Pasión,
Muerte y Resurrección de Jesús
Jesús
con la Cruz
camino al Calvario
Visiones de la
recientemente declarada
Beata
Ana
Catalina Emmerick
En proceso de canonización
XIX
Jesús con la Cruz
a cuestas
Retazos
de "La Pasión de Cristo" en Flash
Cuando Pilatos salió del tribunal, una parte de los soldados le
siguió, y se formó delante del palacio; una
pequeña
escolta se quedó con los condenados. Veintiocho fariseos
armados, entre los cuales estaban los seis enemigos de Jesús que
habían estado presentes en su arresto en el Huerto de Los
Olivos, vinieron
a caballo para
acompañar al suplicio a Nuestro Redentor. Los
alguaciles lo condujeron al medio de la plaza, donde vinieron esclavos
a echar la Cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente
atados a la pieza principal con cuerdas. Jesús se
arrodilló cerca de ella, la abrazó y la besó tres
veces, dirigiendo a su Padre acciones de gracias por la
Redención del género humano. Como los sacerdotes paganos
abrazaban un nuevo altar, así Nuestro Salvador abrazaba su Cruz.
Los solados colocaron con gran esfuerzo sobre el hombro
derecho la carga pesada de la Cruz, con mucho dolor para Jesús.
Vi
ángeles invisibles ayudarle, pues sino, no hubiera podido
levantarla. Mientras Jesús oraba, pusieron sobre el pescuezo a
los dos ladrones las piezas traveseras de sus cruces, atándoles
las manos a ellas; las grandes piezas las llevaban los esclavos. La
trompeta de la
caballería de Pilatos tocó; uno de los fariseos a caballo
se acercó a Jesús, arrodillado bajo su carga y le dijo:
"Ahora se acabaron las bellas palabras, ¡arriba!". Lo levantaron
con violencia y sintió asentarse sobre sus hombros todo el peso
que nosotros deberemos llevar después de Él, según
sus santas palabras; y entonces
comenzó la marcha triunfal del Rey de Reyes, tan ignominiosa
sobre la tierra y tan gloriosa en el cielo.
Habían atado dos cuerdas a la punta trasera del árbol de
la cruz
que debía arrastras por el suelo, pero dos soldados a caballo la
mantenían en el aire; otros cuatro
tenían cuerdas atadas a la cintura de Jesús. El Salvador,
temblaba bajo su peso,
me recordó a Isaac, llevando a la montaña la leña
para
su sacrificio. La trompeta de Pilatos dio la señal de marcha,
porque
el gobernador en persona quería ponerse a la cabeza de un
destacamento para impedir todo movimiento tumultuoso. Iba a caballo con
sus armaduras,
rodeado de sus oficiales y de la tropa de caballería.
Detrás
venía un cuerpo de
trescientos hombres de infantería, todos de la frontera de
Italia
y de Suiza. Delante se veía una trompeta que tocaba en todas las
esquinas
y proclamaba la sentencia. A pocos pasos seguía una multitud de
hombres
y de chiquillos, que traían cordeles, clavos, cuñas y
cestas
que contenían diferentes objetos; otros, más robustos,
traían
los palos, las escaleras y las piezas principales de las cruces de los
dos
ladrones.
Detrás se veían algunos fariseos a caballo y un joven que
llevaba
sobre el pecho la inscripción que Pilatos había ordenado
escribir
para
la Cruz. Este llevaban también en la punta de un palo la corona
de
espinas
de Jesús, que no habían querido dejarle sobre la cabeza
mientras
cargaba la Cruz. Este joven no parecía tan malvado como el resto.
Al final venía Nuestro Señor, los pies desnudos y
ensangrentados, abrumado bajo el peso de la Cruz, temblando, lleno de
llagas y heridas, debilitado
por la pérdida de la sangre y por no haber comido ni bebido nada
desde la víspera, devorado de calentura y de sed y asaeteado por
dolores infinitos.
Con la mano derecha sostenía la Cruz sobre su hombro derecho;
con su
mano izquierda, exhausta, hacía de cuando en cuando esfuerzos
para levantarse su larga túnica, con la que tropezaban sus pies
heridos. Cuatro soldados tenían a grande distancia la punta de
los
cordeles atados a la cintura; los dos de delante le tiraban; los
dos que seguían le empujaban, de suerte que no podía
asegurar su paso. Sus manos estaban heridas por las cuerdas con las que
se las habían atado; su cara estaba ensangrentada e hinchada; su
barba y sus cabellos manchados de sangre; el peso de la Cruz y las
cadenas apretaban contra su Cuerpo la túnica de lana, que se
pegaba a sus llagas y las abría. A su derredor no había
más que
irrisión y crueldad; mas su boca rezaba y sus ojos perdonaban.
Detrás de Jesús iban los dos ladrones, llevados
también por cuerdas, con los brazos atados a los
travesaños de sus cruces separados del pie. No tenían
más vestidos que un largo delantal; la parte superior del cuerpo
la llevaban cubierta con una especie de escapulario sin mangas abierto
por ambos lados y en la cabeza un gorro de paja. El buen ladrón
estaba tranquilo mientras que el otro no cesaba de protestar y quejarse.
La mitad de los fariseos a caballo cerraba
la marcha; algunos de ellos corrían acá y allá
para mantener el orden. A una distancia bastante grande venía la
escolta de Pilatos: el gobernador romano tenía su uniforme de
batalla; en medio de sus oficiales, precedido de un escuadrón de
caballería, y seguido de trescientos infantes, atravesó
la plaza y entró en una calle bastante ancha. Se movían
por la ciudad para prevenir una insurrección popular.
Jesús fue
conducido por una calle estrecha, dando un rodeo, para no estorbar a la
gente que iba
al Templo ni a la tropa de Pilatos. La mayor parte del pueblo se
había dispersado, después de haber condenado a
Jesús. Una gran parte de los judíos se fueron a sus casas
o al Templo a fin de terminar los preparativos para el sacrificio del
cordero pascual; sin embargo, la multitud era todavía numerosa y
se
precipitaban desordenadamente para
ver pasar la triste procesión. La escolta romana impedía
que se acercasen excesivamente, así que los curiosos
tenían que dar la vuelta por otras calles transversales y correr
delante de ellos para verles pasar. Casi todos ellos llegaron antes que
Jesús al Calvario.
La calle por donde pasaba Jesús era muy estrecha y muy sucia;
tuvo mucho que sufrir pasando por ella, porque los esclavos lo
atormentaban tirando de las cuerdas; el pueblo lo injuriaba desde las
ventanas, los
esclavos le tiraban lodo e inmundicias y hasta los niños
traían piedras
en sus vestidos para tirárselas o echarlas bajo los pies del
Salvador.
XX
Primera
caída de Jesús bajo la Cruz
La
calle, poco antes de su fin, tuerce a la izquierda, se ensancha y sube;
por ella pasa un acueducto subterráneo, que viene del
monte de Sión. Antes de la subida hay un hoyo, que tiene con
frecuencia agua y lodo cuando llueve, por cuya razón han puesto
una piedra grande para facilitar el paso. Cuando llegó
Jesús a este sitio, ya no podía andar; como los solados
tiraban de Él y lo empujaban sin misericordia, cayó a lo
largo contra esa piedra y la Cruz cayó a su lado. Los verdugos
se detuvieron, llenándolo de imprecaciones y pegándole;
en
vano Jesús tendía la mano para que le ayudasen,
exclamando:
"¡Ah, presto se acabará todo!", y rogó por sus
verdugos;
mas los fariseos gritaron: "¡Levantadlo, si no morirá en
nuestras manos!". A los dos lados del camino había mujeres
llorando y niños asustados. Sostenido por un socorro
sobrenatural, Jesús levantó la cabeza y aquellos hombres
atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron la corona de
espinas. Habiéndolo levantado, le cargaron la Cruz nuevamente
sobre los
hombros, y a causa de la corona hubo de ladear la cabeza, con dolores
infinitos, para poder
colocar sobre su hombro el peso de la Cruz con que estaba cargado y
así continuó su camino, cada vez más duro.
XXI
Jesús
encuentra a su Santísima Madre – Segunda caída
La
dolorosa Madre de Jesús había salido de la plaza
después de pronunciada la sentencia inicua, acompañada de
Juan y de algunas mujeres, había recorrido muchos sitios
santificados por los padecimientos de Jesús; pero cuando el
sonido de la trompeta, el ruido del pueblo y la escolta de Pilatos
anunciaron la marcha hasta el Calvario, no pudo resistir al deseo de
ver todavía a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la
condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía
pasar: se fueron
a un palacio, cuya puerta daba a la calle, donde entró la
escolta
después de la primera caída de Jesús; era, si no
me
equivoco, la residencia del Sumo Pontífice Caifás, cuyo
Tribunal está en la llanura de Sión.
Juan
obtuvo de un criado o portero compasivo el permiso de ponerse en la
puerta
con María y los que la acompañaban: José de
Arimatea, Susana, Juana Chusa y salomé de Jerusalén.
La Madre de Dios estaba pálida y con los ojos enrojecidos de
tanto llorar y cubierta enteramente de una capa gris parda azulada. Se
oía ya el ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta y la
voz del pregonero, publicando la sentencia en las esquinas. El criado
abrió la puerta, el ruido era cada vez más fuerte y
espantoso. María se arrodilló y oró
fervientemente; luego dijo a Juan volviéndose: "¿Me
quedo? ¿Debo irme? ¿Cómo podré
soportar este
espectáculo?"
Juan le respondió: "Si no te quedas a verlo pasar luego
lamentarás no haberlo hecho". Al fin salieron a la puerta con
los ojos fijos en la procesión que aún estaba distante,
pero que avanzaba poco a poco. La gente no se ponía delante sino
detrás y a los lados. La escolta estaba a ochenta pasos. Cuando
los que llevaban los
instrumentos de suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante,
la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las
manos, y uno de esos hombres preguntó: "¿Quién es
esa mujer que se lamenta?" y otro respondió: "Es la Madre del
Galileo". Los miserables al oír tales palabras,
llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaban con el
dedo
y uno de ellos tomó en sus manos los clavos con que
debían
clavar a Jesús en la Cruz y se los presentó a la Virgen
en
tono de burla. Pero María miraba a Jesús que se acercaba
y se
agarró
al pilar de la puerta para no caerse, pálida como un
cadáver, con los labios azules. Los fariseos pasaron a caballo,
después
el niño que llevaba la inscripción, detrás su
Santísimo
Hijo Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la Cruz,
inclinando sobre su hombro la cabeza coronada de espinas. Echó
sobre
su Madre una
mirada de compasión y habiendo tropezado cayó por
segunda
vez sobre sus rodillas y sobre sus manos.
María, en medio de la violencia de su dolor, no vio ni soldados
ni verdugos; no vio más que a su querido Hijo; se
precipitó desde la puerta de la casa en medio de los soldados
que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado y se
abrazó a Él. Yo oí estas palabras: "¡Hijo
mío!" y "¡Madre mía!". Pero no sé si
realmente fueron pronunciadas, o sólo las oí en mi
pensamiento. Hubo un
momento de desorden y confusión: Juan y las santas mujeres
querían levantar
a María. Los alguaciles la injuriaban; uno de ellos le dijo:
"Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí? Si lo hubieras
educado mejor, no estaría ahora en nuestras manos". Algunos
soldados
sin embargo tuvieron compasión y, aunque se vieron obligados a
separar a la Santísima Virgen, ninguno le puso las manos encima.
Juan y las santas mujeres la rodearon y condujeron
atrás a la misma puerta, donde la vi caer sobre sus rodillas y
dejar en la piedra angular la impresión de sus manos. Esta
piedra, que era muy dura, fue transportada a la primera Iglesia
Católica, cerca de la piscina de Betseda, en el episcopado de
Santiago el Menor. Los discípulos se llevaron a la Madre de
Jesús al interior de la casa y cerraron la puerta. Mientras
tanto, los alguaciles levantaron a
Jesús y habiéndole acomodado de otro modo la Cruz sobre
sus hombros. Los brazos de la Cruz se habían desatado, uno de
ellos había resbalado y era con la que Jesús había
tropezado. Jesús llevaba la Cruz ahora de tal modo que, por
detrás, todo el peso de la Cruz arrastraba por el suelo. Yo vi
acá y allá, en medio de la multitud que seguía la
comitiva profiriendo maldiciones e injurias; a lagunas mujeres con
velos y derramando lágrimas. Le empujaron a Jesús con
mucha crueldad para que siguiese adelante.
XXII
Simón
Cirineo – Tercera caída de Jesús
Recorrieron
un tramo más de cale y llegaron
a la cuesta de una muralla vieja interior de la ciudad. Delante de
ella hay una plaza abierta, de donde salen tres calles. En esa plaza,
Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y
cayó; la Cruz se deslizó de su hombro, quedó a su
lado y ya no se pudo levantar.
Algunas personas bien vestidas que pasaban para ir al Templo,
exclamaron llenas de compasión: "¡Ah, mira este pobre
hombre, está agonizando!". Pero sus enemigos no tenían
piedad de Él. Esto causó un tumulto y retraso; no
podían poner a
Jesús en pie y los fariseos dijeron a los soldados: "No
llegará vivo si no buscáis a un hombre que le ayude a
llevar la Cruz". Vieron a poca distancia un pagano, llamado
Simón el Cirineo, acompañado de sus tres hijos, que
llevaba
debajo del brazo un haz de ramas menudas, pues era jardinero y
venía de trabajar en los jardines situados cerca de la muralla
oriental de la ciudad. Estaba atrapado en medio de la multitud y los
soldados, habiendo reconocido por su vestido
que era un pagano y un obrero de la clase inferior, lo agarraron y le
mandaron que ayudara al Galileo a llevar su Cruz. Primero
rehusó, pero tuvo que ceder a la fuerza. Sus hijos lloraban y
gritaban y algunas mujeres que los conocían, se hicieron cargo
de ellos.
Simón
sentía mucho disgusto y vejación por tener que caminar
junto a un hombre en tan deplorable estado
como en el que se hallaba Jesús: sucio, herido y su ropa toda
llena de lodo. Mas
Jesús lloraba y le miraba con ternura, de modo que Simón
se sintió conmovido. Le ayudó a levantarse y al instante
los alguaciles ataron sobre
sus hombros uno de los brazos de la Cruz. Él seguía a
Jesús detrás, que se sentía aliviado de su carga.
Se pusieron
otra vez en marcha. Simón era un hombre robusto, de cuarenta
años; sus hijos llevaban vestidos de color rojo. Dos eran
ya crecidos, se llamaban Rufo y Alejandro: se reunieron después
a los discípulos de Jesús. El tercero era más
pequeño y lo he visto viviendo con San Esteban, aún
niño.
Simón no llevó mucho tiempo la Cruz sin sentirse
penetrado de compasión y profundamente tocado por la gracia.
XXIII
La
Verónica y el Sudario
La
escolta entró en una calle larga que torcía un poco a la
izquierda, y que estaba cortada por otras transversales. Muchas
personas bien vestidas se dirigían al templo; pero algunas se
retiraban a la vista de Jesús, por el temor farisáico de
contaminarse; otras mostraban alguna compasión de sus
sufrimientos. Habían
andado unos doscientos pasos desde que Simón ayudaba a
Jesús a llevar la Cruz, cuando una mujer de elevada estatura y
de aspecto majestuoso, llevando de la mano a una niña,
salió de una bella casa situada a la izquierda y se puso
a caminar delante de la procesión. Era Serafia, mujer de Sirac,
miembro del Consejo del Templo,
quien desde ese instante la conocieron por Verónica, de Vera e
Icon (verdadero retrato), a
causa de lo que hizo en ese día.
Serafia había preparado en su casa un excelente vino
aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber
al Señor para refescarlo en su camino de dolor. Cuando la vi por
vez primera
iba envuelta en un largo velo llevando de la mano a una niña de
nueve años que había adoptado y del otro brazo le colgaba
un lienzo; la
niña escondía, al
acercarse la escolta, el vaso lleno de vino. Los que iban delante
quisieron apartarla, mas ella se abrió paso en medio de la
multitud, de los soldados y de los alguaciles y llegando hasta
Jesús, se arrodilló, y le presentó el lienzo
extendido diciendo: "Permitidme que limpie la cara de mi Señor".
El Señor tomó el paño con su mano izquierda,
enjugó con él su cara ensangrentada y se lo
devolvió,
dándole las gracias. Serafia, después de haberlo besado,
lo metió debajo de su capa y se levantó. La niña
levantó tímidamente el vaso de vino hacia Jesús,
pero los soldados no permitieron que bebiera.
La osadía de la Verónica y su prontitud en esta
acción había
sorprendido a los soldados y excitado
un movimiento en la multitud, por lo que se paró la escolta como
unos
dos minutos.
Verónica había podido presentarle el sudario a
Jesús. Los fariseos
y los alguaciles, irritados de esta parada, y sobre todo, de este
homenaje público, rendido al Salvador, pegaron y maltrataron a
Jesús, mientras Verónica entraba corriendo en su casa.
Apenas
había penetrado en su cuarto, extendió el sudario sobre
la mesa que tenía delante y cayó de rodillas casi sin
conocimiento. La
niña se arrodilló a su lado llorando. Una conocida que
venía a verla la halló así al lado del lienzo
extendido, donde la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada
de un modo maravilloso. Se sorprendió con este milagro, e hizo
volver en sí a Verónica mostrándole el
sudario delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo:
"Ahora puedo morir feliz, pues el Señor me ha dado un
recuerdo de Sí mismo". Este sudario era de lana fina, tres veces
más largo
que ancho y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era
costumbre ir con un sudario semejante a socorrer a los afligidos o
enfermos, o a limpiarles la cara en señal de dolor o de
compasión. Verónica guardó siempre el sudario en
la
cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Virgen, y
después para la Iglesia
por intermedio de los Apóstoles.
XXIV
Las
hijas
de Jerusalén llorosas - Cuarta y quinta caídas
La
escolta estaba todavía a cierta distancia de la puerta, situada
en la dirección del sudoeste. Para llegar a ella hay que pasar
bajo una bóveda, por encima de un puente y luego por debajo de
otra bóveda. A la izquierda de la puerta, la muralla de la
ciudad se dirige hacia el sur y rodea el monte Sión. Al
acercarse a la puerta los
alguaciles empujaron brutalmente a Jesús en medio de un lodazal.
Simón Cirineo quiso evitar el lodazal y, ladeado la
Cruz, Jesús cayó por cuarta vez, ahora en el lodo.
Entonces, en medio de
sus lamentos, dijo con voz inteligible: "¡Ah Jerusalén,
cuánto te he amado! ¡He querido juntar a tus hijos como la
gallina cobija
a sus polluelos bajo sus alas y tú me echas tan cruelmente
fuera
de tus puertas!". Al oír estas palabras, los fariseos le
insultaron de nuevo y pegándole lo arrastraron para sacarlo del
lodo. Simón Cirineo se indignó tanto de ver esta
crueldad, que exclamó: "¡Si no cesáis en vuestros
ultrajes, suelto
la Cruz, aunque me matéis también a mí!".
Al salir de la puerta se ve un camino estrecho y pedregoso, que se
dirige al Monte Calvario. El camino principal del cual se parta aquel,
se divide en tres a cierta distancia: el uno tuerce a la izquierda y
conduce a Belén por el valle de Sión; el otro se dirige
al occidente y llega has Emaús y Jope; el tercero rodea el
Calvario y finaliza en la puerta del Ángulo, que conduce a
Betsur. Desde esta puerta por donde salió Jesús, se puede
ver la de Belén. Habían puesto en el lugar por donde
comienza el camino al Calvario, una tabla anunciando la muerte de
Jesús y los dos ladrones. Cerca de este punto había una
multitud de mujeres que lloraban
y gemían. Eran vírgenes y pobres mujeres de
Jerusalén con sus niños en brazos, que habían ido
delante de la procesión; otras habían venido para la
Pascua, desde Belén,
de
Hebrón y de otros lugares circunvecinos.
Jesús
desfalleció; Simón se acercó a Él y le
sostuvo, impidiendo así que se cayera del todo al suelo. Esta es
la
quinta caída de Jesús bajo la Cruz. A vista de su
cara tan desfigurada y tan llena de heridas, las mujeres comenzaron a
llorar y dar lamentos
y, según la costumbre de los judíos, le presentaron
sus lienzos para que se limpiase el rostro. El Salvador se
volvió hacia
ellas y les dijo: "Hijas de Jerusalén, no lloréis por
mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos, pues
vendrá un tiempo en que se dirá: "¡Felices las
estériles y las entrañas que no han engendrado y los
pechos que no han dado de mamar". Entonces empezarán a decir a
los montes: "¡Caed sobre nosotros!" y a las alturas:
"¡Cubridnos, pues! Si así se trata al leño verde,
¿qué se hará con el seco?". Después les
dirigió unas palabras de consuelo que he olvidado. En este sitio
se detuvieron durante unos momentos. Los que llevaban los instrumentos
de suplicio se fueron al
monte Calvario, seguidos de cien soldados romanos
de la escolta de Pilato, quien les seguía de lejos, pero al
llegar a la puerta, se volvió
al interior de la ciudad.
XXV
Jesús
sobre el Gólgota - Sexta y séptima caídas
Se pusieron en
marcha. Jesús, doblado bajo su
carga y bajo los golpes de los verdugos, subió con mucho trabajo
el rudo camino que se dirigía al norte, entre las murallas de la
ciudad y el monte Calvario. En el sitio en donde el camino tuerce al
mediodía se cayó por sexta vez y esta caída fue
muy dolorosa. Los golpes y empujones que aquí le dieron fueron
los más brutales, llegando
a su colmo. El Salvador llegó a la roca del Calvario, donde
cayó por séptima vez. Simón Cirineo, maltratado
también y agobiado por el cansancio, estaba lleno de
indignación y piedad; pese a la fatiga hubiera querido seguir
aliviando todavía a
Jesús, pero los alguaciles lo echaron, llenándole de
injurias. Se reunió poco tiempo después a los
discípulos.
Echaron también a toda la gente que había venido por
curiosidad.
Los fariseos a caballo habían seguido caminos cómodos,
situados al lado occidental del Calvario; desde esa altura se puede ver
por encima de los muros de la ciudad. El llano que hay en la
elevación, el sitio del suplicio, es de forma circular y
está rodeado de un
terraplén cortado por cinco caminos; este es al parecer un
número usual en muchos sitios del país, en los cuales se
baña, se
bautiza,
en la piscina de Betseda: muchos pueblos tienen también cinco
puertas.
Hay en esto, como en todo lo de la Tierra Santa, una profunda
significación profética, a causa
de
la abertura de los cinco medios de salvación en las cinco llagas
del
Salvador.
Los fariseos a caballo se pararon delante de la llanura al
lado
occidental de la montaña, donde la cuesta es suave; el lado por
donde conducen a los
condenados,
es áspero y arduo. Cien soldados romanos se hallaban
alrededor
del llano dispersos acá y allá. Algunos estaban con los
dos ladrones, que no habían sido conducidos al llano, para dejar
el lugar libre; pero a quienes habían dejado recostar en el
suelo un poco más abajo, dejándoles los brazos atados a
los traveseros de las cruces. Los soldados los vigilaban mientras mucha
gente, la mayor parte de baja clase, extranjeros,
esclavos,
paganos, muchas mujeres y todos los que no temían
contaminarse, rodeaban
el llano o las elevaciones
próximas.
Eran las doce menos cuarto cuando Nuestro Señor llevando su Cruz
sufrió la última
caída llegó al lugar donde iba a ser crucificado y
echaron a Simón. Los bárbaros tiraron de Jesús
para levantarlo; desataron los diversos trozos de la Cruz y los
depositaron en el suelo. ¡Qué doloroso espectáculo
representaba el Salvador allí de pie, en el sitio de su
suplicio, tan triste, tan pálido, tan destrozado, tan
ensangrentado! Los alguaciles lo tiraron al suelo para medirlo y
burlándose e insultando a
Jesús,
le decían: "Rey de los judíos, deja que vamos a componer
tu
trono".
Pero Él mismo se acostó sobre la Cruz y lo extendieron
para
tomar la medida para los soportes de sus pies y sus manos; en seguida
lo condujeron setenta pasos al norte, a una
especie
de hoyo abierto en la roca, que parecía un silo: lo
empujaron
tan brutalmente, que se hubiera roto las rodillas contra la piedra, si
los
ángeles no lo hubiesen socorrido. Le oí gemir de dolor,
de un modo
que
partía el corazón. Cerraron la entrada y dejaron
centinelas fuera, mientras los esclavos continuaban los preparativos
para la crucifixión.
En medio del llano circular
estaba
el punto más elevado de la roca del Calvario; era un
montículo redondeado,
de dos pies de altura, al cual se subía por unos escalones.
Los esclavos abrieron
en ella tres hoyos, adonde debían plantarse las tres cruces, y
pusieron a derecha e izquierda las cruces de los dos ladrones, excepto
las piezas transversales, a las cuales ellos tenían las manos
atadas, y que fueron fijadas después sobre la pieza principal.
Situaron la Cruz de Jesús en el lugar donde debían
situarla, de modo que después pudieran levantarla sin dificultad
para dejarla caer dentro del agujero. Clavaron los dos brazos y el
pedazo de madera para sostener los pies. Horadaron la madera para meter
los clavos y colgar la inscripción. Hicieron incisiones para la
cabeza y la espalda de Nuestro Señor, a fin de que todo su
Cuerpo fuese sostenido por la Cruz y no colgado, y que todo el peso no
dependiera de las manos, ya que entonces podrían abrirse y
llegar la muerte más rápido de lo deseado. Clavaron
estacas en la tierra y fijaron en ellas un madero que debía
servir de apoyo a las cuerdas para levantar la Cruz, e hicieron, en
fin, otros preparativos similares.
XXVI
María
y las santas mujeres van al Calvario
La
afligida Madre, fue recogida sin conocimiento por Juan y las Santas
mujeres después de su doloroso encuentro con Jesús
portando la Cruz;
habíase retirado a casa de Lázaro, cerca de la puerta del
Ángulo donde estaban reunidas Marta, Magdalena y otras
santas mujeres; diecisiete
de ellas abandonaron la casa para seguir a Jesús en el camino de
la Pasión, es decir, para seguir cada paso que Él hubiera
dado en su penoso avance. Las
vi cubiertas con sus
velos
ir a la plaza sin
hacer caso de las injurias del pueblo, besar el suelo
en
donde Jesús había cargado con la Cruz y así seguir
adelante
por todo el camino que Él había seguido. María
buscaba los
vestigios
de sus pasos e
interiormente iluminada mostraba
a sus compañeras los sitios consagrados
por
alguna circunstancia dolorosa de Jesús. De
este modo la devoción
más
tierna de la Iglesia fue escrita por la primera vez en el
corazón maternal
de María con la espada que predijo el viejo Simeón; pasó
de su sagrada boca a sus compañeras y de éstas hasta
nosotros.
Así la Santa Tradición de la Iglesia se perpetúa
del corazón de la Madre al corazón de los hijos.
Estas santas mujeres entraron en casa de Verónica, porque
Pilatos volvía por la misma calle con su escolta y no
querían tropezarse con ellos; examinaron
llorando la cara de Jesús estampada en el sudario y admiraron la
gracia que había hecho a esta fiel sierva. Cogieron la jarrita
de vino aromatizado que no habían dejado beber a Jesús y
se
dirigieron todas juntas hacia el Gólgota.
Su número se iba incrementando con muchas otras personas de
buena voluntad, entre ellas cierto número de hombres. Subieron
al Calvario por el lado occidental, por donde la subida es
más
cómoda. La Madre de Jesús, su sobrina María, hija
de
Cleofás, Salomé y Juan, se acercaron hasta el llano
circular;
Marta, María de Helí, Verónica, Juana Chusa,
Susana y
María,
madre de Marcos, se detuvieron a cierta distancia con Magdalena, que
estaba
transida de dolor, como fuera de sí. Más abajo de la
montaña había un tercer grupo de otras
siete santas
mujeres y unas pocas personas compasivas que llevaban mensajes de un
grupo al otro. Los fariseos a caballo iban y venían por los
alrededores de la llanura y en los cinco accesos había soldados
romanos.
¡Qué espectáculo para María el ver este
sitio del suplicio, los clavos, los martillos, las cuerdas, la terrible
Cruz,
los verdugos medio desnudos y casi borrachos empeñados en hacer
los preparativos para la
crucifixión con mil imprecaciones! La ausencia de Jesús
prolongaba y aumentaba su martirio:
sabía que estaba todavía vivo, deseaba verlo y temblaba
al pensar en los tormentos
a que lo vería expuesto.
Desde las
diez
de la mañana, hora en que la sentencia fue pronunciada, hubo
granizo por intervalos, después el cielo se serenó;
mas a partir de las doce una niebla rojiza
oscureció el sol.
Jesús
con la Cruz camino al Calvario
Crucifixión de Jesús
Muerte y Sepultura de Jesús
Resurrección de Jesús
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