia, mientras María repartía dátiles a muchos niños desnudos que corrían detrás de ella.

Como a un cuarto de legua llegaron cerca de un sicomoro de grandes dimensiones y se metieron dentro del hueco del árbol que estaba en gran parte vacío, ocultándose a la vista de la gente que los seguía, de tal modo que pasaron de largo por el lugar sin verlos y así pudieron pasar la noche ocultos.

La fuente milagrosa

Los he visto al día siguiente seguir a través de un arenal. Sin agua y cansados se detuvieron junto a un montículo del camino. María rezó con fervor y vi entonces brotar un manantial de agua abundante que regaba la tierra reseca del arenal. José le abrió un cauce para apresar el agua en un hoyo que hizo y se detuvieron a descansar. María lavó y refrescó al Niño, y José llenó su odre de agua y dio de beber al asno. He visto que se acercaban para refrescarse unos animales muy feos, como grandes lagartos, y también tortugas. No hicieron daño alguno a la Sagrada Familia, sino que, por el contrario, la miraban con expresión de cariño amistoso. Vi que el agua brotada, después de recorrer un camino bastante largo, volvía a resumirse en la tierra a poca distancia de la primera fuente. La tierra regada por esta agua fue fecunda, de modo que pronto se cubrió de abundante vegetación y creció allí el árbol del bálsamo en abundancia.

A la vuelta de Egipto, pudieron sacar bálsamo de esos mismos árboles. Más tarde este lugar fue conocido como "el monte del bálsamo". Se establecieron allí varias personas, entre ellas la madre del niño leproso curado en la choza de los ladrones. Volví después a ver este lugar. Un hermoso cerco de árboles de bálsamo rodeaba todo el monte, donde habían plantado otros frutales. Abrieron un pozo ancho y profundo del cual sacaban agua por medio de una noria tirada por bueyes y que, mezclada con la fuente de María, la utilizaban para regar jardines y huertas. Sin esa mezcla he entendido que el agua del pozo hubiera sido mala y dañosa. Noté también que los bueyes que tiraban de la noria dejaban de trabajar desde el sábado al mediodía hasta el lunes por la mañana.

LXXXII
El ídolo de Heliópolis

Después de haber descansado y tomado alimentos se encaminaron a una  gran ciudad, bien construida, aunque por entonces medio ruinosa; era Heliópolis, llamada también On. Este era el lugar donde, en tiempos de los hijos de Jacob, habitaba el sacerdote egipcio Putifar, en cuya casa vivía la joven Asenet, la hija que había tenido. Dina después que fue robada por los siquemitas, y que se casó más tarde con José, virrey de Egipto. He visto que allí vivía, cuando murió Jesús en la cruz, Dionisio el Areopagita. La ciudad había sido devastada por la guerra; y fueron a establecerse toda clase de gentes en sus ruinosos edificios. Pasaron allí por un puente muy ancho y muy largo, a través de un río con varios brazos. Llegaron a una plazoleta situada delante de la puerta de la ciudad, bordeada por una especie de paseo. Había allí sobre una columna tronchada, más ancha en su base que en la altura, un ídolo grande con cabeza de buey que tenía en sus brazos algo así como un niño fajado. Alrededor del ídolo había unas mesas de piedras sobre los cuales ponían sus ofrendas las gentes que venían de todas partes de la ciudad.

Cerca de allí había un árbol corpulento bajo el cual la Sagrada Familia se detuvo a descansar. Hacía algunos momentos que estaban allí descansando cuando tembló la tierra; el ídolo se tambaleó sobre su base y cayó a tierra. Este hecho fue causa de gran tumulto: la gente comenzó a dar voces y acudieron varios hombres que trabajaban en el canal. Un buen hombre, que había acompañado a la Sagrada Familia por el camino, acudió también y la condujo rápidamente a la ciudad; creo que era uno de los trabajadores del canal. Se hallaban fuera de la plaza cuando el pueblo, atribuyendo a ellos la caída de su ídolo, se enfureció contra ellos y los amenazaban e injuriaban. Mientras sucedía esto la tierra tembló nuevamente, el árbol se desplomó, cortándose sus raíces, y el suelo donde habían estado el árbol y el ídolo se convirtió en un lodazal de agua negra y fangosa, donde se hundió el ídolo hasta los cuernos, que sobresalían.

También se hundieron en el pantano algunos perversos de aquella multitud furiosa. La Sagrada Familia continuó tranquila su viaje, dirigiéndose a la ciudad. Fueron a albergarse en un edificio sólido junto al templo grande de un ídolo donde encontraron sitios desocupados.


LXXXIII
La Sagrada Familia en Heliópolis

Una vez que atravesé el mar y fui a Egipto vi a la Sagrada Familia habitando aún en la gran ciudad en ruinas. Esta ciudad se extiende a lo largo de un gran río de varios brazos y se ve desde lejos debido a su elevada posición. Hay algunas partes abovedadas, debajo de las cuales corre el río. Para pasar a través de los brazos del río usan vigas colocadas sobre el agua. Vi allí, con gran admiración mía, restos de grandes edificios, torres en ruinas y templos en bastante buen estado. Había columnas que parecían torres, a las cuales se podía subir por la parte exterior; otras muy altas terminadas en punta y cubiertas con imágenes extrañas y figuras semejantes a perros acurrucados con cabeza humana.

La Sagrada Familia habitaba las salas de un gran edificio, sostenido por un lado por gruesas columnas de poca altura, unas de canto recto y otras redondas. Bajo las columnas habitaban muchas personas. En la parte alta, encima del edificio, había un camino por el que se podía transitar, y enfrente un gran templo de ídolos con dos patios. Delante de un espacio cerrado por un lado y abierto por otro, bajo una hilera de gruesos pilares, había hecho José una construcción liviana de madera, dividida en varias partes por medio de tabiques, donde habitaba la Sagrada Familia. Noté, por primera vez, que detrás de aquellos tabiques tenían un altarcito ante el cual oraban: era una mesa pequeña cubierta por un paño rojo y otro blanco transparente. Encima pendía una lámpara.

Más tarde vi a José, ya bien instalado allí y que a menudo salía afuera a trabajar. Hacía bastones con pomos redondos en la extremidad, cestos y banquitos de tres pies y levantaba tabiques livianos con ramas entrelazadas y tejidas. Las gentes del país las untaban con un baño especial y las utilizaban para dividir las viviendas en compartimentos, contra los muros y aún dentro de los muros, que eran de mucho espesor. Con tablas delgadas y largas hacían torrecitas livianas de seis y ocho lados terminados en punta con adorno redondo por remate. Una parte quedaba abierta de modo que podía una persona refugiarse dentro como en una garita: tenían escalones por fuera para poder subir hasta la punta de la torre. Delante de los templos de los ídolos y sobre las azoteas vi estas torrecitas, que parecían refugios para guardianes como defensa contra los ardores del sol.

Vi a la Virgen Santísima ocupada en trenzar alfombras y en otros trabajos para los cuales se servía de un bastón con pomo: me parecía que hilaba o hacía otra labor semejante. Vi a menudo gente que iba a visitarla y a ver al Niño Jesús, que estaba a su lado, en el suelo, en una cunita. Esta cunita la vi con frecuencia colocada sobre una tijera parecida a la de los aserradores.

He visto al Niño graciosamente acostado y una vez lo vi sentado mientras María tejía a su lado teniendo junto a sí una cestilla con utensilios. Había otras tres mujeres allí. Los hombres que se habían refugiado en la ciudad ruinosa vestían como aquellos que hilaban algodón que vi cuando fui al encuentro de los Reyes Magos; pero éstos llevaban unos vestidos cortos en torno del cuerpo. Vi muy pocos judíos, rondando con precaución, como si no tuvieran autorización para habitar la ciudad. Al norte de Heliópolis, entre la ciudad y el río Nilo, que se dividía en varios brazos, estaba el país de Gessen. Allí había un lugar, entre dos canales, donde vivían muchos judíos que habían degenerado en la práctica de la religión. Como varios conocían a la Sagrada Familia, María hacía para ellos toda clase de labores femeninas con que ganarse el sustento. Estos judíos de Gessen tenían un templo que comparaban con el de Salomón, pero que era muy distinto.

Vi otras veces a la Sagrada Familia viviendo en Heliópolis, cerca del templo de los ídolos de que ya he hablado. José había construido, no lejos de allí, un oratorio para los judíos, porque antes de llegar José no tenían lugar donde ejercer su culto religioso. El oratorio terminaba en una cúpula liviana, que se podía abrir al aire libre. En el centro había una mesa donde colocaban rollos escritos. El sacerdote o escriba de la ley era un anciano; los hombres se colocaban a un lado y las mujeres a otro, cuando se reunían para rezar.

 Vi a la Virgen Santísima la primera vez que fue con el Niño al oratorio: estaba sentada en el suelo, apoyada sobre un brazo. El Niño Jesús, vestido de celeste, estaba delante de ella, con las manitas juntas sobre el pecho. José poníase de pie detrás de ella, cosa que hacía siempre, a pesar de que los demás se sentaban.

Me fue mostrado el Niño Jesús cuando era ya grandecito y recibía la visita de otros niños. Ya podía hablar y corretear. Estaba casi siempre al lado de José y lo acompañaba cuando salía. Tenía un vestidito semejante a una túnica hecha de una sola pieza. Como habitaban junto a un templo de ídolos, algunos de ellos cayeron hechos pedazos. Había quienes se acordaban de la caída de aquel gran ídolo que estaba delante de la puerta cuando ellos llegaron y atribuían el hecho a la cólera de los dioses contra ellos. A causa de esto tuvieron que sufrir muchas molestias y persecuciones.



LXXXIV
La matanza de los inocentes

Se apareció un Ángel a María y le hizo conocer la matanza de los niños inocentes por el rey Herodes. María y José se afligieron mucho y el Niño Jesús, que tenía entonces un año y medio, lloró todo el día. He sabido lo siguiente: Como no volvieron los Reyes Magos a Jerusalén, y estando Herodes ocupado en algunos asuntos de familia, sus temores se habían calmado un tanto; pero cuando regresó la Sagrada Familia a Nazaret y oyó las cosas que habían acontecido en el templo y las predicciones de Simeón y de Ana en la ceremonia de la Presentación en el templo, aumentaron sus temores y angustias.

Mandó soldados que con diversos pretextos debían guardar los lugares alrededor de Jerusalén, a Gilgal, a Belén hasta Hebrón, y ordenó hacer un censo de los niños. Los soldados ocuparon esos lugares durante nueve meses, y mientras Herodes se hallaba en Roma. Después de su vuelta se produjo la degollación de los inocentes. Juan tenía entonces dos años, y había estado escondido en casa de sus padres antes que Herodes diera la orden para que las madres se presentaran con sus hijos de dos años o menos ante las autoridades locales.

Isabel, advertida por un ángel, volvió a huir al desierto con el niño Juan. Jesús tenía entonces año y medio. La matanza tuvo lugar en siete sitios diferentes. Se había engañado a las madres, prometiéndoles premios a su fecundidad; por eso ellas se presentaban a las autoridades vistiendo a sus criaturas con los mejores trajecitos. Los hombres eran previamente alejados de las madres. Los niños, separados de sus madres, fueron degollados en patios cerrados y luego amontonados y enterrados en fosos.

Hoy, al mediodía, vi a las madres con sus niños de dos años o menos acudir a Jerusalén, desde Hebrón, Belén y otro lugar donde Herodes había ordenado a sus soldados y funcionarios. Se dirigían a la ciudad en grupos diversos: algunas llevaban dos niños montados en asnos. Cuando llegaban eran conducidas a un gran edificio siendo despedidos los hombres que las habían acompañado. Las madres entraban alegremente, creyendo que iban a recibir regalos y gratificaciones en premio a su fecundidad.

El edificio estaba un tanto aislado y bastante cerca del que fue más tardé el palacio de Pilatos. Como se hallaba rodeado de muros, no se podía saber desde afuera lo que pasaba adentro. Parecía aquello un tribunal, pues vi unos pilares en el patio y bloques de piedra con cadenas colgantes. También vi árboles que se encorvaban y ataban juntos y luego, soltados rápidamente, despedazaban a los desgraciados a ellos atados.

Todo el edificio era sombrío, de construcción maciza. El patio era casi tan grande como el cementerio que hay al lado de la iglesia parroquial de Dülmen. Se abría una puerta entre dos muros y se llegaba al patio, rodeado de construcciones por tres lados. Los edificios de derecha e izquierda eran de un solo piso y el del centro parecía una antigua sinagoga abandonada. Varias puertas daban al patio interno.

Las madres eran llevadas a través del patio a edificios laterales, y allí encerradas. Parecía aquello una especie de hospital o posada. Cuando se vieron encerradas, tuvieron miedo y empezaron a llorar y a lamentarse. Pasaron la noche allí dentro.

Hoy, después de mediodía, vi el cuadro horrible de la matanza de los niños. El gran edificio posterior que cerraba el patio tenía dos pisos. El inferior era una sala grande, desprovista, parecida a una prisión, o a un cuerpo de guardia, y en el piso superior había ventanas que daban al patio. Allí vi a algunas personas reunidas en un tribunal; delante de ellas había rollos sobre una mesa. Creo que Herodes estaría presente, pues vi a un hombre con manto rojo adornado de piel blanca, con pequeñas colas negras. Estaba rodeado de los demás y miraba por la ventana de la sala que daba al patio.

Las madres eran llamadas una a una para ser llevadas desde los edificios laterales hasta la sala inferior grande del cuerpo que estaba detrás. Al entrar, los soldados les quitaban los niños, llevándolos al patio, donde unos veinte hombres los mataban atravesándoles la garganta y el corazón con espadas y picas. Había niños aún fajados, a los cuales amamantaban sus madres, y otros que usaban ya vestiditos. No se ocuparon de desvestirlos, sino que tal como venían los tomaban del bracito o del pie y los arrojaban al montón. El espectáculo era de lo más horrible que puede imaginarse.

Entre tanto las madres eran amontonadas en la sala grande, y cuando vieron lo que hacían con sus niños, lanzaban gritos desgarradores, mesándose los cabellos y echándose en brazos unas de otras. Al fin se encontraron tan apretadas que apenas podían moverse. Me parece que la matanza duró hasta la noche. Los niños fueron echados más tarde en una fosa común, abierta en el mismo patio. Me fue dicho el número de ellos, pero ya no me acuerdo. Creo que había setecientos, más una cifra donde había un siete o diez y siete. Cuando vi este cuadro horrible no sabía donde estaba ocurriendo eso, y me parecía que era aquí, donde estaba yo.

A la noche siguiente vi a las madres sujetas con ligaduras y conducidas por los soldados a sus casas. El lugar de la matanza en Jerusalén fue el antiguo patio de las ejecuciones, a poca distancia del tribunal de Pilatos; pero en la época de éste había sufrido varios cambios. Cuando murió Jesús, vi que se abrió la fosa donde estaban los niños inocentes y que sus almas salieron de allí apareciéndose en diversos lugares.


LXXXV
Santa Isabel vuelve a huir con el niño Juan
 
Santa Isabel, avisada por un ángel antes de la matanza de los inocentes, se  refugió con el pequeño Juan nuevamente en el desierto. Vi que estaba buscando durante mucho tiempo una cueva que le pareciera segura y escondida: cuando la encontró permaneció allí con el niño durante unos cuarenta días. Más tarde volvió a su hogar, y un esenio del monte Horeb fue al desierto para llevar alimentos al niño y ayudarle en sus necesidades. Este hombre, cuyo nombre he olvidado, era pariente de la profetisa Ana. Al principio iba cada semana y después cada quince días, mientras Juan necesitó ayuda. No tardó en llegar el momento en que al niño le gustaba más estar en el desierto que entre los hombres. Estaba destinado por Dios para crecer allí en toda inocencia, sin contacto con los hombres y sus maldades.

Juan, como Jesús, no fue a la escuela, y era instruido por el Espíritu Santo. A menudo vi una luz a su lado o figuras luminosas como las de los ángeles. El desierto no era estéril ni desolador, porque entre las rocas brotaban abundantes hierbas y arbustos con frutas y bayas de diversas clases. He visto allí fresas silvestres que recogía el niño para comer. Tenía extraordinaria familiaridad con los animales, especialmente con los pájaros que venían volando para posarse sobre sus hombros; y mientras él les hablaba, parecía que le comprendieran y le servían de mensajeros. A veces iba a lo largo de los arroyos: los peces le eran familiares, porque se acercaban cuando los llamaba y le seguían cuando caminaba al borde del agua. Vi que se alejaba mucho de los lugares habitados por el peligro que le amenazaba.

Los animales lo querían tanto que le servían en muchas cosas. Lo llevaban a sus refugios o a sus nidos, y cuando los hombres se acercaban, él podía huir a los escondites sin peligro. Se alimentaba de frutas silvestres y de raíces; no le costaba mucho encontrarlas, pues los animales mismos lo conducían donde estaban y se las mostraban. Llevaba siempre su piel de cordero y su varita y se internaba cada vez más en el desierto. A veces se acercaba a su pueblo y dos veces vio a sus padres que anhelaban vivamente su presencia. Ellos debían tener revelaciones, pues cuando Isabel o Zacarías deseaban ver a Juan, éste no dejaba de acudir a su encuentro desde muy lejos.

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LXXXVI
La Sagrada Familia se dirige a Matarea

Estuvieron dieciocho meses en Heliópolis, y teniendo ya Jesús alrededor de dos años, dejaron la ciudad por falta de trabajo y por las persecuciones de que eran objeto. Al mediodía se encaminaron hacia Menfis. Mientras pasaban por una pequeña ciudad, no lejos de Heliópolis, descansaron en el vestíbulo del templo de un ídolo; éste cayó por tierra y se rompió en pedazos. El ídolo tenía cabeza de buey, con tres cuernos; en su cuerpo había varias aberturas donde ponían a quemar las ofrendas. La caída del ídolo produjo un gran tumulto entre los sacerdotes paganos, que detuvieron a la Sagrada Familia con amenazas e injurias. Uno de ellos, sin embargo, dijo que quizás fuera mejor encomendarse al dios de esa gente, recordándoles las desgracias que habían sufrido sus antepasados que persiguieron a la raza a la cual pertenecían estos extranjeros, y les recordó la muerte de los primogénitos de cada familia la noche anterior a la salida de Egipto.

Después de esto dejaron marchar a la Sagrada Familia sin hacerle daño. Caminaron hasta la ciudad de Troya, en la orilla oriental del Nilo, frente a Menfis. Había en esa villa mucho barro. Pensaron quedarse; pero no los recibieron en ninguna parte y hasta les rehusaron el agua para beber y los pocos dátiles que pedían. La ciudad de Menfis se veía en la otra orilla. El río era muy ancho en ese punto, había algunas islas y una parte de la ciudad se extendía al otro lado.

He visto el sitio donde fue descubierto Moisés, siendo niño, entre juncos y cañaverales. En tiempos del Faraón había un gran palacio con jardines y una alta torre a la cual subía a menudo la hija del Faraón. Menfis formaba como tres ciudades en ambos lados del río. La ciudad de Babilonia, en la orilla oriental del Nilo, un poco más adelante, casi formaba parte del conjunto de edificación de Menfis. En la época del Faraón, toda esa región del Nilo entre Heliópolis, Babilonia y Menfis, estaba llena de altos diques de piedra, de canales y de edificios, unos contra otros, de modo que el conjunto constituía como una sola ciudad. En la época de la Sagrada Familia había grandes separaciones y lugares desocupados.

La Sagrada Familia se dirigió al Norte descendiendo el río en dirección a Babilonia. Esta ciudad estaba despoblada y aparecía mal construida y llena de fango. Costearon la ciudad, pasando entre el Nilo y la población, y dirigieron sus pasos en dirección opuesta a la que llevaban. Recorrieron unas dos leguas por la ribera del Nilo. Al borde del camino se alzaban edificios en ruinas. Atravesaron un canal y un pequeño brazo de río y llegaron a un paraje cuyo nombre primitivo no recuerdo, que más tarde se llamó Matarea. Estaba cerca de Heliópolis, situado sobre una lengua de tierra, de modo que el agua lo rodeaba por ambos lados; bastante despoblado, con casas muy aisladas y mal trazadas, hechas de madera de datileros con limo del río reseco, cubiertas de cañas.

José encontró allí algún trabajo. Con ramas entrelazadas construyó casas más sólidas, abriendo encima galerías para poder pasear por ellas. Se instalaron en un lugar solitario, bajo una bóveda oscura, no lejos de la puerta por la que habían entrado. José construyó una casita liviana delante de esta bóveda. También aquí cayó un ídolo, que estaba en un templo pequeño, y después todos los ídolos fueron derrumbándose uno tras otro.

Un sacerdote tranquilizó al pueblo enfurecido recordándoles las plagas de Egipto. Más tarde, cuando se hubo reunido allí una pequeña comunidad de judíos y de paganos convertidos, los sacerdotes les dejaron el pequeño templo, cuyo ídolo había caído al llegar la Sagrada Familia. José lo transformó en una sinagoga, convirtiéndose él mismo en el padre de la pequeña comunidad; les enseñaba a cantar los salmos con regularidad puesto que habían ya olvidado en gran parte el culto de sus antepasados.

Había algunos judíos tan pobres que vivían en hoyos abiertos en el suelo. En cambio, en la aldea judía, entre On y el Nilo, vivían muchos israelitas que tenían un templo de propiedad; pero habían caído en el culto idolátrico, porque poseían un becerro de oro, una figura con cabeza de buey y en torno animales pequeños parecidos a garduñas, bajo doseles. Eran animales que defienden contra los cocodrilos. Tenían una imitación del Arca de la Alianza, dentro de la cual conservaban cosas abominables. Practicaban cultos detestables con toda clase de impurezas que ejercían en un pasaje oscuro subterráneo, pensando de esta forma invocar y atraer la venida del Mesías. Eran impenitentes y no querían corregirse de sus vicios.

Más tarde varios de ellos se fueron adonde estaba José, con su pequeña comunidad, a dos leguas de distancia. No podían ir directamente por causa de los canales y malecones, debiendo hacer un rodeo por Heliópolis. Los judíos del país de Gessen habían ya conocido a la Sagrada Familia cuando se hallaba en On, y María hacía para ellos toda clase de labores de tejidos y bordados. María no quiso nunca hacer cosas de puro lujo o inútiles, sino sólo objetos de uso habitual y las ropas que se ponían en las ceremonias del culto y cuando rezaban. He visto que a varias mujeres que habían ido a encargarle ropas y adornos de vanidad y de moda, María rehusó hacerles esos trabajos, aunque tenía mucha necesidad de recibirlos. Algunas de estas mujeres la insultaron.

Desde un principio la estadía de la Sagrada Familia en Matarea estuvo llena de dificultades; no había allí ni agua potable, ni leña para el fuego. Los habitantes quemaban hierbas secas y cañas. La Sagrada Familia no comía la mayoría de las veces sino alimentos fríos. Más tarde José halló trabajo arreglando las cabañas del país. La gente lo trataba como a un pobre esclavo, pagándole el trabajo con lo que les parecía; a veces un salario, otras veces nada. Los hombres eran muy inhábiles para construir viviendas. No había maderas, y si bien es cierto que vi lugares con árboles, la gente no tenía herramientas para trabajar. La mayoría usaba cuchillos de piedra o de hueso, y escarbaba la tierra para extraer la turba.

José llevaba consigo los instrumentos más indispensables, y así pudo instalarse con regular comodidad. Dividió su habitación en varios departamentos, con tabiques de zarzos; fabricó un hogar, varias mesitas y banquitos, ya que la gente del lugar comía sentada en el suelo. Vivieron en este lugar varios años, y pude ver escenas de las diversas épocas de la vida de Jesús. Vi el lugar donde dormía. En el muro de la bóveda donde descansaba María, José había abierto una cavidad donde se puso el lecho del Niño Jesús. María dormía a su lado y pude ver a María a menudo, durante la noche, rezando de rodillas ante el lecho de Jesús. José se había acomodado en otro sitio.

Vi también un oratorio que José había hecho bajo el mismo techo, en un pasillo apartado. José y María tenían sus sitios determinados y había un lugarcito para el Niño, donde rezaba de pie, sentado o de rodillas. María tenía un altarcito, delante del cual oraba: consistía en una mesa cubierta de tela roja y blanca que se sacaba de un compartimiento abierto en el muro y después podía cerrarse. En el hueco del muro había una especie de relicario. Allí he visto la extremidad de la vara de José florecida, por la cual había sido designado esposo de María en el templo de Jerusalén. Vi ramitos dentro de vasos en forma de cálices. Además, vi otro relicario, sin poder decir lo que fuera.

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LXXXVII
Santa Isabel vuelve por tercera vez al desierto con el niño Juan
 
Mientras estaba la Sagrada Familia en Egipto, el pequeño Juan había vuelto secretamente a su casa de Juta, porque he visto que fue llevado nuevamente al desierto cuando tenía cuatro o cinco años. Zacarías no estaba presente cuando salieron de la casa; creo que había partido para no presenciar la despedida, porque amaba mucho a su hijito; pero antes de salir le había dado su bendición, como bendecía siempre a Isabel y a Juan antes que saliesen de camino. El pequeño Juan usaba por vestido una piel de carnero, que saliéndole del hombro izquierdo caíale sobre el pecho y los costados y volvía a unirse sobre el lado derecho. No usaba más que esta piel. Sus cabellos eran castaños y más oscuros que los de Jesús. Llevaba el bastoncito blanco que había tomado al dejar la casa. Así lo vi mientras su madre lo llevaba de la mano. Isabel era una mujer de edad, alta, de ágiles movimientos, cabeza pequeña y rostro agradable.

El niño Juan corría a menudo, adelantándose a la madre. Tenía toda la inocencia propia de su edad, pero no la irreflexión. Al principio se dirigieron hacia el Norte, teniendo a su derecha un pequeño arroyo; luego los vi atravesar la corriente sobre una pequeña balsa de madera, porque no había puente.

Isabel era una mujer decidida y dirigía la balsa con una rama de árbol. Más allá del arroyo siguieron camino hacia el Oriente, entrando en un desfiladero de rocas, desnudo y árido en su parte alta, el fondo lleno de zarzales, de frutas silvestres y dé fresas, que el niño recogía y comía. Después de hacer un trecho en aquel desfiladero, Santa Isabel se despidió del niño, lo bendijo, lo estrechó contra su corazón, lo besó en ambas mejillas y en la frente, y regresó, volviéndose varias veces, llorando, para mirarlo. El niño no sentía inquietud alguna: caminaba con pasos seguros por el desfiladero.

Como durante estas visiones me sentía muy enferma, el Señor me consoló haciendo que asistiese a todo lo que sucedía como si yo fuese una niña. Me parecía tener la misma edad que Juan, y por eso me afligía viendo que se alejaba tanto de su madre. Creía que no iba a poder encontrar la casa paterna; pero una voz me tranquilizó, diciendo: "No te inquietes; el niño sabe muy bien lo que hace". Me pareció entrar en el desierto con el niño, como compañera de juegos infantiles. De este modo pude ver varias veces lo que le sucedía. El niño me contó varios episodios de su vida en el desierto: cómo se mortificaba y violentaba sus sentidos en toda forma y se volvía cada vez más clarividente, y cómo era instruido en todo lo que necesitaba saber.

Nada de lo que me contaba me sorprendía, porque yo misma, cuando siendo pequeña cuidaba las vacas, había vivido en el desierto con el niño Juan. Cuando deseaba verlo lo llamaba desde los matorrales: "Niño San Juan, ven a buscarme con tu bastón y la piel sobre tus hombros". Y Juan venía con su bastoncito y su piel de cordero; y jugábamos como niños; y él me enseñaba toda clase de cosas útiles. No me asombraba que supiese tantas cosas de los animales y de las plantas del campo. Yo también, cuando andaba por el campo, por los bosques y las praderas, siendo niña, estudiaba, como en un libro, en cada hoja o en cada flor, al recoger las espigas y al arrancar el césped, y estas plantas, como los animales que veía pasar, eran para mí motivos de enseñanza y de reflexión.

Las formas de las hojas, sus colores y la disposición de las plantas me sugerían pensamientos profundos. Las personas a quienes los comunicaba me escuchaban con asombro, pero se reían de mí en la mayoría de los casos. Esto fue causa de que más tarde guardase silencio sobre estas cosas, porque pensaba, y pienso todavía, que a todos los hombres les pasa lo mismo, y que en ninguna parte aprende mejor que en este libro de la naturaleza escrito por el mismo Dios.

Cuando en mis contemplaciones posteriores seguí al niño Juan por el desierto, he visto sus gestos, sus actitudes y sus acciones; lo vi jugando con los animales y las flores y entreteniéndose con las plantas. Los pájaros, especialmente, estaban familiarizados con él: se posaban sobre su cabeza o sus hombros cuando caminaba o rezaba. A veces ponía su bastoncito atravesado sobre las ramas de los árboles y pájaros de todas variedades acudían a su llamado y se posaban sobre su bastón unos tras otros. Él les hablaba y los miraba con familiaridad, los trataba como si les estuviera enseñando. Otras veces lo vi seguir a los animales hasta sus cuevas y darles allí de comer, observándolos con toda atención.

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LXXXVIII
Muerte de Zacarías e Isabel

Una vez que Zacarías fue al templo a llevar víctimas para el sacrificio,  Isabel aprovechó su ausencia y fue a visitar a su hijo en el desierto. Juan tendría unos seis años entonces. Zacarías no había ido a ver al niño nunca: de modo que si Herodes le preguntaba por el niño podía, sin mentir, responder que lo ignoraba. Pero para satisfacer el gran cariño de sus padres y por el deseo de verlos, visitó varias veces el niño secretamente, de noche, la casa de sus padres, permaneciendo allí algún tiempo. Sin duda su Ángel de la Guarda lo guiaba para que evitara los peligros que lo amenazaban. Siempre lo vi guiado y protegido por espíritus celestiales y muchas veces vi figuras luminosas que lo rodeaban.

Juan estaba predestinado a vivir así en la soledad, apartado de los hombres y privado de los socorros humanos ordinarios para ser mejor guiado por el espíritu de Dios. La Providencia divina dispuso las cosas de tal manera que aún por las circunstancias exteriores tuviera que retirarse al desierto. También se hallaba como impulsado por un instinto irresistible, pues desde su niñez lo veía siempre pensativo y solitario.

Cuando fue llevado el Niño Jesús a Egipto, Juan, su precursor, estaba escondido en el desierto por advertencia divina, ya que también él se hallaba en peligro. Se había hablado mucho de él desde los primeros días de su vida: era conocido su nacimiento maravilloso y mucha gente afirmaba haberlo visto rodeado de resplandor. Por esta causa Herodes quería apoderarse de él para matarlo. Repetidas veces Herodes había preguntado a Zacarías dónde se escondía el niño, sin atreverse entonces a prenderlo. Pero ahora, yendo Zacarías al templo, fue asaltado y maltratado por los soldados encargados de vigilarlo, delante de la puerta de Jerusalén, llamada de Belén, en un lugar del camino bajo desde donde no se divisaba la ciudad. Lo llevaron a una prisión, en el flanco de la montaña de Sión, donde pude ver más tarde a los discípulos de Jesús cuando iban al templo. El anciano fue torturado para que descubriese el lugar donde se ocultaba su hijo y como no pudieron obtener lo que deseaban, terminaron por matarlo por orden de Herodes.

Sus amigos, más tarde, lo enterraron no lejos del templo. Este Zacarías no era aquél, muerto entre el templo y el altar, que vi salir de los muros del templo cerca del oratorio del anciano Simeón, cuando los difuntos aparecieron después de la muerte de Jesús. La tumba de este Zacarías, que se hallaba dentro del muro, se derrumbó junto con otras ocultas en el templo. Aquel Zacarías fue muerto entre el templo y el altar con motivo de una lucha acerca del linaje del Mesías y de los derechos que pretendían tener ciertas familias en el templo y los lugares que ocupaban en él. Vi, por ejemplo, que no todas las familias tenían derecho de hacer educar a sus hijos en el templo. Recuerdo haber visto a un niñito de familia real confiado a la educación de la profetisa Ana. En la lucha murió sólo Zacarías, hijo de Baraquías. He visto, más tarde, que se hallaron sus huesos, pero ya no recuerdo los detalles del hecho.

Santa Isabel volvió del desierto a la ciudad de Juta para esperar la llegada de su marido, acompañada en una parte del camino por el niño Juan. Isabel lo besó en la frente y lo bendijo, y el niño volvió al desierto. La madre al entrar en su casa conoció la triste noticia de la muerte de su esposo. Su dolor fue muy grande y parecía inconsolable. Retornó al desierto, quedándose allí con el niño, hasta su muerte, que aconteció poco tiempo antes que la Sagrada Familia volviera de Egipto.

Aquel esenio que cuidaba al niño Juan, sepultó a Isabel en las arenas del desierto. Después de esto, Juan se internó más en el desierto: abandonando el desfiladero de rocas se fue a un lugar más despejado y se estableció junto a un pequeño lago. En la playa había mucha arena blanca. Lo he visto avanzar bastante aguas adentro, mientras los peces nadaban alrededor de él sin temor. Allí vivió mucho tiempo, porque lo vi fabricarse una cabaña o glorieta en medio de los arbustos, para pasar la noche: era pequeña y baja, de modo que apenas podía acostarse en ella para dormir. Allí como en otras partes veía formas luminosas que trataban con él sin temor e inocente piedad: parecía que lo instruían y le hacían notar diferentes cosas.

Vi también que tenía una varilla atravesada en su bastoncito, de modo que formaba una cruz. Había una tira de corteza atada al cabo del bastoncito, como una banderilla que flotaba al viento mientras jugaba con ella. La casa de Isabel en Juta la ocupó una hija de la hermana de Isabel. Era una casa muy bien cuidada, en perfecto orden y limpieza. Siendo ya grande, volvió Juan otra vez en secreto a ella, regresando inmediatamente al desierto hasta el momento de su aparición entre los hombres.

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LXXXIX
Vida de la Sagrada Familia en Matarea

En Matarea los habitantes no tenían más agua que la turbia del Nilo. María, con sus oraciones, halló una fuente. Cuando se establecieron tuvieron mucho que sufrir, porque no tenían para comer más que algunas frutas y bebían el agua mala del Nilo. Como hacía tiempo que no tenían agua buena, José pensaba ir con sus herramientas y su asno al desierto, hasta el manantial del jardín de los balsameros; pero estando María en oración apareciósele un ángel, quien le indicó que detrás de la casa encontraría una fuente de agua. Se encaminó al otro lado del muro, donde estaba su habitación, y vio un espacio libre, más abajo, en medio de escombros donde se levantaba un árbol muy viejo y muy grueso.

Llevaba en la mano un bastón con una palita en el extremo, semejante a la que usan las personas que viajan en tales lugares. Llena de alegría María llamó a José, el cual después de cavar descubrió que había habido allí anteriormente una fuente revestida de mampostería, ahora tapada por los escombros. José limpió y restauró aquello. Encontró cerca de la fuente, por el lado donde había venido María, una piedra de gran tamaño que parecía un altar y creo que en realidad lo había sido en otra época; pero no recuerdo más detalles sobre esto.

En esa fuente María hacía beber al Niño, lo bañaba, lavaba su ropa; y así quedó para uso exclusivo de la Sagrada Familia, siendo desconocida para los demás, hasta que el Niño Jesús, ya crecido, pudo él mismo ir por agua y ayudar a María. Una vez lo vi con varios niños junto a la fuente para darles de beber en el hueco de una hoja grande. Estos niños contaron a sus padres lo del agua, y de este modo acudieron otros a usar de la fuente, aunque estaba para uso casi exclusivo de la comunidad judía del lugar.

Cierta vez que María rezaba arrodillada en medio del camino de su casa, vi al Niño Jesús que iba a la fuente con un recipiente para buscar agua. Era la primera vez que hacía esto. María se emocionó profundamente cuando lo vio, y, siempre de rodillas, le rogó que no lo hiciera más por el peligro de caer al agua. El Niño contestó que tendría mucho cuidado, porque su deseo era sacar agua siempre que ella lo necesitase.

El Niño Jesús ayudaba a sus padres en todo lo que podía, siendo muy atento y cuidadoso con todas las cosas. Cuando José trabajaba cerca de la casa y se olvidaba alguna herramienta, yo veía al Niño llevársela, poniendo mucha atención en lo que hacía. La alegría que daba a sus padres compensaba a éstos de los muchos sacrificios que hacían en Egipto. Más de una vez vi al Niño dirigirse hasta la aldea de los judíos, a una milla de Matarea, para traer el pan que María recibía a cambio de los trabajos que hacía.

Los animales dañinos, abundantes en aquel país, no le hacían mal y se mostraban familiares con él: cierta vez lo vi jugando con unas serpientes. La primera vez que lo vi ir a esa aldea solo, tendría de cinco a siete años y llevaba un trajecito color pardo con flores amarillas, que le había hecho María. Lo vi arrodillarse en el camino para rezar, cuando aparecieron dos ángeles que le anunciaron la muerte de Herodes. Jesús no dijo nada de esto a sus padres, no sé si por humildad, o por indicación de los ángeles, o porque no era aún el momento de salir de Egipto.

Otra vez lo vi yendo a la aldea con otros niños judíos y al volver a casa lloraba por la degradación en que veía sumidos a esos israelitas de Egipto.

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XC
Origen de la fuente de Matarea. Historia de Job

La fuente de Matarea no tuvo origen por la oración de María: ella sólo la  hizo brotar de nuevo. La fuente ya existía, revestida de mampostería, aunque oculta bajo los escombros. Vi que Job había estado en Egipto antes que Abraham y que había vivido en este lugar, donde halló la fuente y ofreció sacrificios sobre la gran piedra que allí estaba aún. En esta ocasión supe que Job fue el menor de trece hermanos y que su padre era un gran jefe de tribu cuando fue levantada la torre de Babel. De un hermano de este hombre descendía la familia de Abraham. Los descendientes de ambos hermanos se casaban entre sí con frecuencia. La primera mujer de Job fue de la raza de Faleg.

Cuando después de varias aventuras fue Job a habitar en el tercer lugar, se había casado sucesivamente con tres mujeres de la raza de Faleg. De una de ellas tuvo un hijo, éste una hija, la cual, casándose dentro de la misma familia, dio a luz a la que fue madre del patriarca Abraham. De modo que Job venía a ser bisabuelo de la madre de Abraham.

El padre de Job se llamó Joctán; era hijo de Heber y habitaba al norte del Mar Caspio, junto a una cadena de montañas en una de cuyas laderas había bastante calor, mientras en la otra, cubierta de nieve, hacía mucho frío. He visto muchos elefantes en este país. La comarca donde había estado al principio Job era pantanosa y no hubiera sido favorable para los elefantes.

Ese país está al norte de una cadena de montañas, entre dos mares. Uno de estos dos mares, el del Occidente, había sido una alta montaña, según he visto antes, donde habitaban los gigantes y hombres poseídos por malos espíritus antes del diluvio.

Había allí una región estéril y pantanosa, ahora habitada, creo, por una gente de ojos pequeños, nariz ancha y pómulos salientes. Al volver Job a este lugar tuvo su primera tribulación y primera prueba. Después de ella emigró hacia el Mediodía, en el Cáucaso, estableciéndose en esta región. De aquí hizo un viaje a Egipto, dominado entonces por unos reyes extranjeros que procedían de pueblos pastoriles de su país. Uno de estos reyes era de la misma región de Job, mientras el otro provenía del lugar más lejano donde habitaban los Reyes Magos. Estos reyes pastores sólo eran dueños de una parte de Egipto, y más tarde fueron desalojados por un Faraón egipcio. He visto gran cantidad de estos pastores reunidos delante de una ciudad donde se habían establecido. El rey de los pastores compatriota de Job quería para su hijo una mujer de la raza vecina del Cáucaso, de donde provenía él.

Job, con numeroso séquito, condujo a Egipto a aquella novia real, que era también parienta suya. En el cortejo llevaba treinta camellos y gran cantidad de servidores con muchos regalos.

Era entonces Job un hombre joven, alto, de tez morena amarillenta, muy agradable y de cabellos más bien rojizos. Los habitantes de Egipto eran también morenos, pero de color desagradable. Egipto no estaba entonces muy habitado: sólo se veían, de tanto en tanto, grandes aglomeraciones de gente. No se veían tampoco esos grandes edificios que comenzaron a construirse en la época de los israelitas en Egipto.

El rey rindió muchos homenajes a Job, y deseando que se estableciera allí con toda su tribu, no quería dejarlo partir. Le dio por habitación la ciudad donde ahora vivía la Sagrada Familia, que entonces era muy diferente. Allí vivió Job cinco años. Era el mismo lugar donde estaba ahora la Sagrada Familia y le había sido mostrada la fuente del agua y la piedra donde ofrecía sus sacrificios.

Aunque Job era gentil, era justo y conocía al verdadero Dios, adorándole como a su Creador, mientras contemplaba los astros, la naturaleza y la luz. Le agradaba hablar de Dios y de sus obras de la naturaleza, y no adoraba imágenes de animales monstruosos como hacían los pueblos gentiles. Se había imaginado una representación del verdadero Dios. Era una figura humana pequeña, con rayos en torno de la cabeza, y me parece que con alas. Tenía las manos juntas sobre el pecho y llevaba un globo sobre el cual se veía un navío navegando sobre las olas. Quizás le recordaba el diluvio. Cuando ofrecía sacrificios a Dios, el patriarca Job quemaba delante de su imagen diversas clases de semillas.

He visto que más tarde fueron introducidas en Egipto unas figuras pequeñas, sentadas como en un pulpito coronado por dosel. Al llegar Job a Egipto encontró un culto detestable: provenía de las supersticiones que habían presidido la construcción de la torre de Babel. Poseían un ídolo con cabeza de buey muy ancha que terminaba en punta y como levantada en el aire, la boca abierta y los cuernos inclinados hacia abajo. En el interior del ídolo se encendía fuego y se colocaban niños vivos entre sus brazos ardientes, y vi que sacaban algo de las aberturas de aquel cuerpo. La gente de la comarca era muy cruel y la región estaba llena de animales espantosos. Vi animales negros que parecían arrojar llamas de fuego y volaban en grandes bandadas envenenándolo todo, puesto que si se posaban en un árbol éste se secaba de inmediato. Vi animales que tenían las patas traseras muy largas y las delanteras muy cortas, como topos, que saltaban de un techo a otro. Había unas bestias horribles que andaban entre las piedras y en los agujeros y se enlazaban a los hombres y los asfixiaban. En el Nilo vi un animal grande, con dientes espantosos y grandes patas negras: tenía algo del cerdo y era del grosor de un caballo.

He visto otros animales horribles; pero el pueblo era aún más abominable, y Job, a quien había visto librar a su país de origen de las malas bestias, por medio de oraciones, sentía aversión por vivir entre aquellos hombres y a menudo manifestaba sus quejas a los que le rodeaban. Prefería vivir entre las malas bestias que entre tales hombres. Lo vi muchas veces mirar hacia el Oriente, con ojos llenos de ansia, hacia su patria, al Mediodía del país más alejado aún que habitaban los Reyes Magos.

Tuvo visiones proféticas de la llegada de los israelitas a Egipto, y también, en general, de la salvación del género humano y de las grandes pruebas por las que debía pasar el hombre. No pudo dejarse persuadir para permanecer en Egipto, y al cabo de cinco años salió del país con todo su séquito. Las pruebas de Job sucedieron por intervalos. Primero gozó de tranquilidad por nueve años, luego por siete y después por doce años. Las palabras del libro de Job: "Y hablando aún el mensajero", equivalen a decir: se hablaba aún en el pueblo de la desgracia que le había acontecido, cuando sobrevenía otra calamidad a afligirlo. Las tres pruebas las sobrellevó en tres distintos países. La última, que fue seguida de su prosperidad final, le alcanzó cuando vivía en un país llano, al Oriente de Jericó.

Aquel país producía incienso y mirra, y tenía una mina de oro y se trabajaban los metales. En otra ocasión tuve nuevas visiones relativas a Job. Recuerdo lo siguiente: Tenía Job dos confidentes, que eran como intendentes, administradores y secretarios suyos, y se llamaban Haí y Uis u Ois. Estos recogieron de su boca toda su historia con las conversaciones que tuvo con Dios, la cual fue trasmitida por sus descendientes, de uno a otro, hasta los tiempos de Abrahám y sus hijos, y se servían de ella para instruir a sus hijos con la narración.

Por medio de los hijos de Israel llegó la historia a Egipto y Moisés hizo una síntesis de ella, para consuelo de los israelitas oprimidos por los egipcios y después durante la estadía en el desierto.

En un principio era una historia mucho más larga y con mayores cosas que los judíos no hubieran comprendido. Más tarde Salomón la arregló, haciendo un libro de piadosa lectura: de modo que el libro está lleno de la sabiduría de Job, de Moisés y de Salomón. Es difícil encontrar ahora allí la verdadera historia de Job, pues han variado los nombres de los pueblos, introduciéndose otros más cercanos a la tierra de Canaán. Se le creyó idumeo porque el país donde habitó hacia el final de su historia, estuvo habitado mucho tiempo antes de su muerte por los descendientes de Esaú o Edóm. Creo que Job vivía todavía cuando nació Abrahám.

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XCI
Abrahám y Sara en Egipto. La fuente abandonada

Cuando Abrahám fue a Egipto instaló allí su campamento y lo he visto instruyendo al pueblo. Residió allí varios años con Sara, su mujer, y muchos hijos e hijas, cuyas madres habían quedado en Caldea. También Lot vivió en aquel país con su familia, aunque ya no puedo precisar el lugar de su residencia. El patriarca Abrahám fue a Egipto una vez, por orden de Dios, a causa del hambre que se pasaba en el país de Canaán, y volvió por segunda vez para recuperar el tesoro de familia que una sobrina de la madre de Sara había trasladado a Egipto. Aquella mujer era de la tribu de pastores de la raza de Job, que había reinado sobre una parte de Egipto. Habiendo llegado como criada, casóse con un egipcio. De ellos procedía una tribu cuyo nombre he olvidado. Una de sus hijas fue Agar, madre de Ismael, que por esto era de la misma raza que Sara. Aquella mujer había sustraído un tesoro familiar, a semejanza de Raquel, que robó los ídolos de Labán; lo había vendido en Egipto por una gran suma de dinero, yendo a parar así a las manos del Faraón y de los sacerdotes egipcios.

El tesoro era una especie de árbol genealógico de los hijos de Noé, en particular de los descendientes de Sem hasta el tiempo de Abrahám, hecho con piezas triangulares de oro sujetas unas a otras formando una balanza con sus brazos. Las placas triangulares se hallaban enfiladas; otras indicaban las ramas laterales. Sobre esas placas estaban los nombres de los miembros de la familia y toda su serie: partiendo del centro de una tapa se reunían en el platillo de la balanza cuando se hacía descender la tapa por encima. La balanza entera se podía encerrar de este modo en una caja. Las placas principales eran amarillas y grandes, mientras que las de los intervalos eran más delgadas y blancas, como la plata. Oí decir cuanto pesaba todo esto en sidos, representando una suma respetable Aunque los sacerdotes de Egipto habían relacionado diversos cálculos con este árbol genealógico, ellos estaban muy lejos de la verdad.

Mediante sus astrólogos y sus pitonisas supieron algo de la llegada de Abrahám a Egipto: supieron que era de origen noble, como su mujer, y que de ellos debía salir una descendencia muy elegida. En sus adivinaciones querían descubrir los linajes nobles para unirse a ellos por medio de casamientos. Satanás introducía de este modo el libertinaje y la crueldad para degradar los linajes más nobles que aún subsistían.

Abrahám temía que los egipcios lo mataran por causa de la belleza de Sara; por eso la hacía pasar por hermana, y esto no era mentira, pues en realidad era su hermana sanguínea por ser hija de su padre Tharé, de otra madre. El Faraón hizo llevar a Sara a su residencia para tomarla por mujer. Esto los afligió mucho y rogaron a Dios que los socorriese, y Dios castigó al rey. Todas sus esposas y la mayoría de las mujeres de la ciudad cayeron enfermas. Asustado el Faraón, indagó la causa y descubrió que Sara era mujer de Abrahán. Se la devolvió y le rogó que saliera de Egipto lo antes posible al reconocer que los dioses lo protegían.

Los egipcios eran un pueblo muy singular, por un lado eran muy orgullosos y se creían los más grandes y sabios del mundo, y por otro, increíblemente serviles y cobardes, cediendo en seguida cuando creían encontrar una fuerza superior a la suya. Esto provenía de que no estaban seguros de su ciencia y de que no conocían las cosas sino por medio de adivinaciones oscuras y equívocas, que les anunciaban toda clase de sucesos contradictorios y complejos. Cuando el acontecimiento no respondía a sus cálculos, se asustaban de inmediato, por ser muy supersticiosos e inclinados a ver lo maravilloso.

Abrahám se dirigió al Faraón muy humildemente pidiéndole trigo, como a padre de los pueblos, y le ganó la voluntad, de modo que le hizo muchos regalos. Cuando le devolvió a Sara y le rogó que abandonara el país, Abrahám le respondió que no podía salir sin antes recobrar un tesoro que le pertenecía, y le habló del árbol genealógico sustraído y llevado a Egipto. El rey reunió a los sacerdotes, y éstos consintieron en devolverlo, siempre que se les permitiera sacar una copia, cosa que Abrahám concedió sin dificultad. Hecho esto, regresó el patriarca al país de Canaán.

Vi luego varias cosas referentes a la fuente de Matarea hasta nuestra época. En tiempos de la Sagrada Familia los leprosos usaban del agua por parecer que tenía una virtud particular, la que aumentó más tarde cuando se levantó una pequeña capilla sobre la habitación de María, con una entrada junto al altar mayor para descender a una cueva donde vivió la Sagrada Familia durante algún tiempo. Vi entonces a la fuente rodeada de habitaciones, y que el agua era empleada como remedio contra la lepra: se bañaban en ella para curarse las enfermedades de la piel. Esto sucedía cuando los mahometanos eran dueños del país: los turcos tenían siempre una lámpara encendida en la iglesia, sobre la habitación de María, temiendo que les sucediera alguna desgracia si abandonaban el cuidado de la lámpara. En la época moderna vi a la fuente en pleno abandono y soledad, a gran distancia de los lugares habitados. La ciudad había desaparecido del primitivo sitio y en los alrededores crecían plantas con frutas silvestres.

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XCII
Un ángel avisa a la Sagrada Familia que abandone Egipto

He visto que la Sagrada Familia abandonaba su residencia en Egipto. Aunque Herodes había muerto hacía mucho tiempo, no pudieron regresar antes porque subsistía el peligro. La estadía en Egipto se le hacía a José insoportable porque sus habitantes practicaban la más horrible idolatría. Sacrificaban a los niños deformes, y cuando sacrificaban a los mejores creían hacer una obra más meritoria. Su culto estaba lleno de impurezas, y los mismos judíos se contagiaban, pues tenían un templo que decían ser como el de Salomón, aunque era una ridícula vanidad. Poseían una imitación del Arca de la Alianza y en ella conservaban figuras obscenas, y se dedicaban a las prácticas abominables del culto idolátrico.

No cantaban ya los Salmos, hasta que José estableció un orden perfecto en esta comunidad de Matarea.

El sacerdote egipcio que habló en favor de la Sagrada Familia en la vecina ciudad de Heliópolis, donde cayeron los ídolos, se había establecido allí con varias personas, reuniéndose a la comunidad judía.

Veía a San José ocupado en su carpintería, y cuando llegaba la hora de dejar el trabajo, estaba triste, pues no le daban el salario y no tenía nada que llevar a su casa, donde se sufrían grandes privaciones. Afligido por estas preocupaciones, José se hincó de rodillas en el campo y expuso a Dios su necesidad rogándole que acudiera en su ayuda. He visto que durante la noche se le apareció un ángel en sueños y le dijo que los que buscaban la muerte del Niño ya no existían; que se levantara y preparase lo necesario para volver a la patria por los caminos más frecuentados. Le animó asegurándole su protección para que nada temiera. José hizo conocer esta orden a María y al Niño Jesús. Ellos, obedeciendo en seguida, hicieron los preparativos con la misma rapidez con que lo hicieron cuando debieron partir para Egipto.

Cuando conocieron al día siguiente su designio de partir, muchas gentes se entristecieron por su salida, y fueron a despedirse con regalos contenidos en pequeños vasos de corteza. Se veía que su aflicción era sincera. Entre ellos había algunos judíos, aunque la mayoría eran paganos convertidos. La mayor parte de los judíos que habitaban allí habían caído de tal modo en la idolatría que era casi imposible reconocerlos por israelitas.

Algunos hubo que se alegraban de la partida de la Sagrada Familia, porque los consideraban magos que tenían por protectores a espíritus maléficos muy poderosos. Entre las personas buenas vi algunas madres con sus hijos, que habían sido compañeros de juego del Niño Jesús. Había una mujer distinguida que llevaba un pequeñuelo a quien llamaba "el hijo de María". Había deseado mucho tiempo tener hijos, y por las oraciones de María había conseguido tener esa criatura a quien llamó Deodato. Ella se llamaba Mira. Vi que daba monedas al Niño Jesús: eran pequeños trozos triangulares amarillos, blancos y pardos. El Niño Jesús, al recibirlos, miraba a su madre.

Cuando José hubo cargado el asno con las cosas necesarias se pusieron en camino acompañados por aquellos amigos. El asno era el mismo que había montado María al ir a Belén. Habían tenido también una burrita en la huida a Egipto, pero José en sus apuros tuvo que venderla.

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XCIII
Regreso de Egipto

Siguieron el camino que pasa por Heliópolis, desviándose un tanto hacia  el Mediodía en dirección de la fuente que había brotado mediante la oración de María. Aquel lugar se encontraba ahora cubierto de tupida vegetación, y el arroyo corría en torno a un jardín cuadrado, rodeado de balsameros. Este sitio tenía una entrada y era tan grande como el picadero del Duque de Dülmen. Había muchos frutales de pocos años, datileros, sicómoros y otros más, y los balsameros eran casi tan grandes como cepas de vid de mediano tamaño.

José había hecho pequeños vasos con la corteza de los árboles, elegantes, bien pulidos y untados con pez. Con frecuencia hacía recipientes para diversos usos. Arrancó hojas parecidas a las del trébol de los ramajes rojizos de los balsameros y colgó de ellos los pequeños vasos de corteza para almacenar el bálsamo que destilaban los arbustos. Al llegar a este lugar se despidieron los acompañantes en forma tierna y la Sagrada Familia permaneció allí varias horas. Vi a María lavando y secando ropa. Descansaron, llenaron sus recipientes y continuaron el viaje por las sendas más frecuentadas.

Los vi varias veces en este camino, donde no corrieron ningún peligro. El Niño Jesús, María y José llevaban, para protegerse del sol, la corteza de una planta muy grande sobre la cabeza, sujeta bajo el mentón con un paño. Jesús llevaba vestidito pardo y calzado de corteza, fabricado por José, que le cubría la mitad de los pies. María llevaba sandalias. Con frecuencia los vi inquietarse porque el Niño apenas podía andar mucho tiempo por la arena ardiente, y tenían que detenerse para sacarle la arenilla de sus zapatitos; otras veces lo hacían subir sobre el asnillo para que no se cansara demasiado.

Los vi atravesando varias ciudades o pasando cerca de otras, cuyo nombre no me acuerdo, excepto Rameses. Cruzaron un arroyo que habían atravesado al ir: este arroyo iba del Mar Rojo al Nilo. José no quería volver a Nazaret, sino más bien establecerse en Belén, su patria; pero estaba inquieto porque supo que en Judea reinaba Arquelao, también cruel y malo. He visto que al llegar a Gaza permanecieron unos tres meses. Había en Gaza muchos paganos.

Finalmente un ángel ordenó a José que volviera a Nazaret, lo que hicieron de inmediato. Santa Ana vivía aún y sabía donde habitaba la Sagrada Familia, como también lo sabían algunos parientes. El regreso de Egipto tuvo lugar en el mes de Septiembre. La edad de Jesús entonces era de ocho años menos tres semanas.

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XCIV
La Sagrada Familia en Nazaret

En la casa de Nazaret había tres divisiones. La mayor y más arreglada era para María, adonde acudían José y Jesús para el rezo en común. Cuando rezaban lo hacían de pie con las manos cruzadas sobre el pecho, y oraban en voz alta. Los he visto a menudo rezar bajo la luz de una lámpara con varias mechas. En la pared había un candelero donde brillaba una luz. Fuera de estos casos cada uno estaba en su propio compartimiento.

José trabajaba en su taller: lo vi haciendo listones, tallando palos y cepillando maderas, o transportando tirantes.

Jesús le ayudaba en estos trabajos.

María estaba de ordinario ocupada en coser y tejer con palillos, sentada, con las piernas cruzadas, y teniendo a su alcance un canastillo con los utensilios de labor.

Cada uno dormía en lugar aparte. El lecho consistía en mantas, que por la mañana eran arrolladas. He visto a Jesús haciendo toda clase de trabajos para sus padres, en la casa y en la calle, ayudando a todo el que se encontrase necesitado, con benevolencia y gracia. Cuando no ayudaba a José, se entregaba a la oración y a la meditación. Era un modelo para todos los niños de Nazaret, que lo querían bien y se guardaban mucho de disgustarle. Los padres solían decir cuando sus criaturas se portaban mal: "¿Qué dirá el hijo de José cuando sepa tu comportamiento?... ¿Querrás darle un disgusto?".

A veces llevaban a sus hijos, delante de Jesús, para reprenderlos, pidiéndoles que les dijera que no hicieran esto o aquello. Jesús recibía estas quejas con simplicidad infantil, y lleno de benevolencia les decía lo que debían hacer. A veces rezaba con ellos, solicitando a Dios fuerza para corregirse, los persuadía a que se mejorasen y pidiesen perdón a sus padres, reconociendo sus faltas.

A una hora de distancia más o menos de Nazaret, hacia Séforis, había una aldea llamada Ofna, donde vivían en tiempos de Jesucristo los padres de Juan y de Santiago el Mayor. Estos niños se encontraban con frecuencia con Jesús hasta que sus padres se trasladaron a Betsaida y ellos se entregaron al oficio de pescadores.

En Nazaret vivía una familia, parienta de Joaquín, esenia, con cuatro hijos: Cleofás, Jacobo, Judas y Jafet, unos mayores y otros menores que Jesús. Estos también eran compañeros de infancia de Jesús, y sus padres solían juntarse con la Sagrada Familia cuando marchaban a las fiestas del templo de Jerusalén. Estos cuatro hermanos fueron más tarde discípulos de Juan Bautista, y después de la muerte del Precursor pasaron a ser discípulos de Jesucristo.

Cuando Andrés y Saturnino atravesaron el Jordán, permanecieron todo el día con Jesús y más tarde fueron, como discípulos de Juan, a las bodas de Cana. Cleofás es el mismo que, en compañía de Lucas, tuvo la aparición de Jesús en Emaús. Estaba casado y vivía en Emaús. Su mujer se agregó más tarde a las santas mujeres de la comunidad cristiana.

Cuando Jesús tuvo ocho años fue por primera vez con sus padres a Jerusalén y desde entonces iba año tras año a las festividades del templo. Jesús había despertado curiosidad desde su primera aparición en el templo, entre sus amigos y entre los escribas y fariseos del templo. Se hablaba, entre los parientes y amigos de Jerusalén, del niño tan prudente y piadoso, hijo de José, llamándole admirable, tal como aquí, entre nosotros, se habla en las anuales peregrinaciones o en los encuentros de personas conocidas, de éste o aquel niño piadoso o modesto de alguna familia de campesinos.

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El Niño Jesús perdido y hallado en el Templo

De este modo tenía Jesús, cuando a los doce años se quedó en el templo, varios amigos y conocidos en Jerusalén, y no se extrañaron sus padres de no verlo al salir de Jerusalén, porque ya desde la primera hasta esta quinta vez que iba al templo siempre solía juntarse con los niños de otras familias que viajaban camino de Nazaret.

Esta vez se separó Jesús de sus acompañantes al llegar al huerto de los Olivos y ellos pensaron que lo hacía para juntarse con sus padres, que venían detrás. Jesús se dirigió a la parte de la ciudad que mira hacia Belén y se fue a aquella posada donde se detuvo la Sagrada Familia cuando se dirigía al templo para la Presentación.

Sus padres creían que estaría con los que iban a Nazaret, y éstos pensaron que se apartaba de ellos para juntarse con sus padres. Pero cuando llegaron a Gofna y advirtieron que Jesús no estaba con los viajeros, el susto de María y de José fue muy grande. De inmediato volvieron a Jerusalén, preguntando en el camino a los parientes y amigos por el Niño; pero no pudieron encontrarlo por ningún lado, pues no se había detenido donde ordinariamente solía hacerlo al ir al templo.

Jesús pasó la noche en la posada cerca de la puerta betlemítica, donde eran conocidos él y sus padres. Se juntó con otros jovencitos y se fue a dos escuelas que había en la ciudad. El primer día fue a una escuela y el segundo a la otra. El tercer día estuvo por la mañana en una escuela del templo y por la tarde en el templo mismo, donde lo encontraron finalmente sus padres. Estas escuelas eran de diversas clases y no sólo para conocer la ley y la religión: se enseñaban diversas ciencias, y la postrera de ellas estaba situada junto al templo, y era la de la cual salían los levitas y sacerdotes.

Con sus preguntas y respuestas asombró tanto el Niño Jesús a los maestros y rabinos de estas escuelas y tanto los estrechó, que éstos se propusieron a su vez humillar al Niño con los rabinos más sabios en diferentes ramas del saber humano. Con este fin se habían confabulado los sacerdotes y escribas, que al principio se habían complacido con la preparación del Niño Jesús, pero luego quedaron mortificados y querían vengarse.

Aconteció esto en el aula pública, situada en el vestíbulo del templo, delante del Santo de los Santos, en el ámbito circular, desde donde Jesús más tarde enseñó al pueblo.

Vi sentado al Niño Jesús en una gran silla, que no llenaba, y alrededor de Él había una multitud de judíos y ancianos con vestimentas sacerdotales. Escuchaban atentos, y parecía que estaba todos furiosos contra Él y por momentos creí que lo iban a maltratar.

En la parte alta de la cátedra había unas cabezas pardas como si fueran perros y en los puntos superiores lucían y relumbraban. Tales figuras y cabezas veíanse en varias mesas largas de cocina que había en la parte lateral de este recinto del templo y que estaban llenas de ofrendas. Todo el espacio era tan grande y amplio y tan lleno de gente que no parecía estarse en un templo. Como Jesús hubiese aducido en las otras escuelas toda clase de ejemplos de la naturaleza, de las artes y de las ciencias en sus respuestas y explicaciones, se habían reunido aquí maestros en todas esas diversas asignaturas.

Cuando ellos comenzaron a preguntarle y a disputar en particular con Jesús sobre estas materias, Él dijo que no pertenecía esto al lugar del templo; pero que también quería satisfacerlos en esto por ser tal la voluntad de su Padre. Como ellos no comprendían que hablaba de su Padre celestial, pensaron que José le había dicho que hiciera alarde de toda su ciencia delante de los sacerdotes.

Jesús comenzó a responder y a enseñar sobre medicina describiendo el cuerpo humano y diciendo cosas que no conocían ni los más entendidos en la materia. Habló asimismo de astronomía, de arquitectura, de agricultura, de geometría y de matemática. Luego pasó a la jurisprudencia.

De este modo todo lo que iba ofreciendo lo aplicaba tan bellamente a la ley, a las promesas, a las profecías, al templo y a los misterios del culto y del sacrificio, que unos estaban admirados sobremanera, mientras otros estaban avergonzados y disgustados. Así discurrieron, hasta que todos se molestaron mucho especialmente al oír cosas que jamás habían sabido ni entendido o que interpretaban de muy diferente manera.

Hacía algunas horas que Jesús estaba enseñando cuando entraron en el templo José y María, y preguntaron por su Hijo a los levitas que los conocían. Estos dijeron que estaba en el atrio con los escribas y sacerdotes, y no siendo éste lugar accesible para ellos, enviaron a un levita en busca de Jesús. Mas Jesús les hizo decir que primero quería terminar su trabajo.

La circunstancia de no acudir afligió mucho a María: era la primera vez que les daba a entender que había para Él otros mandatos fuera de los de sus padres terrenales.

Continuó enseñando aún no menos de una hora, y cuando todos se vieron refutados, confundidos en sus preguntas capciosas, dejó el aula y se llegó al vestíbulo de Israel y de las mujeres. José, tímido, callaba, lleno de admiración. María se acercó a Él, diciéndole: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?... He aquí que tu padre y yo te hemos buscado con tanto dolor". Jesús estaba todavía muy serio, y dijo: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre?..." Esto no lo entendieron y regresaron con Él de inmediato.

Los que habían oído tales palabras estaban asombrados y quedaron mirándolo. Yo estaba llena de temor: me parecía que iban a echarle mano, porque estaban llenos de encono contra el Niño. Me admiré que dejasen partir tranquilamente a la Sagrada Familia, porque le abrieron ancho camino en medio de la muchedumbre apiñada en el lugar. La doctrina de Jesús excitó fuertemente la atención de los escribas: algunos anotaron sus dichos como algo notable y se hacían toda clase de comentarios y murmuraciones acerca del particular.

Pero todo lo acontecido en el templo se lo guardaron entre sí, tergiversando las cosas y calificando al Niño de intruso y atrevido, a quien habían corregido: que sin duda tenía mucho talento, pero que eran cosas que había que pensarlas mejor.

Vi a la Sagrada Familia salir de nuevo de Jerusalén y reunirse con dos mujeres y algunos niños que yo no conocía, pero que parecían ser de Nazaret. Fueron por diversos lugares alrededor de Jerusalén, por varios caminos, por el Monte de los Olivos, deteniéndose acá y allá, en los hermosos y verdes lugares de recreo, y orando con las manos cruzadas sobre el pecho. Los vi cruzar un gran puente sobre un arroyo. El caminar y el orar del pequeño grupo me recordaba vivamente una peregrinación.

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XCV
Fiesta en casa de Ana

Cuando Jesús estuvo de vuelta en Nazaret, vi en la casa de Ana una gran  fiesta, a la cual asistieron todos los jóvenes y niñas de los parientes y amigos. No sé si sería una fiesta por el hallazgo del Niño Jesús u otra solemnidad acostumbrada al regreso de la Pascua o la conmemoración del duodécimo aniversario de los hijos que solía celebrarse.

Jesús estaba allí como el principal festejado. Encima de las mesas estaban tendidas bellas enramadas y colgaban sobre ellas guirnaldas de hojas de vid y espigas, y los niños llevaban uvas y panecillos. Estaban presentes treinta y tres niños, todos futuros discípulos de Jesús, lo que guardaba referencia con los años de vida de Jesús.

Enseñó Jesús y contó a esos niños, durante la fiesta, una muy maravillosa y poco comprendida parábola de unas bodas donde el vino se convertiría en sangre y el pan en carne, y que ésta quedaría con los convidados hasta el fin del mundo para consuelo, fortaleza y vínculo de unión. Dijo también a un joven llamado Natanael, pariente suyo: "En tus bodas estaré presente". A partir de este año duodécimo de su vida, Jesús fue siempre como el maestro de sus compañeros de infancia. A menudo estaba sentado con ellos refiriéndoles algo y paseando al aire libre. Más tarde comenzó a ayudar a José en su oficio.

Era el Salvador de figura delgada y delicada, de rostro largo, ovalado y reluciente, de color sano, aunque pálido. El cabello, muy liso y rubio encendido, caíale en crenchas por la alta y serena frente sobre los hombros. Vestía larga túnica gris pardusca, que le llegaba hasta los pies; las mangas eran un tanto abiertas cerca de las manos.

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XCVI
Muerte de San José

Cuando Jesús se acercaba a los treinta años, José se iba debilitando cada vez más, y vi a Jesús y a María muchas veces con él. María sentábase a menudo en el suelo, delante de su lecho, o en una tarima redonda baja, de tres pies, de la cual se servía en algunas ocasiones como de mesa. Los vi comer pocas veces: cuando traían una refección a José a su lecho era ésta de tres rebanadas blancas como de dos dedos de largo, cuadradas, puestas en un plato o bien pequeñas frutas en una taza. Le daban de beber en una especie de ánfora.

Cuando José murió, estaba María sentada a la cabecera de la cama y le tenía en brazos, mientras Jesús estaba junto a su pecho. Vi el aposento lleno de resplandor y de ángeles. José, cruzadas las manos en el pecho, fue envuelto en lienzos blancos, colocado en un cajón estrecho y depositado en la hermosa caverna sepulcral que un buen hombre le había regalado.

Fuera de Jesús y María, unas pocas personas acompañaron el ataúd, que vi, en cambio, entre resplandores y ángeles. Hubo José de morir antes que Jesús pues no hubiera podido sufrir la crucifixión del Señor: era demasiado débil y amante.

Padecimientos grandes fueron ya para él las persecuciones que entre los veinte y treinta años tuvo que soportar el Salvador, por toda suerte de maquinaciones de parte de los judíos, los cuales no lo podían sufrir: decían que el hijo del carpintero quería saberlo todo mejor y estaban llenos de envidia, porque impugnaba muchas veces la doctrina de los fariseos y tenía siempre en torno de Sí a numerosos jóvenes que le seguían.

María sufrió infinitamente con estas persecuciones. A mí siempre me parecieron mayores estas penas que los martirios efectivos. Indescriptible es el amor con que Jesús soportó en su juventud las persecuciones y los ardides de los judíos. Como iba con sus seguidores a la fiesta de Jerusalén, y solía pasear con ellos, los fariseos de Nazaret lo llamaban vagabundo. Muchos de estos seguidores de Cristo no perseveraban y le abandonaban.

Después de la muerte de José, se trasladaron Jesús y María a un pueblito de pocas casas entre Cafarnaúm y Betsaida, donde un hombre de nombre Leví, de Cafarnaúm, que amaba a la Sagrada Familia, le dio a Jesús una casita para habitar, situada en lugar apartado y rodeada de un estanque de agua.

Vivían allí mismo algunos servidores de Leví para atender los quehaceres domésticos; la comida la traían de la casa de Leví. A este pueblito se retiró también el padre del apóstol Pedro cuando entregó a éste su negocio de pesca en Betsaida.

Jesús tenía entonces algunos adeptos de Nazaret, pero se apartaban con facilidad de Él. Jesús ya iba con ellos alrededor del lago y a Jerusalén a las fiestas del templo. La familia de Lázaro, de Betania, ya era conocida de la Sagrada Familia. Leví le había entregado esa casa para que Jesús pudiera refugiarse allí con sus discípulos sin ser molestado. Había entonces en torno del lago de Cafarnaúm una comarca muy fértil, con hermosos valles, y he visto que recogían allí varias cosechas al año: el aspecto era hermoso por el verdor, las flores y las frutas. Por eso muchos judíos nobles tenían allí sus casas de recreo, sus castillos y sus jardines; también Herodes tenía una residencia.

Los judíos del tiempo del Señor no eran como los judíos de otros tiempos; éstos, a causa del comercio con los paganos, estaban muy pervertidos. A las mujeres no se las veía de ordinario en público ni en los campos, a no ser las muy pobres que recogían las espigas de trigo. Se las veía, en cambio, en peregrinaciones a Jerusalén, y en otros lugares de oración. El comercio y la agricultura se hacían principalmente por medio de los esclavos y sirvientes.

He visto todas las ciudades de Galilea, y allí donde ahora veo apenas dos o tres Pueblitos, entonces un centenar estaba lleno de gente en movimiento. María Cleofás, que con su tercer marido, padre de Simeón de Jerusalén, vivía hasta ahora en la casa de Ana, cerca de Nazaret, al dejar María y José su casa de Nazaret, se trasladó a esa casa con su hijo Simeón, mientras sus criados y parientes quedaban en la de Ana.

Cuando en este tiempo Jesús se dirigió desde Cafarnaúm, a través de Nazaret, hacia Hebrón, fue acompañado por María hasta Nazaret, donde quedó esperando su vuelta. María solía acompañar a su Hijo con mucho cariño en estos cortos viajes. Acudieron allí José Barsabas, hijo de María Cleofás, habido con su segundo marido Sabas, y otros tres hijos de su primer marido Alfeo: Simón, Santiago el Menor y Tadeo, los cuales ejercían oficios fuera de casa. Todos iban para consolarse con la vista de María y consolarla de la muerte de José, y para ver de nuevo a Jesús, a quien no habían vuelto a ver desde su infancia.

Habían oído comentar las palabras de Simeón en el templo y la profecía de Ana en ocasión de la Presentación de Jesús en el templo; pero apenas si las creían y por esto se unieron a Juan el Bautista, que había hecho su aparición en esos lugares.

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Algunas de las visiones al completo de Ana Catalina Emerich en exclusiva en este Dominio Web:
Profecías de Ana Catalina Emerich
Infancia de La Virgen María

Nacimiento de Jesús
Adoración de los Reyes al Niño Dios
Infancia del Niño Jesús

(Publicación en unos días) Vida Pública de Jesús

La Última Cena de Jesús
Oración de Jesús en el Huerto
Prendimiento de Jesús
Juicio contra Jesús
Jesús es ultrajado y condenado a muerte
Jesús con la Cruz camino al Calvario
Crucifixión de Jesús
Muerte y Sepultura de Jesús
Resurrección de Jesús
 
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